sábado, abril 28, 2012

álvaro valverde





En el otoño de 1994 publiqué mi primer libro de poemas. Se llamaba La anatomía del miedo, había merecido el Antonio González de Lama el año anterior y vio la luz en una edición feamente institucional del Ayuntamiento de León; uno de esos libros de poesía, tan abundantes por otra parte, que obtenían algún premio y terminaban pudriéndose en los sótanos de un edificio administrativo. Recuerdo mi desencanto cuando supe que el libro no lo publicaría la legendaria colección «Provincia» (no sé por qué, me había hecho esa ilusión), y también con que obstinación presioné al responsable de cultura del ayuntamiento para que me reservara cuatro o cinco cajas del libro: doscientos o trescientos ejemplares, ya no recuerdo, que cargué en el maletero del coche y procedí a enviar a todos los rincones del país. En aquella época anterior al correo electrónico y el Facebook no era fácil hacerse con las señas postales de los poetas a los que uno admiraba (había que solicitarlas a amigos comunes, trabajar con listados de dudoso origen), y uno gastaba un tiempo precioso en sondeos y averiguaciones que en ocasiones tampoco garantizaban nada.

No sé cómo logré las señas de Álvaro Valverde (Plasencia, 1959). Dos o tres años antes había leído con entusiasmo Una oculta razón, su segundo libro, premio Loewe en 1991, y pensé sinceramente que aquellos poemas míos, llenos de intensidad juvenil y torpeza formal, podían interesarle; compartíamos, como poco, una misma pasión escenográfica, el gusto por contar los fragmentos o el claroscuro de una historia... Fue más que eso. Álvaro respondió con una carta generosa y amabilísima, en la que tenía la delicadeza de pasar por alto los defectos del libro y subrayar sus aspectos más atractivos o promisorios. Fue, creo, junto con Jorge Riechmann, el único de los poetas a los que yo leía asiduamente que respondió a mi envío con algo más que un seco acuse de recibo.

De aquella carta arrancó una relación, al principio epistolar, que no ha dejado de prolongarse y ramificarse desde entonces. Durante el resto de aquella década las cartas entre Sheffield, Plasencia y Oxford menudearon con una frecuencia que nos permitió conocer de primera mano la creación de nuestros libros respectivos. En algún momento reseñé su Ensayando círculos en Cuadernos Hispanoamericanos y brindé por él cuando quedó finalista del Café Gijón de Novela por Las murallas del mundo. El encuentro personal, sin embargo, tuvo que esperar a la primavera de 2001, y fue en mi Gijón natal, donde él y Yolanda, su esposa, tenían familia. Como sucede siempre que uno ve en persona a alguien con quien se ha escrito mucho, el encuentro empezó con algo de prudencia y hasta de aprensión, pero no tardó en adoptar el mismo ritmo vivo y cordial de las cartas. Dos tímidos como nosotros no se merecían menos. Supongo que yo hablé más de la cuenta (siempre lo hago) para disipar los nervios y que él mantuvo su reserva habitual, ese fondo de pudor y laconismo que sus amigos conocemos bien y por el que a veces cruzan unas pocas chispas de ironía marca de la casa que son, en realidad, su forma de autodefensa.

Los años nos han ido deparando nuevos encuentros, a veces en contextos de trabajo algo insospechados. Nunca olvidaré que cuando me vi fuera de Letras Libres, allá por el otoño de 2004, Álvaro me llamó para que le ayudara desde Madrid con la organización de los Premios a la Creación de la Junta de Extremadura. Fue, como se suele decir, un gesto providencial, una muestra de cariño y confianza que nunca terminaré de agradecerle. Años después, Antonio Franco nos propuso desde Mérida codirigir la colección de poesía «Voces sin tiempo» de la Fundación Godofredo Ortega Muñoz. Nos dio tiempo a publicar sendos libros de Philippe Jaccottet y Mario Luzi en edición bilingüe, luego la dichosa crisis intervino y ahora andamos a la espera de que la niebla se disipe para remprender el viaje. En fin, resumiendo, que si Extremadura es una de mis referencias sentimentales, un lugar al que siempre me apetece ir, donde me siento como en casa y entre amigos con los que puedo charlar y compartir inquietudes (Miguel Ángel Lama, Elías Moro, Antonio Reseco, José María Cumbreño o Daniel Casado, entre otros), es sin duda gracias a mi amistad con Álvaro. (No me olvido de nuestro querido y llorado Ángel Campos, a quien veo siempre charlando con inteligente malicia por las calles de Badajoz, hace ya diez u once años.)

Muchas veces, a lo largo de este tiempo, le he insistido a Álvaro en la necesidad de preparar una antología de sus poemas. Sus libros, publicados en Visor, Hiperión y Tusquets, no han estado ni mucho menos ausentes de las librerías y las mesas de novedades, pero se imponía, me parece, la necesidad de echar la vista atrás y hacer balance, un alto en el camino. Fuera de otras consideraciones, hablamos de una obra hecha, cumplida, una de las más personales y necesarias de nuestra poesía. Gracias a la editorial La Isla de Siltolá y su responsable Javier Sánchez Menéndez (con la inestimable ayuda de Abel Feu), ese viejo afán nuestro se ha hecho realidad. El resultado es Un centro fugitivo. Antología poética 1985-2010, un exquisito volumen de poco más de doscientas páginas en el que ofrecemos una panorámica tan amplia como exigente de su poesía. Se compendian aquí veinticinco años de escritura (los dos compartimos el amor por los números redondos) precedidos por un breve estudio de introducción en el que he intentado, mal que bien, desvelar algunas de sus claves: su tono meditativo, el uso de una dicción escueta y sobria, poco amiga de alardes expresivos o vuelos metafóricos, su pasión terrestre, el modo en que una y otra vez ilumina, bajo el horizonte de la memoria, la relación entre el sujeto y su entorno... La preparación final de este libro nos ha llevado todo el invierno (un invierno de relecturas y revisiones, de mensajes y preguntas interminables, de dudas y conclusiones siempre interinas), a tiempo para que el fruto vea la luz en primavera, en plena Feria del Libro de Plasencia, donde lo presentaremos el próximo jueves 17 de mayo con una conversación pública que será –o así me lo parece– el reverso de la que mantuvimos, hace cosa de tres años, en Villanueva de la Serena.

Será también, por cierto, ocasión de saldar una vieja deuda. Porque la triste realidad es que no he estado nunca en Plasencia ni conozco de primera mano el paisaje y la atmósfera que alientan detrás de la poesía de Álvaro. Esta omisión me resulta incomprensible y hasta me avergüenza un poco. Es hora de repararla. Así que este próximo 17 de mayo viajaré a Plasencia con la impresión, nada exagerada, de estar cumpliendo un peregrinaje. O de honrar una amistad que no en vano alcanzará, el otoño que viene, su mayoría de edad.

Cierro esta nota con el último poema del libro, un inédito que de algún modo hace de cifra y conclusión (provisional) del viaje que Álvaro inició hace treinta años. Los que le hemos ido acompañando en este viaje como lectores sólo podemos alegrarnos de que siga aquí, siempre alerta, algo aturdido como todos por el paso del tiempo pero con la fe y la pasión intactas. Que sea por muchos años.


aquí

Estás sentado solo frente al valle
con un libro en las manos
que abandonas a ratos
para poder mirar,
con la calma debida,
cuanto la vista alcanza.
Suena el silencio. A veces,
el rumor de las ramas
o el canto intermitente de algún pájaro.
Respiras hondo. Ves.
Aprecias uno a uno los momentos
que te concede este vivir al margen.
No haces tuya la queja
de los que quieren irse
pero que aplazan siempre
la ocasión de su huida.
Permaneces aquí
por propia voluntad:
es éste tu lugar.
Tú eres de él.


martes, abril 24, 2012

un poema de james tate





enseñando al simio a escribir poemas

No les fue difícil
enseñar al simio a escribir poemas:
primero le sujetaron con correas a la silla
y luego en la mano le ataron un lápiz
(la hoja ya estaba clavada en la mesa).
El doctor Agujazul se inclinó sobre su hombro
y le susurró al oído:
«Pareces un dios, aquí sentado.
¿Por qué no intentas escribir algo?»



Escuché a James Tate (1943) hace cosa de catorce años, en una lectura conjunta con John Ashbery que sirvió de clausura a un congreso sobre las relaciones entre la poesía británica y la estadounidense organizado por el University College de Londres. Una ocasión que siempre recordaré con perplejidad; entre las decenas e incluso cientos de asistentes anglos sólo había cuatro «extranjeros»: dos estudiantes polacas con sonrisa de manifiesta desesperación (que iba aumentado conforme pasaba el tiempo), mi buena amiga Cristina Fumagalli (autora, por cierto, de un libro fundamental sobre Walcott y Heaney, The Flight of the Vernacular) y un servidor. Fuimos ignorados de manera rotunda y reiterada durante dos días y medio, como plebeyos que se hubieran colado en un baile de sociedad de una novela de Jane Austen. Todo el mundo, hasta algún viejo profesor nuestro, tenía demasiada prisa para conversar o intercambiar impresiones con aquellos intrusos. Cosa terrible es que el inglés medio decida hacerte el vacío; si son multitud, hasta la autoestima más acrisolada empieza a derrumbarse. Por suerte, Cristina y yo establecimos un frente latino de maledicencia y desdén preventivos que nos ayudó a salir del trance con la dignidad más o menos intacta.

Recuerdo a James Tate como telonero y asistente de un Ashbery algo bebido y como autor de un puñado de poemas chistosos y vagamente surrealistas, con algo del Alberti de Yo era un tonto… Me encuentro de nuevo con él leyendo un artículo reciente de Charles Simic (en realidad, una entrada de su blog en The New York Review of Books) en el que el autor de Una mosca en la sopa revela que su lugar favorito para escribir es la cama; es donde la conciencia, explica, parece relajarse y flotar con ágil sonambulismo entre imágenes y palabras, y es también un lugar que no convoca, como sí hace el escritorio, el fantasma de la impostura: «Sentado a una mesa no puedo evitar sentir que interpreto a un papel». Cita en su apoyo este breve poema de Tate, «Enseñando al simio a escribir poemas», en el que «soy a la vez el mono y el científico loco que experimenta con él», y que es una crítica nada sutil (muy digna de Parra, por cierto) a esa visión del poeta como demiurgo o pequeño dios parapetado en su mesa. Releyendo este y otros poemas de Tate, me doy cuenta de que quizá fui algo injusto con él; también es verdad que su lectura, más propia de un humorista en El club de la comedia, me despistó por completo.

El original, aquí.

lunes, abril 23, 2012

eco

.
Entre dos siestas de lobo, el poeta Arturo Tendero escribe desde Albacete sobre Conjeturas y esperanza, la antología de John Burnside. Me ha encantado el paralelismo (la convergencia) con el gran César Simón. Al cabo, las afinidades se imponen. Gracias, Arturo.

domingo, abril 22, 2012

en el desierto puedes recordar tu nombre




Seductora predilección de ciertos espíritus por el desierto, ese paisaje vacío y desolado donde la vida juega a desdecirse, como si sólo en él, bajo su cielo protector, descubrieran el peso y la valencia de su andar, o –valga la paradoja– como si sólo en lo ilimitado fueran capaces de vislumbrar sus propios límites.

sábado, abril 21, 2012

el cuaderno / segunda etapa

.
.


El 16 de octubre del año pasado nacía El Cuaderno. Y nacía con apellidos: Semanal de Cultura de La Voz de Asturias. Medio año después, con profunda tristeza y todavía con incredulidad, tenemos que prescindir de ellos. Al cabo de meses de incertidumbre, y a pesar del admirable esfuerzo de sus trabajadores y de las gestiones contrarreloj de sus directivos, una cabecera histórica de la prensa española desaparecía ayer de los kioscos después de casi 90 años de existencia, dejando un hueco mayúsculo en la vida diaria de muchos asturianos. Culminaba así con el peor remate posible el proceso desencadenado tras el concurso de acreedores solicitado el pasado enero por Mediapubli, la última propietaria del diario asturiano.
En este durísimo trance, el consejo editorial de El Cuaderno quiere transmitir en primer lugar todo su apoyo y solidaridad a los profesionales de La Voz de Asturias y desearles lo mejor en mitad de un panorama que no invita al optimismo, pero que necesita más que nunca de un periodismo riguroso, crítico y con verdadero sentido del servicio público. Y también quiere agradecer de corazón al diario con el que nació y ha crecido en sus primeros y decisivos meses la receptividad, la libertad y el entusiasmo con los que ha acogido durante este tiempo nuestras páginas. Es una filiación que El Cuaderno llevará siempre orgullosamente consigo. Esperamos seguir siendo depositarios, de un modo u otro, de los mismos valores periodísticos, políticos y sociales que han sustentado la labor de La Voz de Asturias, en particular en sus últimos tiempos.

Porque, ahora sin más apellido que el de Semanal de Cultura, El Cuaderno sigue adelante. Lo hace en la convicción de que hoy tiene aún más sentido que hace seis meses defender la divisa –Crear, divulgar, resistir- con la que se presentó en su primer número. También con el saldo de estos primeros 26 domingos: un recorrido muy breve, sin duda, pero en el que, con toda modestia y sin triunfalismos, creemos haber dado forma a un proyecto y haber recibido desde el primer día el calor y el respaldo de los lectores y de los muchos  colaboradores que con toda generosidad han seguido apoyando la publicación en los momentos difíciles.
Todo ello justifica un esfuerzo de continuidad que es también nuestra mejor forma de gratitud. Un esfuerzo que, en principio, tomará una dirección que siempre tuvimos en la agenda y que los rigores de la supervivencia habían bloqueado hasta ahora: a partir del número 27, El Cuaderno llegará puntualmente cada semana a sus lectores vía internet en forma de un archivo descargable y gratuito en formato PDF en el blog http://elcuadernoculturaldelavoz.blogspot.com.es.
Nuestra intención es mantener tanto el espíritu como el diseño de la publicación, pero introduciendo algunas mejoras que faciliten su difusión y lectura en soportes digitales. En esta segunda etapa desarrollaremos progresivamente, además, la aspiración de convertir El Cuaderno en el centro de un proyecto, y no solo digital, que vaya ampliando y enriqueciendo sus contenidos y del que iremos informando en fechas próximas.
El número 27, un monográfico dedicado al festival LEV y correspondiente al domingo 22 de abril, está ya disponible directamente en este formato descargable y mantiene, a modo de homenaje y gratitud, la referencia a La Voz de Asturias en su cabecera.
Esperamos seguir gozando de vuestra compañía en nuestra segunda etapa y os rogamos la máxima difusión de este comunicado entre vuestros contactos. La necesitamos.
El consejo editorial de El Cuaderno
(Juan Carlos Gea, Álvaro Díaz Huici, Julio César Iglesias, Juan Cueto,
Miguel Barrero, Elena de Lorenzo, Jaime Priede y Jordi Doce)

viernes, abril 20, 2012

perdóname, o 3 variaciones...


… sobre un poema de William Carlos Williams


He matado
al elefante
que pastaba en
la sabana

y que
sin duda
me tenían reservado
desde hace días

Perdóname
era tan grande
y estaba
tan a tiro

*

He pasado seis días
en Botsuana
invitado
por mi amigo sirio

el mismo
que trabaja
para el
lobby saudí

Perdóname
no sé lo que hago
y me encanta
viajar de morro

*

Me tomé
una semana libre
sin avisar
a nadie

total
conmigo o sin mí
la cosa no
tiene arreglo

Perdóname
no era lo previsto
y quién iba a pensar
que ese peldaño


domingo, abril 15, 2012

con ted hughes



  douglas white | elephant totem song

  
No me gusta saltarme una regla no escrita de esta bitácora según la cual tiene que haber algo de variación en las entradas, pero esta vez, dadas las circunstancias, creo que voy a darme el gusto de colgar dos traducciones seguidas. Si ayer fue Dorothea Tanning, hoy le toca el turno a Ted Hughes y un poema, «Crow’s Elephant Totem Song», que traduje en su día para Cuervo (Hiperión, 1999) y que ahora reaparece ligeramente revisado (los años no pasan en balde) como lectura oblicua y hasta melancólica de lo real.



canción totémica del elefante, por cuervo

Hace mucho tiempo
Dios creó a un elefante
Y era tierno y delicado
Nada estrafalario
Nada melancólico

En la maleza las Hienas cantaban: Eres hermoso…
Exhibían sus muecas y hocicos calcinados
Como muñones descompuestos
Envidiamos tu gracia
Al bailar entre los espinos
Oh llévanos contigo al Reino de la Paz
Oh mirada inmortal de inocencia y bondad
Líbranos de los hornos y la furia
De nuestros rostros renegridos
Estos infiernos nos consumen
Nuestros dientes son rejas
La muerte un constante enemigo
Grande como la tierra
Fuerte como la tierra.

Y las Hienas corrieron a esconderse en la cola del Elefante
Como en un paraguas de goma
Y él caminaba alegre por el mundo
Pero no era Dios no ni estaba en su poder
Corregir a los condenados
Cegados por la ira la locura
Encendieron sus bocas le abrieron las entrañas
Lo partieron en múltiples infiernos
Para gritar sus muchas partes
Devoradas, hinchadas
En una procesión de risas infernales.

En la Resurrección
El Elefante corrigió sus piezas
Ensambló patas como planchas
Y un cuerpo a prueba de colmillos
Huesos blindados, un cerebro irreconocible
Y ojos de anciano, sabios y traviesos.

Y ahora el Elefante, ingrávido y enorme,
Cruza la claridad anaranjada y la penumbra azul del más allá
Como un sexto sentido andante
Y en dirección opuesta y paralela
Al pie de un horizonte deshojado que tiembla como un horno
Van las hienas, insomnes,
Galopan entre azotes
Doblan sus banderas de parias
Contra vientres hinchados de risa putrefacta
De ronchas negras y derrames
Y cantan: «Nuestra es la tierra
Encantada, y bella
Es la infecta boca del leopardo
Y las tumbas de la fiebre
Pues eso es cuanto tenemos…»
Y vomitan su risa.

Y el Elefante canta en lo más hondo de la selva
Sobre un astro de paz indolora y eterna
Pero ningún astrónomo sabe dónde encontrarla.



El original, aquí.

sábado, abril 14, 2012

dorothea tanning / poema



Dorothea Tanning, Casiopea


mujer saludando a los árboles

Lo normal es que nadie
se dé cuenta al principio.
Me ha dado por maravillarme
de los árboles del parque.
Algo puedo deciros:
son hermosos
y lo saben.
También están exhaustos,
cientos de años
atascados en el mismo lugar:
hermosos paralíticos.
Cuando estoy a sus pies
sienten que los observo,
miran cómo agito mi necia
mano, y envidian la alegría
de ser un blanco móvil.

Los ociosos que pueblan los bancos
empiezan a fijarse.
«Hay gente para todo…»,
se oye decir.
Muchos tienen los ojos
perdidos en el suelo,
como si de verdad no hubiera nada
que mirar, hasta que
ahí va esa mujer
saludando a las ramas
de estos viejos árboles. Alzad
la frente, amigos, mirad arriba,
puede que veáis más
de lo que nunca os pareció posible,
justo ahí donde algo
la saluda tal vez para decirle
que ha visto lo maravilloso.



El pasado 31 de enero, justo un día de antes de que muriera la poeta Wislawa Szymborska, falleció en Nueva York la pintora, escultora y escritora norteamericana Dorothea Tanning. Tenía 101 años y sólo unos meses antes había publicado en Graywolf Press su segundo libro de poemas, Coming to That. Un libro de una vitalidad, una frescura y un buen hacer absolutamente excepcionales en alguien de su edad. No en vano, cuando publicó su primer poemario, A Table of Content, en 2004 (¡a los noventa y cuatro años!), ella se autodefinió con humor como «la más vieja de los nuevos poetas emergentes».


Foto de Peter Ross, 1998


Tanning (nacida en 1910 en un pueblo de Illinois) conoció a Max Ernst en 1942, en Nueva York, y juntos vivieron en Estados Unidos y en Francia hasta la muerte del pintor alemán en abril de 1976 (se habían casado oficialmente en Beverly Hills en 1946, en una ceremonia doble en la que también contrajeron matrimonio Man Ray y Juliet P. Browner). Aunque Tanning se había hecho ya una reputación como ilustradora y pintora de vanguardia durante los años previos a la Segunda Guerra mundial, las tres décadas y media que pasó con Ernst fueron decisivas para su arte. A la muerte de Ernst, cerró su estudio en la Provenza y volvió a Estados Unidos, donde siguió pintando y se convirtió en una de las grandes damas de la escena artística neoyorquina. Allí, animada en gran medida por su amistad con el poeta James Merrill, comenzó a escribir poemas. Una escritura llena de plasticidad y sabiduría vital, teñida de humor lúcido y una perspicacia poco frecuente para capturar atmósferas, luces y sombras, los infinitos matices de las relaciones humanas, el diálogo entre viejos y jóvenes… Una poesía, también, llena de inventiva formal pero siempre accesible, transparente, capaz de hacer brillar sin raros esguinces las escamas de esos peces escurridizos que son las palabras. Algo de esa transparencia es la que uno percibe en los muchos retratos fotográficos que aparecen en su página web, algunos firmados por nombres tan ilustres como Ray, Cartier-Bresson, Hans Namuth o Sylvia Plachy, y en los que aparece siempre diez o quince años más joven, con una rara viveza acentuada por su saber vestir, esa elegancia de ciertos artistas que se adivina innata.

La muerte de Tanning ha pasado un poco desapercibida, al menos en Europa, y supongo que en parte es debido al fallecimiento, apenas un día después, de la gran Szymborska. Pero la vida de esta pintora y poeta es apasionante (la cuenta de forma memorable en sus memorias, Between Lives) y a mí me sigue asombrando la mera existencia de sus versos, escritos por alguien que había rebasado los noventa años y que sin embargo mostraba el entusiasmo y el vigor de una estudiante. Un ejemplo perfecto es este poema, «Woman Waving to Trees», que llevaba días rondándome, pidiendo ser traducido: tiene la mezcla perfecta de levedad (humorística), precisión y trascendencia que caracteriza toda su obra. Tenía otro candidato (bastante obvio en estas fechas), «No Snow», una serie de cuatro poemas breves sobre la esperanza de ver nieve en abril después de un invierno de secano, pero al final me quedé con esta mujer saludando a los árboles. Es un modelo, otro más, de cómo se puede hacer gran poesía, profunda, iluminadora, a partir de una anécdota en apariencia trivial.

El original, aquí.