domingo, marzo 30, 2014

nuages







Cuarenta días en el desierto. Allí la sombra es más densa, más dura. Basta una semana para empezar a tallarla.



Los aforismos, mejores cuanto más ingratos con su autor.



Se han convertido en estatuas de palabras. Por mirarse a sí mismos.



Cuando llegó el momento de afrontar las preguntas de los comentaristas, hizo un amago de cruzarse de brazos; fue apenas un instante, el tiempo justo para arrepentirse y enderezar la espalda, la línea de los hombros. Sonrió como cogido en falta, y solo por eso comencé a mirarlo con simpatía. Seducción de los actos fallidos.



Páginas como alfombras improvisadas, para no mancharnos los zapatos.


jueves, marzo 27, 2014

viene del cielo





Leyendo un viejo ensayo de George Steiner, caigo sobre un verso del escritor isabelino Thomas Nashe: «Brightness falls from the air». El verso –sin duda el más citado de su autor– despierta un eco inmediato en español: «Siempre la claridad viene del cielo». Un eco que es una inversión, pues el poema de Nashe («In Time of Pestilence») es un canto fúnebre por las víctimas de la peste, una elegía a los jóvenes que han muerto antes de tiempo a causa de la plaga: la claridad, en su poema, no «viene» del cielo, sino que «cae», «desaparece» o se «desprende» de él, dejando una sombra donde antes había luz.

Sin embargo, el eco persiste. Siendo como es un verso célebre –Eliot y Joyce le dedicaron largos comentarios, y hasta dio título en 1985 a una conocida novela de ciencia-ficción de Alice B. Sheldon–, ¿es posible que Claudio Rodríguez lo leyera de muchacho en alguna vieja antología de poesía inglesa? ¿Que lo leyera y, tal vez, equivocara su sentido, usándolo como resorte para llegar a su propia formulación?

En todo caso, sería un misreading que viene de lejos, un malentendido irónico, pues casi todos los expertos coinciden en que el verso de Nashe es fruto de una errata y que su autor se refería más bien al «hair», el «cabello» de esos jóvenes dorados que se mueren literalmente ante sus ojos. La errata convierte una simple descripción física en una imagen memorable de la ruina del mundo, de su caída en desgracia. Una imagen que ha pervivido a lo largo de los siglos y que reaparece, extrañamente –por azar o a sabiendas–, en el verso inicial de Don de la ebriedad, confirmando así las viejas jerarquías, la certeza de que nada puede ocurrir en este mundo sublunar sin permiso del cielo.

domingo, marzo 23, 2014

john ruskin / el sueño imperativo





Una tarde de invierno de hace ocho o nueve años recibí la llamada de un editor de cierto renombre, director de una venerable colección de clásicos. Yo le había enviado una propuesta de traducción de la obra poética de Coleridge y él me llamaba para comentarme que declinaba mi propuesta («ya hemos sacado hace poco una edición de Baladas líricas...») pero que se le había ocurrido una alternativa: una antología de la poesía victoriana inglesa, de Tennyson y Browning en adelante. La oferta era intimidatoria por monumental (sólo El libro Penguin del verso victoriano suma casi ochocientas páginas de poesía a texto corrido), pero también atrayente, con ese imán que tienen los desafíos para llevarnos a su terreno. Además, no me quedaba opción; estaba en el paro, sin perspectivas de encontrar trabajo a corto plazo, y malvivía de los encargos que me iban llegando con cuentagotas y que cobraba –como siempre– mal y tarde. Así que le pedí un par de días para pensármelo y enviarle una propuesta más definida, aunque en mi fuero interno ya había aceptado. Lo que sí avancé en nuestra conversación fue la necesidad de no confinarnos solo a los poemas de los grandes, sino de incluir muestras de la prosa de John Ruskin, Walter Pater y G. M. Hopkins, cuyos ensayos, cartas y cuadernos de notas tanto habían influido en los poetas del siglo veinte, empezando por Pound. De hecho, aquella misma tarde, o a la mañana siguiente, llevado por el entusiasmo, me puse a traducir algunos fragmentos de la obra de Ruskin, breves apuntes sobre el arte y la naturaleza que podían funcionar perfectamente, o eso me parecía (y me sigue pareciendo), como poemas en prosa. Traduje, no sé, diez o quince fragmentos mientras releía viejas antologías de poesía inglesa y redactaba un índice preliminar o tentativo para mi selección.

Como era de esperar, el proyecto quedó en nada. El editor se jubilaba aquel mismo verano, según me enteré por un tercero, y con su marcha también desapareció cualquier posibilidad de colaborar con la editorial. (Lo que nunca entendí, a la luz de estas noticias, es por qué me había llamado inicialmente; quizá pensó que podía echar a rodar algunos proyectos antes de jubilarse, quizá su jubilación fue más bien un despido encubierto; no hubo forma de saberlo.) Sin embargo, mantuve la idea de seguir traduciendo a Ruskin y de hacer un librito con el resultado. Recuerdo que una de las tareas que me impuse en el verano de 2006 fue la de ir leyendo y traduciendo algunos de esos fragmentos hasta un total de cincuenta o sesenta: sobre arte y naturaleza, en especial, pero también otros de índole autobiográfica, relativos a su niñez y a su relación con Turner. Todos ellos de una intensidad lírica innegable, escritos más desde el vacío fundante de la poesía que desde el sillón o la basa de la crítica. Pasó el verano, volví a mis traducciones de Auden y de Anne Carson, encontré trabajo en el Círculo de Bellas Artes, y el proyecto Ruskin quedó arrumbado en una carpeta: uno de esos bajíos en los que de pronto encalla hasta la nave mejor equipada. Algún fragmento escapó del naufragio y vio la luz en esta bitácora, pero sin consecuencias.

Y así siguió todo hasta el verano pasado. Siete años después, en agosto de 2013, y en un Madrid de calores africanos muy lejano del Gijón que lo vio arrancar, retomé por fin aquel viejo proyecto y lo completé con un sesgo sensiblemente distinto al inicial: a las entradas sobre arte, arquitectura y naturaleza se sumaron de modo natural toda una serie de fragmentos sobre sociedad y economía que daban fe de las preocupaciones sociales de Ruskin y que parecían comentar, con más de cien años de adelanto, nuestro presente castigado por la codicia de los bancos y la irresponsabilidad de financieros y políticos. Ruskin, que fue un crítico feroz del capitalismo victoriano y denunció las infames condiciones a las que estaba sometida gran parte de la sociedad inglesa, me hablaba en diferido (permítaseme la broma) y de modo indirecto de lo que pasaba aquí y ahora, en esta Europa exasperada por el miedo, la protesta y la incertidumbre. Así fue creciendo y cerrándose El sueño imperativo, un libro de apenas cien páginas que acaba de publicar Vaso Roto Ediciones y en el que se reúnen 111 fragmentos (los que me conocen saben de mi afición por la numerología) que tocan o reflejan todos los temas que interesaron a su autor. Es un libro de pequeño tamaño pero de grandes horizontes, porque todo lo que dice Ruskin sigue siendo relevante a estas alturas del nuevo siglo; basta con hacer un pequeño ejercicio de traducción, de transposición a las claves de nuestro tiempo. Esto es cierto incluso en el caso de sus notas sobre estética, en las que siempre se desliza un matiz, un aparte o un juicio que iluminan nuestra visión del arte y la literatura. Por no hablar de su noción de la obra de arte como algo vivo, como forma orgánica cuya totalidad es siempre mayor que la suma aritmética de las partes que contribuyen («coadyuvan») a su existencia.

El libro llega a las librerías la semana que viene en un formato casi de bolsillo, y eso es lo que pretende: ser llevado en el bolsillo, leído a ratos, picoteado en las horas perdidas del tren o el autobús; convertirse en un compañero de trayecto que haga pensar y, si es posible, sonreír. De momento, ahí va como adelanto uno de esos 111 fragmentos del libro que pertenece originalmente a uno de sus libros de madurez, El nido del águila (1872), en el que se reúnen algunas de sus conferencias en Oxford; un fragmento donde la fuerza de la sintaxis aparece tamizada por esa mezcla de escepticismo y admonición que es marca de la casa, y que es su manera de saludar de lejos a la muerte sin reconocer su autoridad:


¿A qué debemos atribuir el que todos los hombres rememoren el tiempo de su niñez con tanto pesar (si su niñez ha sido razonablemente saludable o pacífica)? Ese delicioso encanto que hasta la posesión más nimia tenía a nuestros ojos era la consecuencia de la pobreza de nuestros tesoros. Esa apariencia milagrosa con que la naturaleza nos rodeaba se debía a que habíamos visto poco y sabíamos menos. Cada nueva posesión supone una nueva carga de cansancio; cada nuevo fragmento de saber reduce la facultad de admiración; y la Muerte acude finalmente a su cita para echarnos de un escenario en el que, si nos quedáramos más tiempo, ningún obsequio podría satisfacernos y ningún milagro sorprendernos.

The Eagle’s Nest, capítulo V, § 82



viernes, marzo 21, 2014

john ruskin, la poesía



Francisco León Jun


Hay en su poema [Idilios del rey] tesoros de sabiduría y una concentración única, sin parangón, de pintura verbal; me parece, no obstante, que un poder tan intenso no debería gastarse en visiones del pasado sino en el presente vivo. Creo que por cada oyente capaz de percibir la hondura de este poema habría diez que sentirían la misma hondura si la corriente fluyera entre elementos más cercanos a ellos. Y solo en las realidades de la vida moderna –no la vida formal de los salones, sino el crecer lejano y en gran medida desconocido de almas que sufren toda clase de angustias o servidumbres– hay infinidad de cosas que deberían ser contadas y que solo un poeta puede contar. Pienso que la transcripción intensa, certera y experta de un hecho actual, y el relato de una vida real tal y como puede verla y estudiarla un poeta, harían que todo el mundo, al percibir el obrar inmediato de Vida y Destino, percibiera más o menos qué es la poesía.

Esta se me antoja la verdadera tarea del poeta moderno. Y creo que he visto rostros y oído voces, por el camino y en la calle, que conferían o exigían tanto como las más hermosas o tristes de Camelot. Las observo, y algo pesa en mi ánimo día tras día, el sentimiento de que el asombro ante el mundo no está en la tristeza del mismo sino en su pérdida. Veo criaturas llenas de poder y belleza, y nadie que las comprenda o las instruya o las salve. Suceden en ellas milagros, y todos naufragan, perdidos para siempre hasta donde se nos alcanza. Y sin ningún in memoriam.

De una carta a Tennyson, septiembre de 1859

viernes, marzo 14, 2014

ahora


Se recuestan en los bancos de madera despintada y dejan que el sol de marzo les acoja lentamente: el punzón vivo del aire, la cabeza en ningún sitio, los rostros como agua clara donde no se toca fondo. Van quedando atrás la noche, los ventisqueros del cuerpo, esos erizos de frío que hibernaron en la sangre. Cada minuto que pasa estoy más cerca del día. Pesa el tacto de las llaves, su dibujo memorioso. Me voy a esperar un rato.

martes, marzo 11, 2014

cielo / suelo


La explanada, con forma de T, es breve y prolonga un pequeño parque que quiere ser francés pero se queda en una mala imitación arruinada por la incuria o la falta de gusto de los urbanistas: una extensión de arena mustia con un par de estatuas vulgares, una fuente historiada pero sin agua, setos con forma de cipreses enanos… Sólo unas hileras de castaños de indias, a punto de florecer, le dan algo de luz al espacio, lo hacen más habitable.

En un extremo de la T, restos de la lluvia de hace días: grava suelta, ramitas, trozos de ladrillo y erizos de castañas, hojas sucias y migas de caucho de los coches que aprovechan el abombamiento del trazado para aparcar o darse la vuelta. Es una constelación oscura o invertida sobre el cielo negro del asfalto, la huella de un estallido que tuvo lugar en secreto, cuando nadie miraba, y que ahora exhibe sus grumos, su terca materialidad, con la rara simetría de lo que nació por capricho, disgregado por el agua: todo gira y queda flotando para siempre en este negativo de la carta celeste, este mínimo delta de formas dispersas que nos permite, una vez más, recordar cómo es el mundo cuando no estamos en él.

jueves, marzo 06, 2014

tomlinson / machado


Campos de Castilla
i. m. Antonio Machado

Las cigüeñas, de nuevo en estos campanarios,
nos dicen que el invierno se termina. Este año
se quedaron, pero el sol de diciembre,
que es reflejo de su blancura, no puede hacer
que los meses se esfumen, suspensos entre
las ceras de esta escarcha, su deshielo brumoso,
y el regreso del verde a lo que ahora
se nos muestra desierto. Las encinas,
como las cepas, crían presencias color pardo;
los campos, que parecen en barbecho, yacen tranquilos
y arados sobre el grano que pronto ha de inundarlos…
pronto, esto es, para las estaciones giratorias
y las altas cigüeñas, con su longevidad por delante,
que ocupan ciudadelas de ramas apiladas sobre Castilla.

Alcalá de Henares – Toledo
 




Vuelvo a Charles Tomlinson, una vez más: un breve poema –de su libro The Door in the Wall, de 1992– que recrea o recoge en pocas pinceladas la atmósfera de los poemas castellanos de Antonio Machado, pero actualizada por la mirada analítica, casi de pintor, del poeta inglés.

El caso es que un buen amigo, el poeta y crítico José Luis Gómez Toré, me preguntó hace poco si conocía algún texto de homenaje a Machado entre los poetas de habla inglesa. Lo primero que me vino a la mente fue este poema, que por alguna razón no había traducido hasta ahora. A veces se olvida que Tomlinson es el autor (junto con Henry Gifford) de un hermoso y tempranero volumen de versiones de Machado que se publicó en 1963 con el título de Castilian Ilexes y que sigue siendo uno de los grandes ejemplos de recreación o traducción creativa del siglo veinte: un libro en el que Tomlinson reescribe muchas de las elegías y los poemas de paisajes de Machado con la tríada o verso escalonado de William Carlos Williams, ese metro saltarín que aligera el poema de barnices retóricos y hasta anticuados y lo vuelve cristal pulido, lente con la que mirar más de cerca –a placer– el mundo. Un ejemplo es el inicio de «A José María Palacio»:


Palacio,
good friend,
is spring
already clothing
the branches of the poplar trees
on road and river?
In the plain
of the upper Duero
spring
comes so slowly
but when she comes
she is all sweetness! […]


La estrategia de Tomlinson es arriesgada pero funciona, sobre todo en esa proeza que es «Poema de un día»: la rima desaparece y permite desliar los versos, desanudarlos sobre la página en forma de peldaños que van y vienen imitando el ir y venir del pensamiento, sus vueltas y revueltas obsesivas. Se preserva así la cordialidad de la poesía, su naturaleza «siempre viva, / fugitiva», de agua de «buen manantial» que brinca y fluye en el tiempo. Machado en esas viejas versiones de Tomlinson, publicadas hace cincuenta y un años, es el mismo y distinto, y la distinción lo engrandece, porque es capaz de respirar, de hablarnos, en un metro que no era el suyo y que ni siquiera hubiera concebido.

Treinta años después, a la altura de sus primeras visitas a España, el tono de la poesía de Tomlinson había cambiado: más reposado, más clásico. Un ejemplo son estos versos, apenas una viñeta, donde Machado está sin hacerse notar, como una pátina que enriquece la paleta del escritor inglés, un sesgo de la luz que nos acerca la escena y la vuelve más íntima.

El original, aquí.