domingo, julio 13, 2014

o'hara / la verdad sobre mi charla con el sol



 

la verdad sobre mi charla con el sol en fire island

El Sol me despertó esta mañana alto
y claro: «¡Eh! ¡Hola! Llevo
quince minutos intentando
despertarte. No seas tan grosero, sólo
eres el segundo poeta al que he decidido
hablar en persona
así que
¿por qué no estás más atento? Si debo
quemarte por la ventana para que despiertes
lo haré. No puedo estar aquí colgado
todo el día».
«Perdona, Sol, es que anoche
me quedé hasta tarde hablando con Hal».

«Cuando desperté a Mayakovski
no tuvo tantos remilgos», dijo el Sol
con arrogancia. «La mayoría de la gente
ya está levantada para ver
si hago mi aparición».
Traté
de disculparme: «Te eché de menos ayer».
«Así está mejor», dijo. «No sabía
que ibas a salir». «Quizá te preguntes
por qué me he acercado tanto…»
«Sí», respondí; comenzaba a sentir calor
y me pregunté si no me estaría quemando
de todos modos.
«La verdad, quería decirte
que me gusta tu poesía. Veo mucha
en mis rondas y la tuya no está mal. No es que seas
la octava maravilla del mundo, pero
eres distinto. Ahora bien, he oído que para algunos
estás loco –aunque esos que lo dicen
son demasiado tranquilos para mi gusto–, y que algunos
chiflados piensan que eres un reaccionario
aburrido. No estoy de acuerdo.
Tú sigue tu camino,
como yo, y no hagas caso. Verás
que mucha gente se queja siempre
de la atmósfera, que si hace calor o frío,
que si está muy claro o muy oscuro, que si los días
son demasiado cortos o demasiado largos.
Si
un día no apareces piensan que eres un vago
o que estás muerto. Tú ve a lo tuyo, me gusta.

Y no te preocupes de tu linaje,
ya sea poético o personal. El Sol, ya lo ves, brilla
sin distinción sobre la selva, sobre la tundra,
el mar, el gueto. Fueras donde fueras
yo estaba al tanto y seguía tus pasos. Esperaba
que te pusieras a trabajar.

Y ahora
que vives como quieres, por así decirlo,
incluso si nadie te lee excepto yo
no debes deprimirte. No todo el mundo
puede levantar la vista, ni siquiera para verme. Les
daña los ojos».
«¡Oh, Sol, te estoy tan agradecido!»

«Gracias, y recuerda que te estoy viendo. Me resulta
más fácil hablarte desde aquí
fuera. No tengo que bajar colándome
entre los edificios para que me prestes atención.
Sé que te encanta Manhattan, pero
deberías levantar la vista más a menudo.
Y
abraza siempre las cosas, la gente la tierra
el cielo las estrellas, como hago yo, libremente y con
una idea del espacio adecuada. Esa
es tu vocación, todo el cielo lo sabe,
y deberías seguirla hasta el infierno si
es necesario, cosa que dudo.
Quizá
volvamos a hablar en África, por la que siento
especial afecto. Ahora sigue durmiendo,
Frank, y tal vez deje un poemita
de despedida en ese cerebro tuyo».

«¡Sol, no te vayas!», ya estaba despierto
del todo. «No, debo irme, me están
llamando».
«¿Quiénes?»
Incorporándose, dijo: «Algún
día lo sabrás. También a ti te están
llamando». Oscuramente se levantó, y entonces yo dormí.


trad. J.D. / el original, aquí.





De Frank O’Hara (1926-1966) habría podido traducir quizá «The Day Lady Died» o «Why I Am Not a Painter», que son poemas objetivamente más célebres (de hecho, hace años intenté traducir «Why I Am Not a Painter» y nunca quedé satisfecho del resultado; algo en el tono del original, en su coloquialismo un tanto oblicuo, se me resistía). Pero he optado por este, «A True Account of Talking to the Sun on Fire Island», que descubrí hace más de veinte años en The Rattle Bag, la antología escolar que editaron Ted Hughes y Seamus Heaney allá por los años ochenta (además, si no me equivoco, no aparece en Poemas a la hora de comer, la hermosa edición española de Lunch Poems que Eduardo Moga tradujo para DVD Ediciones en 1997). El poema me sigue seduciendo como entonces: no ha perdido un ápice de su sentido del humor, de su ironía lúdica, y esto es precisamente lo que lo hace tan difícil de traducir: recrear en español la gracia del inglés neoyorquino de O’Hara, la chispa juguetona de un diálogo por turnos serio, infantil, tierno e incluso, en algún momento, solemne, con esos toques hiperbólicos marca de la casa que lo vuelven irresistible, no es tarea fácil. No sé si lo he logrado; sí tengo claro que debía traducirlo –tarde o temprano– si quería ser fiel a mis gustos, que es como decir mis relecturas, las piedras donde tropiezo aunque no quiera.

El poema, como su propio autor se encarga de señalar, es un homenaje a otro famoso encuentro con el astro rey: el de Mayakovsky en «Un gracioso incidente que le ocurrió a Vladimir Mayakovski en el campo», donde el poeta ruso increpa al sol antes de descubrir sus afinidades y comprender que la labor de ambos es análoga: «Con poemas y luz / ruidosos y brillantes / brillar y nunca preguntar nada: / esa es nuestra consigna, la mía y la del sol» (la traducción es del argentino Gustavo Adolfo Chaves). Que O’Hara conocía bien la obra de Mayakovsky y hasta lo tenía por uno de sus ángeles tutelares es bien conocido; de hecho, llegó a dedicarle uno de sus poemas tempranos, titulado justamente «Mayakovsky», donde la invocación al maestro es una forma de volver con más fuerza sobre uno mismo: «Puede ser el día más frío / del año, ¿cómo lo ve / él? Quiero decir, ¿cómo lo veo yo? Y si lo veo, / quizá vuelva a ser yo mismo otra vez». En «La verdad sobre…», por el contrario, el guiño a Mayakovsky es anecdótico y no pasa de ser una excusa para que O’Hara vuelva a hacer de las suyas: un diálogo que es una poética que es una crítica de la poesía contemporánea que es un ejercicio de egolatría que es una explicación no pedida que es un fragmento de stand-up comedy que es un sueño visionario que es una forma de reírse de todo el mundo, hasta de sí mismo… El resultado responde perfectamente al deseo tácito de su autor de que en esta vida se puede ser cualquier cosa menos aburrido; ya bastante pesada es la rutina diaria como para que nos convirtamos, encima, en oficinistas de nosotros mismos. El poema, fechado en 1958, quedó inédito a su muerte y no vio la luz hasta 1971, con motivo de la publicación póstuma de sus Collected Poems.

Por cierto, fue en Fire Island donde O’Hara murió, el 25 de julio de 1966, al ser atropellado en la playa por un buggy. Una muerte prematura, nada anunciada y particularmente absurda para alguien que había entendido como nadie el absurdo de la vida urbana, su chisporroteo febril y expectante. Tenía 40 años, y ya había escrito algunos de los poemas más vitales y divertidos de su tiempo. El aplomo sereno que exhibe en las fotos me hace pensar que lo sabía.


miércoles, julio 09, 2014

guillevic / el cuaderno





ligero como astilla

La nota está fechada en abril de 1997 y dice así: «¿El impacto de la poesía? El libro de Guillevic lleva quince años sin salir de la biblioteca universitaria. Su único sello es el mío, que ni siquiera estudio francés o pertenezco a ese departamento. El libro está sin cortar, como recién comprado. Quizá por ello al abrirlo la tinta me salta a los ojos, como un animal en cautividad. Un libro ignorado durante quince años: quizá por ello lo leo con atención redoblada y, casi sin pensar, me pongo a traducir algunas de sus páginas». Como gran parte de mi diario de entonces, el tono engolado de la entrada me incomoda, pero la cito porque el sentimiento de asombro y a la vez de soledad, la sensación ambigua de estar presenciando un pequeño milagro que sin embargo no tenía testigos que lo confirmaran, sigue tan vigente como el primer día. Lo reviví hace poco, cuando entré en el salón de Casa de América donde Yves Bonnefoy debía leer sus poemas: descontando autoridades, allí no éramos más de quince personas. Era una cita en las catacumbas: unas catacumbas lujosas, sí, decoradas al viejo estilo neoclásico y donde aquel salón, situado en lo más alto del Palacio de Linares, hacía las veces de cueva para iniciados. El eco mediático de ciertos premios, las páginas de papel cuché donde se consagran jóvenes talentos, el ruido de esos circuitos alternativos en los que al parecer se forja la poesía del mañana, no desmienten una realidad más incómoda: la falta de interés real por aquellos que, en última instancia, deberían ser –aún– nuestros maestros.

Si Guillevic fue alguna vez un maestro, lo fue –a diferencia del creador de Douve– a su pesar y de manera indirecta. Su poesía es un ejercicio constante de desmarque lúdico y naif, un prodigio de economía y sencillez que se vale de las repeticiones y las variaciones para envolver al lector, hacerlo partícipe de un sentido que muchas veces, como en los aforismos, surge de la paradoja y la inversión más o menos sorpresiva del punto de vista. El libro huérfano que se pegó a mí como un perrillo en la Universidad de Sheffield se titulaba Autres y recogía secuencias que habían quedado descartadas de libros anteriores. El carácter serial y casi programático de esta poesía forma parte de su ADN y permite al poeta relajarse, probar alternativas que ni mucho menos agotan la fórmula o caen en la repetición mecánica. Amante del símil y la anáfora, de las enumeraciones y las preguntas retóricas de la poesía primitiva (la sombra de su admirado Jean Dubuffet nunca está muy lejos), Guillevic rehúye las metáforas, los hipérbatos y cualquier forma de complicación semántica o prosódica: sus frases son breves y concisas, ligeras como astillas, pero el grano al que van está siempre en danza, no se deja atrapar. Matemático de formación, Guillevic construye breves ecuaciones que se resuelven en una sonrisa enigmática que a veces, también, es de afirmación o reconocimiento. El enigma no pretende alienar ni desconcertar al lector, sino mover un poco la tierra bajo sus pies; solo así, corrigiendo nuestros apoyos, cambiando de postura, podemos empezar a saber dónde estamos. La metáfora terrestre no es arbitraria: junto a series como Sphère o Coordonnées, donde la pulsión algebraica es más evidente, Terraqué y sobre todo Carnac (1961), su libro más celebrado, son una indagación en las raíces, una exploración cultural y psicogeográfica de su Bretaña natal: sus pájaros y plantas, sus rocas y megalitos. Este amor por lo concreto, por el detalle revelador, que tanto lo acerca a la poesía oriental, explica también el interés que ha despertado en algunos poetas de habla inglesa, empezando por Heaney, que incluyó una versión de «Herbario de Bretaña» en su último libro, Human Chain, y siguiendo por el también irlandés John Montague, que publicó su traducción de Carnac en 2000.

El Guillevic que aparece en las fotos es un hombre de rostro redondo y algo rústico, con gruesas lentes y una barba sin bigote que le dan un aire de geniecillo o duende rural. La mirada es astuta y menos bondadosa de lo esperable. Pero es sabia, con retranca, como si Buda se hubiera reencarnado en el hijo de un pescador bretón. Que es justamente lo que fue cuando empezó a escribir poesía. 

[El Cuaderno, núm. 57, junio 2014, pp. 6-7]

los poemas de «Diálogos», aquí, o pulsando en las imágenes





sábado, julio 05, 2014

secuela


Sentado frente al ordenador, mientras trato de poner orden –sin lograrlo– en los mensajes de correo electrónico, siento de pronto que algo se mueve en el pasillo, cerca de la puerta. Me giro y no hay nada. Media hora más tarde, vuelvo a tener la misma impresión. Una forma negra que transita por el lateral del ojo, que tiembla fugazmente –algo menos que un parpadeo– para esfumarse cuando me vuelvo. Sé quién es, o de qué se trata. Ha habido encuentros similares este último mes, desde que la perrita murió.

No creo en los fantasmas, y sin embargo no puedo leer un buen cuento de fantasmas, o ver una película de espectros y apariciones, sin sentir un erizamiento en la nuca, un escalofrío involuntario. Esos relatos, por ejemplo, en los que alguien recibe una visita y luego, cuando el visitante se ha ido, descubre para su terror que era un espectro, que nadie más lo ha visto o puede dar cuenta de su presencia, me dejan siempre inquieto, casi sobrecogido (y más cuando el protagonista recibe, borgesianamente, la visita de su propio yo, ese que fue de muchacho o que será de anciano). Es casi como si quisiera creer, como si me complaciera pensar que puede haber algo ahí, detrás de la puerta de las apariencias, por encima o por debajo de mi querido –y fiable– escepticismo.

¿Por qué, pues, si no creo en fantasmas, se me ha erizado el pelo al sentir el pestañeo de una forma negra en mi campo de visión, esa forma que tantas veces he visto antes, cuando era real, cuando tenía nombre y venía si la llamábamos? Los fantasmas son hijos de la costumbre y la pérdida, la secuela que deja en el ojo –en la percepción– una imagen constante o prolongada, la imagen que ha convivido con nosotros mucho tiempo. Por algo los ingleses, que tanto saben de fantasmas y apariciones, llaman a esa imagen remanente ghost image. Una ilusión óptica, sí, pero también algo más: una presencia que formó parte de nuestra vida y que ahora se resiste a desaparecer, que no duda en disfrazarse de objeto doméstico –un cojín, una lámpara– para visitarnos una fracción de segundo. Como la imagen remanente, la aparición es más intensa u obstinada cuanto más brusca fue la pérdida. La muerte repentina, la desaparición impredecible, nos confunden y hacen que la mente genere sustitutos, ecos, dobles compensatorio: el ojo recrea o revive lo que echa en falta. Eso no explica el escalofrío, pero lo amansa, llevándolo al terreno más o menos controlable de lo cotidiano. Convivir con los fantasmas –evocarlos, conjurarlos, aceptarlos– es nuestra manera de ir haciendo pasado, de darle forma sin excesivas turbulencias emocionales. Son el peldaño que nos permite ir con tiento, dócil o resignadamente, de la presencia a la ausencia.