miércoles, noviembre 27, 2013

w. g. sebald / 2 poemas ingleses





Recuerdo

que un día
un año después
de la caída del
imperio soviético

compartí un camarote
en el ferry
de Hoek
van Holland con

un camionero
de Wolverhampton.
Él & otros
veinte debían

llevar camiones
obsoletos
a Rusia pero
aparte de eso

no tenía ni idea
de adónde se
dirigían. El capataz
estaba al mando &

en cualquier caso era
una aventura
dinero fácil & ya sabes
dijo el conductor

fumándose un Golden
Holborn en la litera
de arriba antes
de dormirse.

Aún puedo oírle
roncando mansamente
toda la noche,
verle por la mañana

bajar la
escalerilla: grandes
calzones negros,
enfundarse la

sudadera, la gorra
de béisbol, ponerse
los vaqueros & las deportivas,
cerrar la cremallera

de su bolsa de plástico,
restregarse la cara
sin afeitar con ambas
manos, listo

para el viaje.
Me daré una
ducha en Rusia
me dijo. Yo

le deseé
buena suerte. Él
respondió un gusto
conocerte Max.



Ola de calor en octubre

Desde el paso elevado
que conduce
al túnel Holland
vi
el disco rojo
del sol
levantándose sobre
la ciudad prometida.

Poco después
del mediodía
el termómetro
marcaba ochenta y
cinco & una neblina
azul metálica
colgaba sobre
las torres relucientes

al tiempo que en la conferencia
sobre el cambio climático
de la Casa Blanca el
presidente escuchaba
hablar a los expertos
sobre la conversión
del alga verde
en biocarburante & yo

yacía en la penumbra
de mi cuarto de hotel
muy cerca de Gramercy
soñando a través
del fragor de Manhattan
con un gran río
que corría hacia
una catarata.

Por la noche
en una recepción
me quedé todo el rato
junto a un gran ventanal abierto
& sentí lástima
del árbol tullido
que crecía en un tiesto
en el patio.

Prácticamente des-
hojado era
de una especie
incierta, su tronco
& sus ramas
envueltos por
cables con pequeñas
bombillas eléctricas.

Una joven
se me acercó
& me dijo que aunque
estaba de vacaciones
se había pasado
el día entero en
la oficina
que a diferencia

de su piso tenía
aire acondicionado &
era fría como la
morgue. Allí,
me dijo, soy
feliz como una ostra
abierta
sobre un lecho de hielo.

6 de octubre 1997


Trad. J. D.


En Across the Land and the Water: Selected Poems 1964-2001 (Penguin, 2012), amplia selección de los poemas de W. G. Sebald (1944-2001) que ha editado y traducido con buen criterio el escritor escocés Iain Galbraith, se incluye un pequeño apéndice con dos poemas que Sebald escribió originalmente en inglés a mediados de los años noventa: «I Remember» y «October Heat Wave». Comparece en ellos una respiración y una estructura versal análogas a las de su poesía en alemán, pero aligeradas por una relación algo más distante o mediada con la palabra. Se mantiene su ironía compasiva, la tensión con que lee en el paisaje los signos de la historia y el presente, pero pierde fuerza su ardor etimológico, ese afán por crear nudos de ambigüedad y alusión que distingue a los poemas que escribió en su lengua materna. Más directos, más puramente sugestivos, estos dos poemas «ingleses» de Sebald tienen mucho de entrada de diario o de cuaderno de viaje y ofrecen otra versión de la perspectiva de observador, de testigo en segundo plano, que suele adoptar en su prosa: nacidos de la perplejidad, del extrañamiento, nos ofrecen, curiosamente, la veta quizá más doméstica y cercana de su obra.



lunes, noviembre 25, 2013

heaney / tres instantáneas





El pasado miércoles 20 de noviembre se celebró en la Residencia de Estudiantes un encuentro en memoria del poeta Seamus Heaney. Se trataba, en realidad, de leer algunos de sus poemas en inglés y en español, de compartir anécdotas curiosas o significativas, y también (quizá lo más importante) de rescatar viejas grabaciones en vídeo donde Heaney lee poemas y habla de poesía con su habitual finura, esa capacidad suya para pasar en un instante de la declaración seria al guiño travieso, subrayando la hondura o pertinencia de sus apreciaciones con una pequeña broma. Sólo leí dos de estas tres instantáneas: la primera me parecía demasiado extensa y hasta impertinente en el contexto del salón de la Residencia. La comparto ahora en esta bitácora, como un saludo final a quien tanto hizo por, desde y en la poesía. Descanse en paz.


córdoba, abril de 2008, cosmopoética. Era la hora del almuerzo (esos almuerzos tardíos y algo desaforados de los festivales) y seguía esperando el segundo plato cuando uno de los organizadores se acercó para decirme que Heaney había llegado al hotel y quería verme para preparar la lectura de aquella noche, en la que yo leería la traducción española de sus poemas. Un aviso que interpreté como una orden. El hotel estaba en la otra punta de la ciudad, pero si uno seguía el curso del río era un trayecto diáfano, sin pérdida. Iba tan absorto, tan inquieto por la aprensión, que apenas me fijé en los nubarrones, el cielo negro a punto de estallar en una tormenta. Digo mal: no tormenta, sino una tromba feroz, cerrada, implacable, que me obligó a correr como un sprinter. Cuando llegué al hotel, diez o quince minutos más tarde, estaba empapado de la cabeza a los pies, chorreando como un besugo y jadeando ruidosamente. Evité como pude la mirada del recepcionista y me dispuse a esperar la llegada del ascensor. Y entonces, al abrirse la puerta, lo primero que vi fue a Heaney mirando al frente con unos papeles y un libro en la mano. Y lo primero que vio Heaney fue a un huésped del hotel a punto de diluirse en un charco del piso. Me quedé inmóvil. Él frunció el ceño, sonrió con sus ojos achinados, extendió el dedo índice de la mano derecha y preguntó: ¿Chóodi? Yo asentí y dije a mi vez: ¿Séimus? Él entonces soltó una carcajada y dio un paso hacia adelante. Fue un segundo: vi que me daba una mano y que la otra, la que aferraba libro y papeles, se dejaba caer sobre mi hombro, como si quisiera reforzar el saludo con un gesto a medio camino del abrazo. Y ahí se quedó. Reprimí el instinto de retroceder para no llenarle de agua, y sólo atiné a murmurar: I think I’d better have a shower and change… Él soltó una segunda carcajada y dijo: I’ll wait for you in the bar. Y allá se fue, con una mancha de agua en sus papeles y secándose la mano en el bolsillo del pantalón. Tres segundos más tarde, mientras el ascensor echaba a andar, pensé que si la primera impresión es determinante, yo no lo habría hecho mejor ni ensayando.

*

madrid, febrero de 2009. Aún recuerdo cómo Heaney nos pidió, el primer día de su visita al Círculo de Bellas Artes, ver la sala donde iba a celebrarse su lectura: entró solo y dedicó unos minutos a pasear en silencio de un rincón a otro, ajustando el atril y el micrófono, tomando buena nota de la disposición de las sillas, haciendo una fotografía mental a la que poder recurrir en los momentos de ansiedad previos al acto. Luego, cuando tuvo que enfrentarse a sus oyentes, mostró la desenvoltura de un actor o un comediante; no vi rastro de inquietud ni de solemnidad impostada en sus maneras, y sí una mezcla experta de concentración y alegría, de respeto y entrega seductora. Las risas ocasionales del público no impidieron que una sola corriente de energía nos envolviera de principio a fin, facilitando la concentración, estableciendo ese vínculo de complicidad (de entendimiento) entre poeta y oyente sin el cual no hay lectura que se sostenga. Fue un buen ejemplo, un modelo indudable de lo que él mismo llamó «the sense of the occasion», el sentido o la importancia del momento, cierta actitud de atención y recogimiento que reconoce que algo, en efecto, está ocurriendo o va a ocurrir, aunque dure unos minutos, aunque implique sólo unos versos o unas pocas imágenes aisladas.

*

avilés, abril de 2013. Al acabar su lectura en la Cúpula del Centro Niemeyer, subimos a la Torre donde está instalado el restaurante del cocinero Koldo Miranda. Allí la cena fue una sucesión de pequeños y suculentos platos de nueva cocina que Seamus y su esposa Marie iban celebrando de forma cada vez más entusiasta y sonora. Había sido un día agotador (entrevistas a medios, idas y venidas sin fin, más la lectura propiamente dicha), pero al terminar la cena quisieron saludar personalmente a los cocineros para felicitarlos. El taller de cocina tenía el aire intimidatorio de un laboratorio de bioquímica, pero Seamus no dudó en acercarse a la tarima donde seguían trabajando para darles las gracias y presenciar cómo elaboraban los postres del día siguiente. Había un deleite evidente en su rostro: no el del glotón, desde luego, sino el del artesano que disfruta con el proceso, que descubre en la atención reconcentrada de su colega un reflejo de su propia intimidad creativa. Esa misma tarde había confesado a una periodista que los años le habían permitido relajarse un poco y disfrutar con la escritura del poema. Y ese mismo saborear el momento es también lo que hizo demorarse en la cocina de Koldo, mirando con atención el trabajo de los marmitones, alargando la noche cuanto fuera posible. Al día siguiente, mientras desayunábamos, recordamos la visita a la cocina. Entonces se le escapó una sonrisa cómplice: No estaría mal poder comernos alguno de los postres de ayer. Y ahí sí, ahí estaba la avidez del que empieza con ganas una nueva jornada, como cuando en su viejo poema «Ostras» decía comerse «el día / a conciencia, para que su regusto / me llevara en volandas a ser verbo, puro verbo». Es así, con esa mirada de niño travieso, con los hombros temblando y contrayéndose de risa reprimida, como me gusta recordarlo ahora. Esa complicidad, sobre todo.

viernes, noviembre 22, 2013

paisaje


 
Francisco León / Fiesta solitaria


Fueron los años mejores,
los años del surco y el sembrar.

Ahora todo es hacer cuentas,
la dosis que amansa.

El cielo no tiene nada que decirte
pero seguirá girando.

Muros altos, claraboyas,
polvo en suspensión
que simula un firmamento.

Bienvenido a la tristeza
de los almacenes.

lunes, noviembre 18, 2013

robinson jeffers / halcón herido





I

El pilar astillado del ala es una muesca en el hombro maltrecho,
el ala cuelga como un pendón caído
y ya no puede usar el cielo eternamente, solo vivir con hambre
y dolor unos días. Ni gatos ni coyotes
abreviarán el tiempo de espera de la muerte, su captura sin garras.
Apostado en mitad del encinar, espera
al animal tullido que lo salve; o vuela de noche en un sueño
recordando la libertad; despertar es su ruina.
Es fuerte y el suplicio es peor para los fuertes, la impotencia es peor.
Los sabuesos del día llegan y lo atormentan
desde lejos, nadie sino la muerte redentora humillará ese cráneo,
la intrépida destreza, las terribles pupilas.
El Dios salvaje del mundo es compasivo a veces con aquellos
que piden compasión, no con los arrogantes.
Vosotros no le conocéis, gentes de la comunidad, o le habéis olvidado;
inclemente y brutal, el halcón le recuerda;
bello y salvaje, los halcones y moribundos le recuerdan.


II

Antes mataría a un hombre que a un halcón, salvo por el castigo;
pero al gran ratonero
no le quedaba sino el dolor inhábil
de su hueso quebrado, irreparable, el ala que al moverse
se mecía bajo sus garras.
Lo cebamos durante seis semanas, le di la libertad,
vagó por la región del promontorio y a la noche volvió suplicando morir,
no como un pordiosero, sino con la soberbia despiadada
de sus viejas pupilas. El regalo de plomo llegó al atardecer.
Cayó tranquilo,
mullido como un búho, con suaves plumas femeninas; mas lo que
ascendió planeando: esa feroz urgencia: los martinetes
junto al río desbordado gritaron de temor mientras se levantaba
hasta desenfundarse casi del todo de la realidad.


Traducción J. D. / El original, aquí.





Descubrí la existencia de Robinson Jeffers (1887-1962) hace algunas semanas, gracias a un ensayo de Robert Hass en su libro What Light Can Do. Quiero decir que había leído su nombre en varios manuales y antologías, pero no le había prestado atención. No sabía nada de su poesía ni tampoco de su leyenda, pues existe una leyenda Jeffers, una historia que arranca en 1914 con la llegada del poeta y su mujer, Una, a la costa californiana de Big Sur, y su asentamiento en las afueras de Carmel, en un promontorio con vistas al Pacífico. Jeffers, que no encontró su voz característica hasta bien pasada la treintena, después de varios titubeos y salidas falsas, terminó siendo una versión literaria del vaquero crepuscular, el hombre hecho a sí mismo que da la espalda a la sociedad (aunque siempre a una distancia prudente del pueblo más cercano) y parece regirse por sus propias normas.

Ta vez lo que más ayudó al mito fue que allí, en el promontorio de Carmel Point, Jeffers levantó con los cantos de granito del acantilado una casa que bautizó como Tor House. La casa sigue en pie, al igual que Hawk’s Tower, la torre que construyó para su esposa y sus hijos y que parece un eco, en la distancia, de Thoor Ballylee. Aunque la torre de Jeffers no era una reliquia venerable ni cumplía ninguna función simbólica o esotérica, como en Yeats: la erigió con sus propias manos entre 1920 y 1924, y tanto la torre como la casa tienen en las fotos ese aire entre caprichoso y anacrónico que es la marca del aficionado; o dicho en forma de ecuación: como si un dibujante de Disney hubiera decidido hacer art brut.

Jeffers fue un poeta popular, mucho más que sus contemporáneos Eliot o Williams (llegaron a darle la portada de la revista Time), y sus poemas dramáticos, hechos a la manera de las tragedias griegas y recorridos por la misma violencia gore (incesto, asesinato, parricidio), parecen haberse vendido como rosquillas. Hoy se le recuerda más bien como el autor de un puñado de poemas breves en los que la naturaleza, the wild, es retratada en todo su esplendor y belleza impiadosa. Porque la naturaleza, para él, es más bella cuanto más indiferente hacia unos hombres que se tienen por medida de todas las cosas y que no asumen –que son incapaces de asumir– su pequeñez, su egoísmo innato.

Uno de esos poemas, quizá el más antologado de los suyos, es este «Halcón herido», que parece un anticipo de la escritura de Ted Hughes: hay en los dos una visión casi idéntica de la poquedad del hombre y la grandeza del mundo natural, encarnada en este caso en la figura de un ratonero con el ala rota que ha de ser sacrificado. Y el ritmo de Jeffers, ese verso líquido y abrupto a la vez, trufado de arcaísmos y acotaciones escénicas, es también el de muchos poemas de Hughes. Sólo se diferencian en que el americano es más didáctico, más dirigiste, y no se resiste a tutelar de vez en cuando al lector. Al fin y al cabo, quien ha levantado una torre con sus manos tiene derecho a farolear un poco, sobre todo si hay visitas.




viernes, noviembre 15, 2013

hormigas 5 hormigas





Se acomoda frente al televisor y comprende, de pronto, que está muerto. Las imágenes que aparecen en pantalla son la vida en directo de sus viejos amigos, el murmullo incesante de colegas y camaradas. Ahí están todos, la gente que ha quedado atrás; ahí está el hueco de sí mismo.


Sólo acepta una idea si sale rebotada de la pared, si vuelve a él con una mella.


El escritor, que cambia la mitad de sus huellas por palabras. Es su manera de no dejar rastro.


Por miedo a que el secreto le comiera por dentro empezó a hablar. Y ahora, de tanto hablar, se le ha olvidado.


Tapa una página del libro, por delicadeza, para que no le vea leyendo la página de al lado.

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