sábado, mayo 30, 2009

ecos de blake

He dudado mucho sobre la conveniencia de incluir este tipo de entradas o de información en la bitácora. Tienen una dimensión promocional que me incomoda. Por otro lado, detrás de algunos trabajos hay tantas horas y tanto esfuerzo que la aparición de cualquier respuesta pública es un motivo de alegría que apetece compartir con los demás. Así pues, pido disculpas de antemano si hoy la bitácora parece un largo paréntesis publicitario.

*

Antonio Colinas firma una tempranera y generosa reseña de mi edición de William Blake. En El Cultural de El Mundo. Estoy en deuda con sus palabras, aunque no dejo de pensar que es injusto que se citen más líneas de mi prólogo que versos del poeta. Al parecer, vivimos en una época que se muestra tan fascinada por los ecos de un texto como por el texto mismo.

*

Un crítico anónimo (aunque por algún dato que maneja sospecho que ha visitado esta bitácora) ha escrito unas líneas igualmente generosas en las páginas que el diario ABC dedica a la Feria del Libro. De hecho, el volumen de Blake está entre las «apuestas» del diario, al menos en su versión digital. Mil gracias a uno y otro, crítico y diario.

*

Para compensar estos excesos, nada mejor que volver a Blake, a uno de esos breves y fulgurantes poemas que apuntaba en sus cuadernos y que, dos siglos más tarde, no han perdido un ápice de su intensidad, de su vital (im)pertinencia.


«Tienes semilla en tu regazo
y éstas son buenas tierras.
¿Por qué no esparces tu semilla
y aprendes a vivir con alegría?»

«¿No valdrá más sembrar la arena
y trabajarla con la azada?
Pues no puedo plantar
en ninguna otra tierra
sin que sienta más tarde
el hedor de la mala hierba.»

jueves, mayo 28, 2009

perros en la playa


Cambios en el nombre, en la presentación. ¿Por qué no? Hay que saber apartarse un poco de ese nombre propio que todo lo lleva a su terreno, ese nombre codicioso y tiránico que trata de suplantarnos, que nos pone a su servicio hasta reducirnos a nada. Hay que humillarlo un poco, que conozca su verdadera magnitud.

*

Una nota escrita hace meses me ha dado el título para esta página. Porque así han sido, así entiendo ahora estos comentarios: sin rumbo preconcebido, arbitrarios y espontáneos como las carreras de los perros en la arena, moviéndose nerviosamente de un lado a otro, incapaces de buscar otra cosa que su propio cumplimiento, la felicidad íntima de un correr que es también juego, búsqueda de compañía, diálogo con los otros perros que comparten la playa. Esa libertad, sobre todo.

*

(Gijón, diciembre de 2008.) He vuelto a ver a los perros en la playa, manchas o borrones móviles sobre el lienzo de la arena mojada. Corrían a grandes zancadas siguiendo la línea del agua o jugaban al gato y el ratón con sus dueños, buscando un palo inexistente, dando vueltas sobre sí mismos bajo la penumbra de la tarde de diciembre. Me quedé un buen rato mirándolos, hasta que en cierto momento dejé de verles, dejé de ver los animales concretos uno a uno, y pasé a percibir tan sólo un baile de formas y colores apagados, una liviana coreografía de saltos y carreras contra el ocre plateado de la orilla. La vida fue durante unos instantes ese zigzagueo impredecible, un mapa de impulsos eléctricos que sólo parecían concertarse en los ojos del observador, como si la distancia fuera también un préstamo de tiempo capaz de igualarlo todo, de nivelarlo sin resistencias. A la larga, la erosión de los años deja en nada las muescas, los salientes, los detalles característicos, y eso justamente me pareció sentir allí, aterido de frío, las manos en los bolsillos, balanceándome apenas contra la balaustrada salitrosa mientras el rumor de los coches y las voces de los paseantes se mezclaban extrañamente a mis espaldas.

Volví a ver a los perros, a distinguirlos. Incansables, inagotables. Cada uno de una raza y una forma y un color distintos, mucho más diversos que sus dueños, entregados libremente a su alegría. Llevaban en su centro una mancha palpitante, un borrón que se movía caprichoso y que dictaba sus brincos, sus carreras, sus vueltas y revueltas nerviosas sobre la arena. Vi a los perros y, al fondo, el gris emplomado de las aguas confundirse con el cielo de las seis de la tarde. Las farolas del paseo marítimo estaban encendidas y a su alrededor el gris se hacía más intenso, como formando un anillo protector. Entonces me di la vuelta y entré en estas líneas.

martes, mayo 26, 2009

donald justice

Un poema que descubrí hace quince años en The Longman Anthology of Contemporary American Poetry, el mismo que me acercó originalmente la poesía de Charles Simic. Un libro ancho y grueso como un listín telefónico, con el Cañón del Colorado -un inmenso risco iluminado por el sol de poniente- cubriendo la portada, y que sobresalía con descaro inconfundible de su balda en la biblioteca de la Universidad de Sheffield. Como nadie lo reclamaba, tardé más de un curso en devolverlo. Llegó a convertirse en parte del mobiliario, y aún ahora ciertos poemas siguen asociados a la memoria fotográfica de sus páginas: una tipografía generosa, como de libro de texto, y fotos de los autores en un blanco y negro de inconfundible aire sesentero.

La verdad es que a Donald Justice (1925-2004) sólo le he leído en antologías. Eso sí, está en todas, y en todas se dice que es un poeta de rara perfección, de obra escueta y ajustada, que hizo de la brevedad y la reticencia principios de orden moral. Así en este breve y punzante poema, donde la alucinación se deja envolver hacia el final por los rayos oblicuos de la elegía. Leyéndolo, se comprenden los elogios que Simic le ha dedicado alguna vez.


Sobre la muerte de amigos en la niñez

No los veremos en el cielo con la barba poblada
ni bronceándose entre los calvos del infierno;
si acaso, al final de la tarde, en el patio desierto de la escuela,
componiendo un anillo o juntando sus manos
en juegos cuyos nombres se nos han olvidado.
Ven, memoria, ayúdame a encontrarlos en las sombras.


Trad. J.D.

El original, aquí.

lunes, mayo 25, 2009

la comba

Bonito grupo hacíamos el otro viernes en el parque. Siete, ocho niñas jugando juntas a la comba, no muy lejos de sus padres, o de algunos de ellos. De todos, tan sólo M. y A. se acercan a lo que hace años se habría llamado una pareja normal. Allí estaba G., con quien juego al tenis dos veces por semana, francés afincado en Madrid cuya mujer, brasileña, trabaja para el gobierno de su país y vive con la hija pequeña de ambos en Brasilia (la mayor vive con él y es una de las mejores amigas de mi hija). Allí estaba Ma., cuyo marido, víctima de una terrible enfermedad degenerativa, pasa el tiempo en una silla de ruedas, atendido por un cuidador y un puñado de fármacos, a cual más agresivo. Allí estaba C., separada el pasado año, que parece haber recuperado tímidamente la sonrisa después de un invierno difícil. Y allí estábamos N. y yo, separados hace cinco años, pero capaces aún de hablarnos con simpatía, con el afecto que pese a todo nos tenemos.

Allí estábamos todos, reunidos un poco por azar, dejando pasar el final de la tarde. Risas, bromas, conversaciones generosas y espontáneas por encima de estas pequeñas o grandes fracturas vitales. Y las niñas jugando a la comba, ajenas a todo. Una estampa de presunta normalidad que apenas hacía sospechar lo que hay debajo. Una forma de hacer vida desde la impureza literal de la vida, desde sus limitaciones y continuos fracasos. Compartía las bromas e iba pensando, por dentro, en las circunstancias peculiares de cada uno, el cuidado más o menos instintivo con que tratamos de llegar a la noche, los deberes hechos, la sangre en su sitio… Y pensaba también en esos días, tan frecuentes para todos nosotros, en que cada hora que pasa es un giro de la comba que nos hace saltar, que nos obliga a pensar sobre la marcha en el próximo salto (aunque, a diferencia de las niñas, la voz que nos anima y que pauta los saltos es la nuestra). Fueron sólo treinta o cuarenta minutos, pero todo el fin de semana se ha desplegado un poco a su luz, como un eco o reverbero de lo que pensé entonces. Un pensamiento testarudo, que llevaba su propia emoción a cuestas.

domingo, mayo 24, 2009

tres en raya

Trabajos de demolición, decimos: algo se desmonta pieza a pieza, planta por planta, con cuidado hasta llegar, corriente arriba, a la raíz primera.
  Qué distinta la destrucción. Nunca fue un trabajo ni un esfuerzo de nada. Con todo, en ocasiones es indispensable para que un esfuerzo fructifique.

*

No tengas prisa. Preocúpate más bien en moverte siempre a una, sin partes ni facciones que se descuelguen o te hagan tirar de ti mismo por las calles.

*

Sus reproches no me ofenden. Describe mis errores con tal viveza que los hace interesantes.

viernes, mayo 22, 2009

vértigo

Para ciertos escritores (pienso en Sylvia Plath, en Anne Sexton, en Costafreda, en Pavese incluso –El oficio de vivir–), el más peligroso canto de sirenas es el que ellos mismos ponen por escrito con la inconciencia del niño que acerca los dedos a la toma de corriente. ¿A qué mástil podrían atarse para evitar la caída por la borda, el ahogo entre las bellas melodías que su mano ha conjurado? Profetas de su propia destrucción, en ellos se cumple con fatal puntualidad lo que siempre hemos sospechado de los agoreros: que desean secretamente aquello mismo que anuncian.

jueves, mayo 21, 2009

el corte irlandés

Como avance o aperitivo de la extensa entrevista con Seamus Heaney que verá la luz en el próximo número de Minerva, la revista del Círculo de Bellas Artes, y que colgaremos en la red a comienzos del mes de junio, acaba de aparecer en Ámbito Cultural, la página web de El Corte Inglés, un breve extracto en el que el autor de Norte habla un poco, entre otras cosas, de sus inicios como poeta en el Ulster y de su noción de compromiso. Una buena forma de recordar la lectura del pasado mes de febrero. Creo que os gustará.

martes, mayo 19, 2009

escuela de calor


La luz desmedida del verano comienza a golpear las calles y los senderos del parque y se descubre buscando una y otra vez los márgenes de sombra, los anchos patios de penumbra que se recortan bajo los árboles. El sol acaba de llegar, piensa, pero es ya el enemigo, el perseguidor, el dueño de unas calles que humean a cada paso. Sólo ahora, a media tarde, el verde brillante de las acacias parece templar el aire y los ojos descansan, aliviados, disfrutando de un poco de calma entre dos cegueras.

Hasta cuando camina por el parque, de vuelta del trabajo, le parece como si estuviera mirando el mundo desde una habitación en penumbra, las persianas bajadas a medias, la ventana abierta para que corra el aire. A veces se sienta en un banco y hace tiempo. Es decir, espera que pase el tiempo y la luz pierda fuerza y las cosas recuperen su respiración habitual, no esa quietud de animal abrumado y expectante con que se recogen al mediodía. Exagera, sí, pero a veces la exageración es una forma de estar a la altura de los propios fantasmas, y este calor casi africano está lleno de los fantasmas de otros veranos, de los fantasmas que ha sido, de la intemperie desértica que ha sido. Trata de seguir el parpadeo de las hojas, de acogerse a unas pocas formas sencillas. Trata de hacerse a la idea. Ese cauterio.

lunes, mayo 18, 2009

convergencias 2


Sandías

Sandías, verdes Budas
en el puesto de frutas.
Comemos la sonrisa
y escupimos los dientes.

Charles Simic



El viejo

El pescado tiene demasiadas espinas
y demasiadas pepitas la sandía.

Charles Reznikoff
.

domingo, mayo 17, 2009

pentagrama

Ha puesto un espejo junto al escritorio. Comienza a escribir, pero lo que anota lo va borrando su doble con la misma mano.

*

Se transformaba sin cesar en otro. Así decía siempre lo mismo por primera vez.

*

Siempre quería tener la última palabra. Se volvió inmortal.

*

Tiene la delicadeza de omitir las conclusiones.

*

No pasa un día sin que pise el charco de sí mismo.

viernes, mayo 15, 2009

zoom!

Éste es el poema que da título al primer libro de Simon Armitage (1963), publicado cuando tenía veintiséis años. Desde entonces, su trayectoria literaria ha sido tan meteórica como la de las palabras que cruzan estas líneas. Escritor prolífico, ha tocado casi todos los géneros (tiene hasta una banda de rock, The Scaremongers) y ha despuntado en el difícil arte de los encargos: entre otros, recibió del gobierno laborista de Tony Blair la tarea de escribir el llamado poema del milenio, «Killing Time», en el que revisa en exactamente mil versos y con sintaxis periodística veinte siglos de historia. Aunque por sus orígenes norteños (es de Huddersfield, una oscura ciudad industrial próxima a Sheffield) lo han querido convertir en el sucesor de Ted Hughes, tiene más que ver con el narrativismo irónico de Larkin y sucesores. De todos modos, sus primeros libros siguen siendo para mí los mejores, quizá porque hay en ellos un sentido más intenso de la aventura, de la experimentación, también un mayor descaro.


Zoom!

      Comienza y es una casa, con jardín y terraza al final de la calle
en este caso
      pero no se queda ahí. Pronto es
una avenida
      que se arquea arrogante frente al Politécnico,
gira a la izquierda
      sin mirar siquiera la nacional
y pronto es
      una ciudad con sucursales bancarias
un diario
      y un equipo de fútbol luchando por ascender.

      Y sigue, ajeno a los Planes de Urbanismo,
las zonas verdes,
      y antes que nos demos cuenta se nos escapa de las manos:
ciudad, nación,
      hemisferio, universo, batiéndose en todas direcciones
hasta que súbita
      y afortunadamente entra en el ojo
de un agujero negro
      y es un disparo a una galaxia vecina, emerge
más suave y más pequeño
      que una bola de billar, más pesado que Saturno.
  
      La gente me para en la calle, me acosa
en la cola del súper
      y pregunta: «¿Qué es, qué es eso tan suave
y pequeño
      pero con una masa mayor que la del planeta
anillado?» «Son sólo
      palabras», les aseguro. Pero no se lo creen.


Trad. J.D.

jueves, mayo 14, 2009

pantalla de humo

Vivimos en una cultura visual que privilegia la rapidez, el vértigo, la sucesión vertiginosa de las imágenes, que muestra incluso cansancio o impaciencia cuando esas imágenes no fluyen a la velocidad debida. Sin embargo, esa rapidez no se traduce en complejidad o sutileza, en una sintaxis que nos permita movernos por las grietas de tales imágenes, explorar su revés o su brillo, el silencio que llevan adheridas. Una y otra vez, en películas y seriales televisivos, en reportajes y documentales (con las inevitables y casi lógicas salvedades), se despliega una concepción crasamente lineal del tiempo, un orden primitivo que nos conduce de la A a la Z a través de una cadena previsible de causas y efectos. Que las imágenes fluyan con rapidez no significa que hayan sido barajadas con pericia; tan sólo que alguien ha reducido la duración de cada plano, de cada escena. La estructura del relato no se aparta del modelo tradicional: planteamiento, nudo y desenlace. El tiempo avanza siguiendo el vector que nos conduce de la mañana a la noche y vuelta a empezar. Esta noria visual, esta montaña rusa de imágenes sincopadas y tartamudeantes, no ha llevado al relato más allá del «Érase una vez» que se balbucea a los niños.

Jugando con la famosa frase de Godard, cabría decir que el montaje es una lección de moral, una forma de situarse ante el mundo y decirlo. Y la moral que exhiben gran parte de estos productos es la maniquea del justiciero de western, la sintaxis pragmática del publicista y el político. Se diría, en fin, que los medios audiovisuales se portan como un vulgar prestidigitador ante su media luna de niños hipnotizados, a los que distrae con juegos de manos y cháchara incesante mientras la acción verdadera, el objetivo inconfesable, se realiza en el más hábil de los secretos.

*

Se han invertido los papeles. Ahora somos nosotros, los espectadores, las víctimas del espectáculo. Los leones nos devoran cada noche, pero a la mañana siguiente resucitamos.

martes, mayo 12, 2009

plegaria


Río del corazón, deja mi cuerpo
y enhébrate a la tierra,
da nombre a las regiones que no he de atravesar,
sacia la sed de las mujeres con las que sueño.
Río incesante, funda ciudades míticas
y fluye bajo puentes que la peste asedió,
toldos de mercaderes y pícaros sin suerte.
Lame los pergaminos, tiembla entre líneas,
alumbra las pupilas de severos doctores.
Que los niños tiznados te frecuenten
y las sirvientas te confíen su desamparo.
Río del corazón, puebla la tierra, puebla los tiempos,
háblanos sin descanso del vivir y el morir.

lunes, mayo 11, 2009

soberbios y deudores

No deja de resultar curiosa la insistencia con que algunos se jactan de que no deben nada a nadie, de que nadie les debe nada, de que son libres, sin yugos ni compromisos ni claudicaciones de ninguna clase. Ayer mismo, en una entrevista en El País (10-5-2009), la cantante mexicana Chavela Vargas hablaba de sí misma en segunda persona para insistir en lo mismo: «Me dice la Chavela: vas bien por ahí. Quisiste ser libre y yo te he mantenido libre. Sigue así, sigue adelante. Termina tu jornada, que el final ya va a ser pronto y muy hermoso. Y yo le doy las gracias. Ya voy teniendo ganas de descansar para siempre. Yo no le debo nada a la vida ni la vida me debe ya nada a mí […]» (cursiva mía). Resulta evidente que, en su origen, esta declaración de libertad es de naturaleza económica: me voy sin dejar deudas a mi paso, mis cuentas están claras y ordenadas, he sido persona cabal y de fiar y nadie habrá de responder por mí cuando haya muerto. Pero con el tiempo ha venido a abarcar el conjunto de los actos y actitudes de una persona, lo que no deja de ser una forma bastante roma o torpe de reducir el conjunto de una vida a términos económicos, a un quid pro quo de índole monetaria por el cual uno, pagadas sus deudas (deudas cuyo monto, por si acaso, evalúa uno mismo, no sea que los demás nos reclamen un pago excesivo), se siente eximido de responsabilidad o cuidado o atención hacia los otros.

Es el caso, no obstante, que hay deudas que no terminan nunca de pagarse, que son permanentes y duran lo que nuestra vida. Y no terminan de pagarse porque no se pueden medir cuantitativamente, que es como decir que son infinitas. Pero esta infinitud no es una carga, no pesa sobre nuestros hombros hasta derrotarnos, sino que forma parte de los flujos e intercambios de la vida en sociedad, va y viene y se transforma como cualquier otra clase de energía. Toda relación familiar, de amistad y de afecto implica deudas por ambas partes que no se equiparan ni se cancelan mutuamente, que se mantienen activas a lo largo del tiempo y que son, en gran medida, el alimento que nutre y activa esa relación. Gracias a ellas adquirimos humildad y una estimación correcta de nuestro lugar entre los otros, entre quienes nos rodean y nos estiman (para empezar, debemos nuestra vida, el estar aquí, a otras personas, lo que no quiere decir que debamos pagar por ello ni expiar ningún pecado original heredado). Lo contrario, como afirma Massimo Cacciari en un ensayo que acabo de leer («Dante profeta»), sería pecar de hubris, de soberbia: «Soberbio es Farinata (Infierno, X, 32); soberbio es Ulises (Infierno, XXVI, 56). Ésos son los soberbios, es decir, los que no deben nada, los que no tienen deudas, débitos: de-habére. Ulises, que parte de viaje y descuida el “débito amor que a Penélope debía” (Infierno, XXVI, 93-96). El débito. Los soberbios son aquellos que consideran que lo tienen todo y que no deben nada a los demás. Son los Farinata, los Ulises». Y luego añade: «Los otros, en cambio, están en el Paraíso. Todos los espíritus del Paraíso deben los unos a los otros».

No se puede decir más claramente. Otra cosa es que queramos insistir en el mito -digno de película de vaqueros- de los espíritus libres y los solitarios que cabalgan una y otra vez hacia poniente, huyendo de cualquier forma de contrato social. Con lo que va a resultar que la Vargas, con todo su prestigio entre los izquierdistas de boquilla, no hace sino reiterar de forma inconsciente una de las hebras centrales de la mitología estadounidense. Tampoco es que sea una novedad. Toda esta apología soterrada del individualismo hace pensar un poco en otra señora, más o menos de la misma edad, pero de vida y horizonte vital diametralmente opuestos a la gran cantante mexicana, que afirmaba que «eso que llaman sociedad no existe».

domingo, mayo 10, 2009

novedad / william blake



Está ya en librerías mi último trabajo como traductor, una amplia muestra de la poesía de William Blake que publica Visor con el título de Ver un mundo en un grano de arena. El libro reúne poco más de diez años de trabajo intermitente desde que allá por 1998-99, en Oxford, empezara a traducir sus epigramas y canciones. Luego, en 2005, vinieron poemas proféticos como Tiriel y El libro de Thel. Y, finalmente, el año pasado, completé el índice con la traducción de Visiones de las Hijas de Albión y las llamadas profecías continentales (América, Europa). El libro incluye también, cómo no, El Matrimonio del Cielo y del Infierno y abundantes ilustraciones que permiten disfrutar del trabajo de grabador e ilustrador de Blake, así como una cronología, una bibliografía y un prólogo (breve, como le gusta a su editor). Estoy sinceramente satisfecho con el resultado final (espero que esto no se interprete como vanidad), aunque uno siempre querría tener dos, tres o diez meses más para revisar infinitamente las traducciones, en especial las que hice el año pasado. Pero en algún momento hay que decidirse a mostrar el trabajo, y ese momento es ahora.

Como adelanto, cuelgo a gran tamaño la imagen que hemos utilizado como viñeta en la portada (el frontispicio de Europa) y «La Voz del Antiguo Bardo», uno de mis poemas favoritos de Canciones de Experiencia.


La voz del Antiguo Bardo

Acércate, muchacho alegre,
y admira la mañana desvelada:
de la verdad recién nacida imagen.
Se disipan la duda y la razón nublada,
y las negras disputas y las mañas arteras.
Laberinto sin fin es la locura.
Intrincadas raíces confunden sus caminos,
¡y cuántos han caído!
Tropiezan de noche con los huesos de los muertos,
sienten no saben qué, mas se preocupan:
y desean guiar a los demás cuando debieran ser guiados.


Trad. J.D.

jueves, mayo 07, 2009

elias canetti / figuras en la pared



En una de las secciones iniciales de Historia de una vida, la correspondiente a su breve estancia infantil en Manchester, Elias Canetti (Rustschuk, 1905-Ginebra, 1994) preludia el descubrimiento de los libros, asociados desde un primer instante a los comentarios y enseñanzas de su padre, con el relato de su trato con la gente del «empapelado», en realidad «numerosos círculos oscuros» que tapizan las paredes y que el niño de seis años convierte de inmediato en interlocutores de sus fantasías. Estos círculos, afirma Canetti en una suerte de eco de «The Yellow Wallpaper», el famoso relato de Charlotte Perkins Gilman, «me parecían personajes. Inventaba historias en las que estos aparecían, por una parte yo se las contaba, por otra ellos actuaban en ellas». Lo curioso de estas líneas no es la anécdota en sí, bastante común a muchas infancias, sino el modo en que Canetti parece describir por adelantado el talante que domina el libro y que gobierna su relación con los diversos personajes que lo recorren: «Solo recuerdo que incitaba a los personajes del papel a realizar grandes hazañas, y cuando ellos se negaban les hacía sentir mi desprecio. Los animaba, los increpaba, y como yo siempre tenía un poco de miedo cuando estaba solo, les reprochaba a ellos ser unos cobardes».
Como la obra de creación que es (creación desde la memoria, o mejor: creación de la memoria), Historia de una vida ofrece las claves que permiten interpretarla. El recuerdo del empapelado enlaza con el gusto del escritor maduro por la caricatura hiperbólica y la reducción del personaje a un rasgo que lo envuelve y define. Se trata, en el fondo, de la misma operación: si el niño crea una persona a partir de un círculo, el escritor desvela el trazo definitorio y reconstruye con él al personaje. Así, Hermann Broch es descrito como «un pájaro grande y hermoso, pero con las alas cortadas», que parecía recordar «los tiempos en que aún podía volar». El escultor Fritz Wotruba, al que llama su «hermano gemelo», aparece golpeando «diariamente contra la piedra más dura», como trasunto de la propia agresividad que Canetti había aprendido de Karl Kraus. El compositor Hermann Scherchen le proporciona un modelo químicamente puro de la figura del «dictador», objeto de un estudio que pasa de la antipatía inicial a un respeto casi afectuoso. El breve encuentro con Joyce, que tuvo lugar en Zurich en el transcurso de una lectura pública de La comedia de la vanidad, se reduce a consignar la extraña frase («Yo me afeito con navaja ¡y sin espejo!») con que Joyce reaccionó a la prohibición de los espejos que era el motivo central de la obra. Canetti obtiene un indudable placer de estas caricaturas, que asigna incluso a sus maestros en el oficio: la visita a Berlín en 1928 es ocasión para que George Grosz comparezca como uno de sus propios personajes, «colorado, borracho, en un estado de excitación incontrolable» mientras persigue a una poeta amiga. El gusto por lo grotesco se extiende también a su retrato de Bertolt Brecht, escrito con una mezcla ambigua de respeto y animadversión: ni siquiera la sorpresa de ver a su idolatrado Karl Kraus a la mesa de Bretch suaviza su antipatía por el hombre. […]

Podéis leer el resto del ensayo en el número 28 de la revista mexicana Fractal, aquí.

martes, mayo 05, 2009

una vida


1. Aquí y ahora. Sin remedio. Ciegos embates.

2. Nació con sendas frases grabadas en las palmas de sus manos. La frase de la mano izquierda estaba escrita del derecho; la frase de la diestra, del revés. Cuando doblaba una de sus manos en un puño la palma de la otra resplandecía.

3. Escogido al azar. Inseguro y mudable. Filamento de sangre, breve como el caer de una hoja.

4. Ella era una extensión de su cuerpo. Ella era el límite absoluto de su cuerpo. Cara y cruz, moneda tácita para entrar al mundo.

5. Niño incierto. Se mojaba los pies en el agua, tímidamente. Cada vez que reía, una extensa marea bañaba el arrecife de las horas.

6. Las cosas no eran lo que parecían. Quiso ayudarlas.

7. Animales a cada instante, comiendo de su mano. Allá lejos, la eternidad. Un cielo en el que siempre ocurren maravillas, un rostro que le observa y al que dice palabras. Grandes olas golpean la playa y él escucha el latir de su sangre, rotundo y sin sentido.

8. Todo era difícil. Tenía que pararse antes de hablar. Tenía que callar antes de alzar el vuelo.

9. Este pensar haciendo lazadas en el vacío. Este pensar pisando las aguas del lago. La bella ingravidez.

10. Celebró su mayoría de edad viendo pasar las nubes. No logró distinguir ninguna forma.

11. Alguien quería convencerle de lo contrario. Se dejó cortejar.

12. Procesiones de hormigas recogían sus frases y las partían en dos y en tres. Cada cual escogía su preferida, se la llevaba a casa entre los dientes, la edulcoraba con salivas nocturnas, la hiel de las sospechas.

13. El camino se hallaba atravesado por puentes que iban y venían en todas direcciones, y eran mujeres arqueadas en las posturas más disímiles, desnudas, mostrando con orgullo la penumbra imantada de sus sexos.

14. Si tan sólo pudiera detenerse. Si tan sólo pudiera tener, pájaro palpitante, el tiempo entre sus manos.

15. La cabeza en las nubes. Libros bien ordenados en las estanterías. El acordeón del sexo animando las horas, sus sístoles y diástoles. Corazón prevenido.

16. Los fantasmas roían la ciudad y no había lugar para los vivos. Tocó madera. Comió sin continencia.

17. Nubes de polen a la luz oblicua de la tarde. Un aire sutil mueve las acacias y despierta retinas, vislumbres, lujurias tardías. Tú eres mi sueño, verde sueño de existencia, frágil pero perdurable.

18. Ser invisible no es tan arduo, pensó. Caminar por el parque y que hasta las raíces parezcan apartarse. Los niños me atraviesan con sus juegos. Las mujeres están cansadas de sus padres. Soy un puñado de ceniza que espera un viento favorable. Soy la mano escogida para aventarme.

19. Para qué la imaginación. Los monstruos se volvieron demasiado reales.

20. Lo primero que vio fue un parpadeo, los dos lingotes de sus torres centelleando al sol. La ciudad prometida. Al principio no quiso verla. Todo inmenso, irreal como un burdo espejismo. Sólo sus pasos no decían mentira. Sólo sus pasos le condenaban.

21. Ciegos embates. Sin remedio. Aquí y ahora.

22. Nada ocurrió. Nada dejó nunca de ocurrir.


sábado, mayo 02, 2009

carol ann duffy / laureada

Me entero por El País de que le han ofrecido el cargo de Poeta Laureada a la escocesa Carol Ann Duffy (1955). Y me alegra, aunque apenas haya seguido la obra de Duffy últimamente. Andrew Motion, su predecesor, es un buen poeta y un estupendo biógrafo (aún recuerdo con admiración su biografía de Keats), pero el cargo lo convirtió en una estatua de sí mismo. No creo que la autora de The World’s Wife [La esposa del mundo] vaya a caer en ese error.

El cargo de Poet Laureate ya no es vitalicio (el último en morir con las botas puestas fue Ted Hughes) sino que tiene una duración de diez años. Ignoro si, además del sueldo (unos seis mil quinientos euros anuales), el poeta sigue recibiendo una botella anual de oporto de las bodegas reales como ha sido costumbre desde 1668. Siguiendo los cambios que introdujo Hughes, el cargo no supone tanto la penosa obligación de escribir poemas conmemorativos (aunque alguno le tocará, desde luego) cuanto trabajar como una especie de embajador honorífico de la poesía, más o menos como hace su homólogo en Estados Unidos.

Duffy ha mostrado el mismo interés por la poesía europea y extranjera que la mayoría de sus contemporáneos británicos, es decir: ninguno. Pero es una escritora capaz de proyectar su sensibilidad hacia las zonas de sombra y de silencio de nuestro mundo, de tender puentes con los márgenes y la diferencia, como demuestra en este hermoso poema de su segundo libro, Selling Manhattan (1987).


Extranjero

Imagina vivir veinte años en una extraña, lúgubre ciudad.
Hay algunas viviendas miserables en la zona oriental
y una de ellas es tuya. En el rellano, escuchas
el eco de tu acento extranjero doblar las escaleras. Piensas
en un idioma propio y hablas en el de ellos.

Luego escribes a casa. La voz en tu cabeza
recita cada frase en un habla nativa;
detrás está el sonido de tu madre al cantar,
hace ya tantos años, y entonces te preguntas
por qué lloran tus ojos, y cuál es la palabra para esto.

Tomas el autobús. Trabajas. Duermes. Imagina que has visto,
pintado con spray rojo en un muro de ladrillo,
el nombre que te dieron. Un nombre para el odio. Rojo como la sangre.
Nieva en las calles, bajo las luces de neón,
como si este lugar se cayera a pedazos ante tus ojos.

Y en el delicatessen, a veces, las monedas
que sostienes no logran traducirse. Sin habla,
porque no estás en casa, señalas la fruta. Imagina
que uno de vosotros dice Yo no saber qué quieren decir ellos.
Es como que sólo duermen y sueñan
. Imagínalo.


Trad. J.D.