jueves, diciembre 31, 2009

año viejo, año nuevo

Voy con mi amigo y su perra –alegre y confiada, bebedora compulsiva del regato que rebosa del arcén– por uno de los caminos del valle, paseando de noche bajo un cielo de nubes frescas, un cielo de novela gótica que sin embargo está limpio de sospecha, de amenaza, entre terrenos encharcados y luces humildes. Vamos hablando de nuestras cosas, con el paso más vivo que de costumbre, respirando el silencio lleno de pequeños ruidos del campo, el silencio tapizado de hierba y muros de caliza. El mismo camino hacia arriba y hacia abajo, volviendo sobre nuestros pasos cuando la abundancia de perros nerviosos en las casas vecinas lo hace aconsejable, y todo el tiempo, llevado de una superstición absurda, reprimo la tentación de mirar a mi espalda, como si temiera un último y traicionero golpe de cola de este año agotado, este año que muere. A lo lejos se destaca la mole oscura de la colina donde se esconde la cueva de los Arbeyales: un puño negro, un borrón sin forma coronado por masas de eucaliptos y la claridad azul del horizonte. El parto de los montes, pienso. Sí, todo lo que nos espera, mañana, el año que viene; todo lo que aún no existe y carece de cuerpo, de líneas, de contorno preciso. Perseguimos el futuro como la perra echa a correr, empujada por su propio miedo, tras los coches que pasan.

A medida que bajamos el regato se complica, se oscurece, fluye manchado de hierba y tierra en suspensión. Como la noche. Como la voz misma, opacada por el cansancio y las palabras sobrentendidas. Es hora de volver, dice mi amigo. Sí, volver a casa, el calor de los muebles y las paredes familiares. Las charcas lindantes brillan débilmente bajo una luna fría, dejadas a su suerte. Caminamos hacia dentro.

miércoles, diciembre 30, 2009

poesía en gaia

© Roger Dean


Cuando James Lovelock, el creador del concepto de Gaia, comenzó a desarrollar su hipótesis, uno de los primeros retos teóricos que encaró fue tratar de definir la vida, o al menos los rasgos universales de lo que entendemos por vida. Descubrió que no era tan fácil, y también –por resumir groseramente cinco páginas de ciudada argumentación– que las pocas definiciones existentes tendían a ser circulares o apriorísticas: vida es… aquello que hemos aprendido a considerar vida, o más concretamente: vida es aquello asociado a ciertos elementos químicos que hemos aprendido a asociar a su presencia. Lovelock, por el contrario, fue el primero en sostener que hay vida allí donde el grado de entropía es reducido y estable, es decir, donde las condiciones del sistema incumplen la predicción de la segunda ley de la termodinámica, según la cual «la cantidad de entropía de cualquier sistema aislado termodinámicamente tiende a incrementarse con el tiempo». Todo tiende al caos y al desorden y a la consiguiente pérdida de energía; todo se deshace y envejece inevitablemente; toda diferencia entre sistemas decrece gradualmente hasta que los recursos originales se agotan y los sistemas mencionados alcanzan un equilibrio estéril; por el contrario, habría vida allí donde la energía se conserva de forma activa y da lugar a los procesos de mudanza y transformación de los que somos testigos diariamente, en cualquier plano de la realidad. El asunto queda más claro, supongo, si recordamos que uno de los corolarios de esta ley es que «ningún proceso cíclico es tal que el sistema en el que ocurre y su entorno puedan volver a la vez al mismo estado del que partieron». Nada puede suceder o repetirse indefinidamente, no existe el móvil perpetuo. Salvo en el sistema que llamamos vida, claro está. La conocida hipótesis de Lovelock postula que la vida procura las condiciones para su propia conservación y mantenimiento, interviniendo de modo activo en el entorno que llamamos biosfera (por eso mismo, como quería Canetti en otro sentido, la vida es el dominio de las metamorfosis). Fuera de la vida o del orden impuesto por el ser humano –por ejemplo, en una máquina de vapor–, el caos es dueño y señor de todos los sistemas, condenándolos finalmente a un grado mínimo de energía que dificulta o impide cualquier forma de cambio, de transferencia.

Leyendo las tesis de Lovelock se me ocurre que el espinoso problema de la forma artística, o de la forma en poesía –por llevarlo a mi terreno–, podría definirse en términos muy parecidos. Mi noción de forma no remite en absoluto a formas cerradas o preconcebidas –no estoy diciendo, por ejemplo, que debamos escribir sonetos o pintar bodegones–, no depende de un repertorio sancionado por la tradición, sino que recoge la aspiración universal de todo artista de crear conjuntos regidos por pesos y contrapesos, ritmos internos, simetrías ocultas. De algún modo tratamos de generar sistemas estables de baja entropía que permitan preservar la energía, que se enfrenten o se muevan en dirección contraria al caos y el desorden progresivo que parece envolverlo y dirigirlo todo. La tarea artística es por definición un hacer, un dar forma: hasta cuando aislamos un objeto cotidiano y lo sometemos al escrutinio o la extrañeza de terceros le estamos dando una forma distinta a la suya habitual, cambiamos su entorno, los vínculos que lo ligan a él. Y buscamos arrancarlo del flujo caótico del día a día para conservar la energía que percibimos en su interior. Si yo escribo un poema, trato de generar un sistema estable que, lejos del caos del lenguaje y las percepciones, indiferente al paso del tiempo, la vejez corporal y el deterioro de las relaciones personales –por mencionar sólo algunas de las formas de entropía que nos asedian–, conserve la energía y el ansia de sentido que he puesto en él.

Un posible corolario de esta reflexión es que toda forma es dadora de vida o no es. Y hay forma porque hay una inversión previa de energía, una puesta en juego de fuerzas que la obra preserva a lo largo del tiempo. Cuando decimos que una obra está muerta, o que hay un exceso de formalismo, o que es una obra fría, incapaz de transmitir siquiera un poco de aliento vital, lo que estamos diciendo en realidad es que ahí dentro no hay energía, es decir, no hay vida. No se ha invertido nada en su creación, no hay nada en juego, carece de sentido porque ni siquiera tiene un sentido que guardar.

Dicho esto, se me preguntará: ¿Qué tipo de fuerzas van a parar a la obra? Sospecho que hay tantas respuestas como creadores o creaciones. Puede ser una energía psíquica, una tensión proyectada hacia el futuro, un deseo o un anhelo o una expectativa de sentido, una insatisfacción profunda, un fantasma de la imaginación, un temor reverente hacia algo o alguien… El caso es que la obra preserve estas fuerzas y las convierta en algo que el lector –o el contemplador de un cuadro o una escultura, o el oyente de una pieza musical– pueda tocar, recibir con sus sentidos. Y sólo será capaz de hacerlo si el creador les da forma, si cumple con esa necesidad de orden compositivo que organiza los materiales, los emplaza conforme a criterios de simetría y correspondencia y ritmo interno creados para la ocasión o tomados de ocasiones anteriores; si crea, en fin, una constelación donde antes sólo había vacío, nada. Hay que escribir el poema, que luego ya se encargará él, si su existencia tiene sentido, de fijar las condiciones necesarias para su conservación.

Lo que nos lleva a una conclusión que en el fondo ya sospechábamos: se escribe, en última instancia, porque sólo gracias a lo escrito nos hacemos la ilusión de sustraernos por un tiempo a la infinita decadencia de cuanto nos rodea, de cuanto somos.

lunes, diciembre 28, 2009

diciembre

Ese momento de la tarde de invierno cuando los coches ya han encendido sus faros pero no arde aún la llama del alumbrado, ese momento entre el gris llovido de las aceras y las luces de los escaparates cuando regresa, ése es su momento. Cuando nadie le espera en casa, sólo recuerdos de otros inviernos, fantasmas familiares. Cuando nada le espera sino su propio aliento, la voz entre los ojos.

jueves, diciembre 24, 2009

holiday

Fueron tal vez las mejores vacaciones de mi vida, pero si recuerdo ahora esa semana en Praga o esos quince días en Irlanda, me doy cuenta de que su poder de irradiación no reside solamente en lo que albergan, sino en la carga de expectativas y ansiedades que traía conmigo, que traíamos todos, esa capacidad para dotar a lo más nimio de sugestión simbólica, como si lo vivido se hiciera memoria incluso antes de vivirlo.

martes, diciembre 22, 2009

una pintura reflexiva

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Ha muerto el pintor y escritor Albert Ràfols-Casamada (1923-2009). Otro grande que se nos va casi sin hacer ruido, como corresponde a un artista discreto y tranquilo que se movió lejos de camarillas, fiado a la soledad, absorto en una búsqueda personal que, a fuerza de trabajo riguroso, de lucidez, logró hacerse transitiva y compartible. Fue un poeta muy notable y un estupendo diarista, capaz de reflexionar con talento y honestidad sobre su trabajo pictórico y sus lecturas de ciertos hitos de la tradición moderna; sus palabras sobre Cézanne o Klee, por poner ejemplos de artistas a los que debió no poco, son particularmente iluminadoras. Pero era también capaz de recoger con una prosa de gran sutileza la declinación de la luz a media tarde, el vuelo de unos vencejos al otro lado de las ventanas de su estudio, los flecos de humo que coronaban los tejados de su barrio, todo el atrezzo de una existencia tranquila que dependía de los pequeños detalles sin dejarse limitar o reducir por ellos, como en esa poesía oriental de la que tanto aprendió.

Hace siete años expuso una amplia muestra de su trabajo en el Museo Palacio de Revillagigedo de Gijón, una exposición organizada por Cajastur para cuyo catálogo escribí un texto que rescato ahora a modo de homenaje. Como tantos otros encargos, es un texto que escribí con prisas, luchando contra el plazo de entrega, después de semanas de vacilación y dudas; la ansiedad es mala consejera siempre. Leído ahora, creo que funciona bastante bien –valga la inmodestia– como lectura de su trabajo pictórico, que es como decir de su peculiar sensibilidad artística, atenta al ritmo interno de formas y colores en el lienzo. Así escribió también sus poemas, como espacios donde las palabras y los sintagmas y los versos mismos jugaban a bailar coreografías luminosas, llenas de vida, de las que lograba desterrar todo indicio de pesantez o aspereza.


Per la pau, 2003


Una pintura reflexiva: Albert Ràfols-Casamada

En su hermoso y muy recomendable libro de ensayos, Rastros kármicos (2002), el escritor neoyorquino Eliot Weinberger evoca un largo poema de exilio del primer autor identificable de la poesía china, Qu Yuan, al que se conoce por un compendio recopilado hacia el siglo II a. de C. El poema, titulado Li sao («Encuentro con la tristeza»), es descrito por Weinberger como «la quintaesencia del poema yin», puesto que «no sólo es rica su imaginería floral y acuática, sino que es además el primer poema que añade una ‘palabra vacía’ (una sílaba sin significado) en medio de sus largos versos». Weinberger aclara de inmediato que el empleo de estas palabras vacías se convirtió «en práctica común en buena parte de la poesía china», y añade que este recurso era una forma de introducir «el vacío en torno al cual se construye el poema y por el cual el poema respira: el vacío que define las relaciones entre las cosas, y entre éstas y el poeta».

Imagino que la explicación de Weinberger es un lugar común de la sinología, pero aún hoy su lectura me sigue sorprendiendo. La traigo a estas páginas porque me parece singularmente adecuada al carácter de ciertas obras últimas de Albert Ràfols-Casamada, a la combinatoria de elementos que determina su vigor y que el espectador percibe en cada caso como inevitable. En una tela expuesta hace dos años en la Galeria Joan Prats, «Doble espai clar», el espacio, como de cal vieja, aparece dividido en dos por una negra línea vertical. A la derecha, un velero apenas esbozado gracias a un trazo de rojo y el contorno gris de unas velas se enfrenta con su reflejo desvanecido: un poco de rojo y dos breves rayas oscuras que sugieren, tal vez, un cielo, o una meta, o (ya lo hemos dicho) el reverso ralo de la imagen primera. Algo semejante parece ocurrir en una obra contemporánea, «Aire d’estiu», aunque en este caso el bloque de azul que ocupa la zona inferior derecha despierta un reflejo desecado, un bloque de claridad arenosa en el que se proyectan sendas formas blanquecinas. En ambos casos (haciéndose eco de un procedimiento que se remonta como mínimo hasta «Díptic holandés», de 1989), la división de la tela en dos mitades denota una voluntad de simetría que es contradicha parcialmente por el desvanecimiento de ciertos elementos en su paso de uno a otro sector, gracias a un sutil juego de pesos y contrapesos que es uno de los placeres evidentes de esta pintura. Este desvanecimiento, que es otra forma de la reticencia, abre zonas de descanso, remansos de color que son el equivalente visual de las «palabras vacías» evocadas por Weinberger. El efecto de estos remansos se ve reforzado por la aparición de manchas y trazos blancos, como heridas indoloras donde el ojo descansa y la tela respira. Es un efecto bien perceptible en otras dos obras de gran atractivo, «Ritme dins del blau» y «Terra nua». En la primera, la banda blanca que preside el tercio superior del conjunto semeja un corte o incisión en la tela, corte del que mana luz y que tiene algo de lámpara o flexo bajo el cual líneas y manchas de color disponen su peculiar coreografía. En la segunda, el blanco se adivina en trazos más o menos intensos que aclaran el fondo terroso de la obra. Estas zonas de claridad actúan a modo de pulmones, «son el vacío que define las relaciones entre las cosas», aquello que las articula y permite su plena expresión. El escamoteo del color y de las formas en ciertos lugares es lo que hace posible, en otros, su revelación.


El pas del signes, 2000


Valga este primer asedio interpretativo para dejar claro que la pintura de Ràfols-Casamada exige como pocas nuestra participación activa, necesita convertirnos en parte integral de su presencia o su sentido. Como fruto que es de una sensibilidad moderna (y Ràfols-Casamada ha tenido muy presente en todo momento la reflexión de Motherwell según la cual «el contenido siempre ha d
e ser expresado en términos modernos», aunque en arte no puede hablarse, me parece, de contenidos en estado puro), esta pintura pone el énfasis en el cuadro no como resultado sino como proceso. Javier Marías decía no hace mucho que la escritura de una novela es un viaje por tierras desconocidas, de las que no hay constancia en ningún mapa, y que la única ayuda del escritor es una brújula hecha por igual de intenciones e intuiciones: se sabe en qué dirección hay que viajar, pero no qué accidentes y obstáculos puede haber en el camino. El acto creador, para cumplirse, ha de apoyarse en una cierta ignorancia de su destino; es una ignorancia activa, desde luego, que se alimenta del deseo (un deseo que la obra final apenas satisface) y el afán de búsqueda. Pero la meta no está clara, hay un cúmulo de problemas técnicos cuya resolución nos impide verla con nitidez, sabemos o creemos saber a grandes rasgos su apariencia sin advertir que cambia a cada paso. Dicho de otro modo, que la obra resultante no es el producto de un viaje sino el viaje mismo, pues lleva impresas las huellas que han conducido hasta ella. O mucho me equivoco o esta concepción de la obra como un palimpsesto que acoge el itinerario creativo de su autor tiene una importancia radical para Ràfols-Casamada. Las páginas de su diario (parcialmente publicadas en castellano con el hermoso título de Huésped del día) ofrecen abundantes pruebas de ello, por no mencionar el modo en que sus telas, desde el ya mencionado «Díptic holandés», se conciben como tablillas donde se inscribe, una y otra vez, el camino emprendido por el ansia exploratoria de su autor. Lo ha explicado él mismo en una entrevista con el poeta Alfonso Alegre: «La experiencia que constituye su realización, la lucha de la ejecución material, la intensidad de esa lucha, se integra –en permanente tensión latente– en la obra, como resultado, como parte esencial de ella».

En una anotación fechada en diciembre de 1975, Ràfols-Casamada invoca un sugerente aforismo de Cézanne: «Pintar es pensar con los ojos». El uso del infinitivo pone definitivamente el acento en la acción pero el verbo (pensar) nos remite a una concepción reflexiva, lúcida, del arte. El pintor postulado por Cézanne y evocado por Ràfols-Casamada tiene que ver con el ensayista o pensador en su desprecio por el mundo seco y descarnado de las conclusiones. Amante del matiz y el detalle, no acepta reducir el objeto de su reflexión a un esquema bidimensional que expulsa de su seno al tiempo. Lo que quiere, precisamente, en virtud de ese «hacer» manual que apela lo mismo al intelecto que a la mirada, es integrar el tiempo en el espacio de la obra. Es un tiempo que se proyecta hacia atrás, hasta el momento original de la creación, pero también hacia delante, a fin de confundirse con el tiempo del espectador. En este sentido, toda obra está por hacer en la medida en que necesita del espectador (de su tiempo, de lo que guarda ese tiempo) para concluirse. Esto es singularmente cierto en el caso de una pintura que, como la de Ràfols-Casamada, se plantea como el equivalente del ensayo literario, con sus meandros y apartes casi gratuitos, sus cambios rítmicos y tonales, sus transiciones y soluciones de continuidad. Contemplando sus obras más recientes, se hace evidente que estamos ante un artista a quien ha interesado, desde siempre, explorar la interrelación entre los diversos elementos pictóricos a fin de crear espacios autónomos, plenos de vida propia. Ràfols-Casamada lo explica mejor y más claramente en un pasaje de su diario: «Crear una imagen, en el sentido más amplio tal vez. Transformar una superficie neutra –papel, tela– en una cosa personalizada; una cosa que guste, o emocione, o impresione, o sorprenda; que sea única (insólita) y que valga por sí misma, pero que al mismo tiempo se relacione con la personalidad de quien la ha hecho y con otras obras suyas. Esa imagen será una imagen del mundo del pintor. Es necesario que lo refleje lo mejor posible para que tenga substancia». Fijémonos en que lo importante aquí es el acto de «crear una imagen», una imagen por lo demás «única» en la medida en que ello denota su autonomía. La voluntad mimética se reduce a establecer una correspondencia entre dicha imagen y el «mundo del pintor»: es, por tanto, una imagen de la memoria y la imaginación, el fruto de una alquimia impredecible donde el tiempo juega con la luz de los sentidos.


Blau intens y objectes, 1992


Ràfols-Casamada se mueve desde hace años en la linde misma entre figuración y abstracción, y ha reducido la presencia del mundo objetual a un conjunto variable (pero nunca caprichoso) de formas y contornos sutilmente esbozados. Algunos de los títulos, como los ya mencionados «Aire d’estiu» y «Terra nua», no esconden su deuda con los ritmos y superficies del mundo natural, pero esto no es ni mucho menos la norma. Igual de frecuentes son otros títulos que denotan la fascinación del pintor por los elementos y materiales que maneja: «Accent groc» o «Ritme dins del blau» son ejemplos paradigmáticos en la medida en que rubrican la existencia, en el interior de la tela, de un juego de tensiones, equilibrios y énfasis que se convierte en su razón de ser. El artista convertido en director de escena o incluso en coreógrafo, pues no en vano sus materiales tienen vida para él, le obedecen o desafían según las circunstancias, fuerzan decisiones inesperadas o de compromiso. Así, en su charla con Alfonso Alegre puede afirmar no sólo que «me interesa hacer una pintura que sea sólo pintura, cuyo tema fundamental sea por tanto ella misma», sino que «en mi manera de trabajar hay un diálogo muy directo con la materia pictórica, sin referencias directas a la realidad ni presupuestos que te aten a una idea preconcebida». Con estas palabras, Ràfols-Casamada se declara liberado de todo compromiso con ese concepto resbaladizo de «lo real» que algunos esgrimen todavía como baremo y término de comparación. Es una postura a la que ha sido fiel desde el inicio de su trayectoria artística, pero que la edad ha envuelto en los dones complementarios de la gracia y el juego, como si el trayecto de la experiencia fuera precisamente un regreso al espíritu lúdico de la infancia. Es la gracia y el juego de quien sabe borrar las huellas de su esfuerzo y entregarse a un diálogo desenvuelto con sus propios materiales. Ràfols-Casamada sabe perfectamente, como lo saben los niños, que el juego es una cosa muy seria y que no hay diversión sin reglas. Esas reglas se llaman, en su caso, desafíos («en el origen de la creación de la obra está también la necesidad de plantearte nuevos problemas») y uno puede ver su trayectoria como una cadena de retos a los que trata de dar una respuesta lo más coherente posible. El juego cambia pero no la actitud. La pintura de Ràfols-Casamada es un sostenido ejercicio de fe en el placer y las virtudes de la creación, fuera de todo impulso servil o utilitario. Sé bien que el idealismo que encierra o encarna esta postura no es muy popular y que despierta más suspicacias que adhesiones (como sigue despertando suspicacia entre muchos de nuestros literatos aquel aforismo de Wallace Stevens según el cual «la poesía es el asunto del poema»), pero no cabe dudar de su fuerza y validez. Alguien tan poco sospechoso de elitismo o conservadurismo como Susan Sontag ha escrito hace muy poco que «la sabiduría que llega a alcanzarse a través de una relación profunda, establecida a lo largo de la vida, con lo estético no puede ser reproducida, me atrevo a decir, por ningún otro modo de autenticidad».

Así volvemos, en cierto modo, al punto de partida de este ensayo: esa mezcla medida de presencias y ausencias, de pasividad y actividad, de encarnación y vacío que caracteriza la obra de Ràfols-Casamada y que la permite respirar, envolvernos en su aliento. No a otra cosa nos referimos cuando hablamos de la «atmósfera» de un cuadro. Mirar es dejarse atrapar por lo mirado, vivir en su aire. En este caso, es evidente que estamos ante una obra que ha alcanzado la difícil belleza de la naturalidad, que respira sin esfuerzo ni violencia: el aire de estos cuadros nos subyuga por su limpieza. Entre «Díptic holandés» y «Doble espai clar» asistimos a un lento pero irrefrenable proceso de adelgazamiento y depuración que celebra una y otra vez el poder inagotable de la imagen. El espacio fundado juega así, en forma simultánea, a fijar lo que huye y velar lo que se presenta, haciendo que la tela se convierta en un telar de huellas, de formas presentidas o despedidas, de guías y sugerencias que piden la participación (la reconstrucción) de la mente y la mirada. Por eso ha dicho el propio Ràfols-Casamada que lo importante a la hora de formar el espacio del cuadro es «el color, el color y la textura. Cierta atmósfera creada a través del color. Los contrastes entre lo que podríamos llamar líneas fluctuantes y contrastes definidos; a veces los contrastes son más nítidos y otras más esfumados, esto es una forma en cierto modo de crear proximidad y lejanía, y por lo tanto crear así una sensación de espacio distinta… de espacio-color».


Jardí de nit, 2003


Llegados aquí, no hace falta aclarar que el sentido de esta obra depende en gran medida de la complicidad y la voluntad de comprensión del observador. Un observador que es también un participante, para quien el cuadro es una partitura de estímulos visuales que requiere toda su atención. El cuadro como desafío y a la vez, según dijimos antes, como plano que espera la tercera dimensión de nuestro tiempo. Por ahí entiendo la reflexión de Ràfols-Casamada sobre que «el sentido es más amplio que el significado. El significado requiere la palabra, al sentido no le hace falta». Entendiendo por palabra todo aquello que pertenece al lenguaje visual del pintor, yo precisaría esta afirmación diciendo que el sentido, más que despreciar o ignorar la palabra, se apoya en ella para rebasarla. El sentido es lo que está más allá de la palabra pues necesita de la lectura para cumplirse. El significado está en el diccionario, el sentido en el lector. Cerremos, pues, nuestros diccionarios visuales y entremos sin rodeos en estos cuadros, a fin de dialogar con ellos y suscitar una presencia que nos redima de todas nuestras ausencias.

(2003, 2004)

lunes, diciembre 21, 2009

tomlinson / fragmento de invierno



Te despiertas con las persianas bajas: almenada lluvia
incrustada en los vidrios medievales.
Las verjas chasquean como disparos
cuando las mueves: frágil cargador
que espanta a quince grajos
volando silenciosos y voraces
sobre este fragmento de invierno
que no ha de alimentarles. Se posan a lo lejos,
hurgando en la basura: nada encuentran
sino el filo del aire, la resistencia blanca.
El hierro de las bridas abre surcos
en este áspero abandono
donde vuelves a ver hojas de roble
junto al espino, pues la escarcha
afila sus contornos. En una tela intacta,
de círculos y radios blanqueados
como una rueda hilada,
cuelga una araña, firme, siempre atenta,
ovillada en la máscara mortal del frío.
Y, al regreso, ves destellar la casa
tras su aguanieve rota, traspasada:
las frondas de la escarcha fluyen.


Trad. J. D.


Retomo un viejo poema (de 1963-66, creo recordar) de mi admirado Charles Tomlinson como emblema de este día intensamente invernal, que en Madrid al menos ha traído nieve, cielo gris y un frío húmedo que se cuela entre las ropas y enrojece la piel. Un poema que debería leerse con el crujido de unos pasos en la nieve como ruido de fondo, o bien mirando (admirando) la blancura indiferente de los tejados.


Hoy he visto la cara y la cruz de una misma moneda: la nieve cayendo sobre el agua plomiza del estanque; la lluvia abriendo agujeros diminutos en la nieve, como huellas de pájaros ligeros, casi imperceptibles. Vivimos por unas horas entre dos formas del gris.
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domingo, diciembre 20, 2009

invernal

La pared que da a la calle despide un frío intenso, mineral. No es el alivio, el frescor reconfortante del verano, sino una placa de hielo inhóspito, como entrañado en piedra: ladrillo y cemento, arena y yeso, el blanco rugoso de la pintura. Fuera, las acacias extienden sus largas ramas, cada vez más finas, como una red de nervios que atravesara la carne del aire. La mañana de invierno es esta luz afilada que todo lo recorta, lo adelgaza, lo perfila. Cada cosa encuentra su refugio, el latido secreto en el que se recuesta. La lucidez de estar a la intemperie.

jueves, diciembre 17, 2009

balance

en memoria de Albert Ràfols-Casamada (1923-2009)

Una luz, la de estos días finales del año, gris y tersa y llena de mansedumbre, como la de un objeto metálico largamente usado, o un pomo de hierro que las manos y la intemperie han pulido hasta casi alabearlo, una curva que pasa inadvertida a los ojos y que sólo un sexto sentido –algo entre la memoria y esa visión alerta que dan la tranquilidad, el silencio– es capaz de percibir. Ahora, mientras camino por el Retiro y observo, a lo lejos, la silueta dentada de los tejados de Menéndez Pelayo, el prisma nebuloso de la torre que sobresale entre los pinos, hasta el sol inflamado de la tarde parece dejarse infiltrar por ese brillo mate, suavemente ceniciento, que nos ayuda a reconciliarnos con otro final de etapa, los balances y cálculos que de forma inevitable o inconsciente cultivamos a estas alturas de nuestro cansancio. Ahí está la puerta del nuevo año, la manilla gastada por todos los días que hemos vivido hasta llegar a ella. Moverla no será nada en contraste con la atención que le prestamos, la calma y la energía que derivamos de su contemplación.

martes, diciembre 15, 2009

2 piedras


Frases que surgen como chispas del entrechocar de dos piedras. Aunque antes debes desdoblarte, convertirte en una piedra y otra piedra.

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Todo lo que se resiste a ser interpretado, elucidado, aclarado, todo lo enigmático y lo inaprensible, como una piedra que la boca no se atreve a morder, dura más.

lunes, diciembre 14, 2009

john burnside / piscis

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Le encantaba el húmedo susurro del limo
cuando el agua de la marea se escurría
y el estuario se alzaba hacia la ciudad
entre la luz de cobre,

una gabarra de vidrio y escamas
y madera flotante barnizada de sal,
un círculo que recorría durante millas
buscando conchas

o recogiendo asterias de una sábana
de tensión plateada, intrigada por las huellas
de vísceras, los hilos de la carne exangüe
y formas renacidas que no tenían nombre

pero brindaban parentesco, memoria, pesadumbre,
un pulso entre el agua y su mano,
el tacto de algo antiguo y enterrado en lo hondo,
la visión y el latido haciendo movedizas las arenas.


Traducción J. D.


Ahora que ha llegado de verdad el invierno a esta ciudad mesetaria, echo de menos el color de la estación junto al Atlántico norte, que no es sino una versión más decantada y feroz, como reducida a sus rasgos más esquemáticos, del invierno asturiano. Así que he recurrido a un poema de un viejo conocido de esta página, el escritor escocés John Burnside (1955): un poema marino, de título curiosamente zodiacal, que me ayuda a recordar el parche tensionado de la arena cuando hay marea baja, el gris plomizo de la piedra del muelle y del cielo que la mira o la duplica, el frío en manos y nudillos mientras paseamos junto al agua expectante y nos agachamos para hacer girar esta o aquella concha, este o aquel fragmento de madera, la visión y el latido (dice Burnside) haciendo movedizas las arenas. Aunque el original es, como casi siempre, mejor: heartbeat and vision quickening the sand (la traducción tiene en cuenta que quicksand significa literalmente arenas movedizas, lo que me obliga a una paráfrasis que ojalá no resulte del todo inelegante).

domingo, diciembre 13, 2009

cielo cerrado

Arrecian el frío y las heladas nocturnas y pienso en F. este comienzo de invierno. Hace tres días que no lo veo en su puesto. Tal vez se haya ido al túnel de Pío Baroja, donde puede resguardarse de las rachas de viento. Tal vez haya recalado temporalmente en un albergue. Ha ocurrido otras veces. Regresa afeitado y aseado, con la ropa de siempre lavada o al menos desprendida unas horas de su carne.

Llegó hace cuatro inviernos y se instaló en mitad del bulevar, en el mismo banco donde suele sentarse ahora, debajo de una hilera de acacias que recorren la calle de un extremo a otro y la convierten parcialmente en una extensión del parque.

Cuando apareció vestía ropa deportiva, tenía la cara limpia y afeitada, maneras tímidas de recién llegado; se veía a las claras que la calle era nueva para él, que no había tenido tiempo aún de asimilar su caída. Como mucho, un rastro de hollín en los pantalones, una nube de descuido flotando vagamente en su expresión, delataban que había dormido a la intemperie aquella noche. Apareció y tomó asiento en el banco con una lata de cerveza en la mano; no la ha soltado desde entonces. Cuatro años, cuatro largos inviernos con sus cuatro veranos le hemos visto degradarse lentamente, perder sus facciones originales hasta convertirse en un sin techo más, envuelto en el anonimato de una barba descuidada y unas ropas gruesas que, sin ser andrajos, tienen el color indescriptible de lo que ha olvidado su origen. Un hombre educado, cortés, que muchos días me pregunta de usted la hora o me pide con voz ronca un pitillo. Un día me acerqué a él para oírle mejor y quedé sobrecogido por la telaraña encarnada de sus ojos vidriosos, inyectados en sangre. La piel del rostro se le ha oscurecido y acartonado, enturbiada por el alcohol y la intemperie, cubierta por la mugre y su barba de mujik taciturno.

Desde hace dos años acepta compañeros de desgracia. Al principio tuvo a su lado a un hombre alto y anguloso, de expresión torva, al que llamaba una y otra vez la atención por su comportamiento agresivo. Sus discusiones se oían a través de las ventanas y perturbaban las noches del barrio. Otros, más fugaces o menos memorables, han ocupado el lugar de aquel primer compañero, pero no por mucho tiempo. Parece un hombre orgulloso, empeñado en hacer valer su evidente superioridad con gestos de una cortesía que no puedo calificar sino de didáctica. Así se hace, parece estar diciendo, la gente no tiene por qué aguantar tus groserías. (Esto no le impide orinar contra las acacias cuando hay ocasión, o cruzar la calle con paso chulesco, como apartando los coches que discurren a su lado.) Ha conseguido incluso que algunos vecinos le hagan compañía de vez en cuando, escuchando con paciencia sus peroratas entrecortadas, asintiendo cuando él remacha con aire ausente una certeza incuestionable. Confieso mi incapacidad para sumarme a ellos. A lo más que he llegado, fuera de la consabida limosna, es a comprar un paquete de tabaco para poder darle un pitillo cuando me lo pide. Sólo así, bajo el disfraz del trueque, me permito una cercanía incómoda. Él también desconfía, huele mi repugnancia y la resiente sin disimulo; su habitual suspicacia se convierte aquí en lucidez.

Miro por la ventana. F. sigue sin aparecer. Ahora es un perro el que orina en el tronco que hay junto al supermercado, quizás animado por rastros anteriores. Un poco más allá, en un banco cercano, un grupo de muchachos combate el frío bebiendo alcohol en vasos de plástico. Parecen eslavos, tal vez polacos, los mismos que suelen frecuentar el locutorio de la esquina. Ha empezado a cerrarse el cielo, nubes que oscurecen la acera y las ramas harapientas de las acacias. Por su bien, espero que regrese mañana.

jueves, diciembre 10, 2009

3 retratos


Con cada desengaño era más libre. No quería ligarse a mí, sino que la decepcionara lo mismo que los anteriores, como si sólo de este modo, confirmando mi falta de adecuación, pudiera confirmar su antigua libertad.

*

Se diría que sólo cediendo en lo superficial, en lo accidental, puede seguir siendo firme en lo esencial. Si trasladara esa firmeza a lo exterior, a lo que apenas roza su espíritu, lo que vive adentro quedaría incontaminado, se pudriría en su soledad.

*

Se vacía en aquellos que tiene alrededor, se vacía en quienes se le parecen pero son inferiores a él. Se vacía hasta ser ellos sin que ellos puedan ser él. Es su castigo, por ser mal maestro. Es su castigo, por ser malos discípulos.

martes, diciembre 08, 2009

cummings / poema


Creo que nunca traduciré la poesía de e. e. cummings de manera ordenada o sistemática. Como mucho, un poema de vez en cuando, como un regalo que uno se hace por sorpresa, un capricho. Su encanto, al menos para mí, reside precisamente en el carácter imprevisible de su escritura, en su libertad suprema, capaz de tocar todos los asuntos y convertirlos, por efecto de su chisporroteo verbal, en fragmentos de una constelación luminosa, asteroides que cruzan el cielo de la página y estallan entre los ojos. Lo que aprecio de cummings, en última instancia, es su capacidad para tocar asuntos que la vanguardia parecía haber desdeñado o desatendido (el amor, el deseo, las ondas sísmicas del tacto y la pasión erótica) y darles siempre una nueva vuelta de tuerca, un tratamiento que nunca es previsible o sentimental, aunque beba directamente de la poesía clásica, de Catulo a Whitman pasando por Shakespeare. Como Whitman, cummings es un norteamericano al que no le asustan el cuerpo ni sus festejos íntimos: pies, manos, dedos, labios, ojos, brazos y piernas comparecen una y otra vez, magnificados por la cercanía erótica, en esta celebración vital de la que el poeta destierra todo asomo de culpa, de inquietud. Aquí no hay pecado, sólo la imagen de una inocencia que pasa de largo ante las aduanas del intelecto y planta sus tiendas, como hacía Blake, en el territorio de los sentidos y la alegría física, pues, como se dice en este poema, «aunque… la vida no sea,no dejará de dar besos».



Tus dedos hacen flores tempranas

Tus dedos hacen flores tempranas
de cualquier cosa.
tu cabello las horas aman sobre todo:
suavidad que
canta,diciendo
(aunque amor sea un día)
no temas, saldremos de cortejo.

tus blanquísimos pies flamantes se extravían.
Siempre tus
ojos humedecidos juegan a darse besos,
cuya extrañeza mucho
dice;cantando
(aunque amor sea un día)
¿a qué muchacha traes flores?

Ser tus labios es algo dulce
y pequeño.
Muerte, te llamo rica más que cualquier deseo
si esto atrapas
perdiendo lo demás
(aunque amor sea un día
y la vida no sea,no dejará de dar besos).


Trad. J. D.


El original, aquí.

sábado, diciembre 05, 2009

plantar cara

7de7, la espléndida revista virtual del poeta y crítico Marcos Canteli, estrena nuevos formato y cabecera con textos de y sobre José-Miguel Ullán, Eloísa Otero, Esther Ramón, Fruela Fernández, Javier Vela y Juan Soros, entre otros. Uno de ellos es «Plantar cara», el breve escrito (apenas tres folios) que leí ayer en el homenaje que tributamos a José Ángel Valente en el Centro Cultural del Círculo de Lectores en Madrid. En realidad, no es más que un apunte personal sobre «Lo sellado», poema de El inocente que siempre me ha intrigado por su cortante ironía, su furia contenida. Gracias, Marcos, por tu generosa hospitalidad.

El acto, por cierto, resultó muy bien; quizá demasiado largo para algunos (casi dos horas, incluyendo el epílogo musical), permitió sin embargo la convivencia de acercamientos y asedios muy distintos. Una forma de demostrar, de nuevo, que la gran poesía acoge y espolea a los lectores más diversos, como un prisma que recibe y devuelve la luz desde cualquier ángulo.

jueves, diciembre 03, 2009

quien

Quien escribe como si pintara en el aire la puerta por donde salir o huir de sí mismo. No se da cuenta de que la puerta sólo conduce al punto de salida, pero una salida donde las palabras que acaba de emplear han perdido mucho de su poder, de su capacidad curativa.

*

Quien escribe como si extendiera un lecho de brasas ardientes sobre la página. Pero luego pretende que sean los demás quienes lo atraviesen.

miércoles, diciembre 02, 2009

presencia de josé ángel valente


Sí, no se puede negar: la convocatoria cae en uno de los peores días del año, nada menos que víspera del puente de la Constitución. Pero, como se suele decir, es por una buena causa. El próximo viernes, 4 de diciembre, a las 19.30 h., en el Centro Cultural del Círculo de Lectores (Calle O’Donnell, 10, 28009 Madrid), un grupo de poetas y críticos más o menos jóvenes (en ese menos me incluyo) rendimos homenaje a José Ángel Valente con motivo de la publicación del segundo volumen de sus Obras completas. Participamos Marta Agudo, Jordi Doce, Manuel Fernández Casanova, José Luis Gómez Toré, Antonio Méndez Rubio, Carlos Peinado Elliot, Esther Ramón y un servidor, con Claudio Rodríguez Fer y Andrés Sánchez Robayna de maestros de ceremonias. Cada cual leerá en público un brevísimo texto (no más de dos folios y medio) a partir de un poema de Valente escogido para la ocasión. No haya miedo: prometemos ser concisos y amenos. El día lo merece y casi lo exige, a la vista de que casi todo Madrid piensa marcharse de puente. Pero si alguno queda rezagado, sabe que lo acogeremos con los brazos abiertos.