viernes, octubre 31, 2014

please mr. postman


Es amable y locuaz, se explaya con detalle y voz atropellada sobre cada paso de la gestión, dice esto y aquello, aclara el porqué de sus decisiones, en resumen: no para de hablar. Uno espera que el simple trámite de enviar unos sobres por correo termine cuanto antes, pero se ve aguantando a pie firme una crónica minuciosa de las entrañas del servicio postal. Debe creer que así da más empaque a su tarea, o que transmite la seguridad de un profesional, pero no entiende que tanta explicación sólo despierta recelos e impaciencias. Me gustaría hablar con él de otras cosas, hacer alguna broma, y no esta retransmisión en directo de su labor. Soy injusto, lo sé, y esto es quizá lo que menos le perdono: que su cháchara inofensiva me vuelve mezquino.

miércoles, octubre 29, 2014

notas de un impostor / 1





Siempre hay alguien que me pregunta, con intriga un tanto picajosa, por qué insisto en traducir la poesía de otros en vez de dedicar más tiempo a mi escritura. Hace años, yo ejercía la pedantería preciosista –tan propia de mi juventud– y me escudaba en el deseo de compartir entusiasmos, hacer de puente entre tradiciones, divulgar la obra de poetas que podían decirle algo al lector hispanohablante. No es que mintiera, o no del todo (sin descartar la facilidad con que uno, a cualquier edad, tiende a creerse sus propias mentiras). Pero con el tiempo, como diría Gil de Biedma, «la verdad desagradable asoma», y descubro que la razón primera, muy distinta, no tenía nada que ver con la filantropía. Tampoco con ninguna forma de placer, aunque haya un goce indudable en el trabajo que nos ensimisma y nos sustrae del tiempo. Ahora sé que traduzco poemas ajenos para expiar la presunción de escribir –y publicar– los míos propios. Que traduzco, en resumen, para hacerme perdonar que escribo.


Este absurdo temor a repetirme, a que las mismas palabras o expresiones análogas reaparezcan a lo largo del tiempo, como si no supiera que esas repeticiones son la piedra en la que nunca dejamos de tropezar, que no se mueve ni se rompe por mucho que la pateemos, y que todos los caminos pasan por ella si queremos, como quiere el refrán, que nos lleven a Roma; esa Roma de lo inesperado, de la revelación, sin la cual el viaje –al menos en mi caso– no merecería la pena.

Y, con todo, el miedo a la repetición, el miedo a que la boca se convierta en cárcel donde uno, convertido en bocado de sí mismo, da vueltas y más vueltas hasta el agotamiento. Uno nunca termina de hacer las paces con su propio yo; no hay modo de ablandarlo y hacerlo digerible. Uno lo lleva consigo como una carga penosa que puede ser, en cualquier momento, peligro andante si dejamos que nos encierre en sus ficciones –eso que soñamos y rumiamos y escribimos los días menos pensados. De ahí la inquietud, el miedo a quedar preso de las proyecciones y distorsiones de un yo tiránico, absorbente. Pero esa es otra historia, que puede evitarse si uno lleva una relación oblicua o distante con su propio yo, si se rebaja la fuerza cegadora de sus imágenes con el filtro sanador de lo real. Ahí, en ese equilibrio, es donde la repetición sigue siendo fecunda, necesaria. Y donde tropezar en la misma piedra es el medio mejor para caer en la cuenta –el cuento– de nosotros mismos.


El que esté libre de influencias, que tire la primera metáfora.


sábado, octubre 25, 2014

louise glück / el pasado





Exigua luz que surge de repente
en el cielo, entre dos
ramas de pino, y sus finas agujas

grabadas ahora en la extensión radiante
y encima este
cielo, alto, ligero…

Huele el aire. Es el olor del pino blanco,
más fuerte cuando el viento sopla en él
con un sonido igual de extraño,
como suena el viento en una película.

Sombras que se desplazan. Cuerdas que
suenan a cuerdas. Lo que oyes ahora
debe ser el sonido del ruiseñor, Chordata,
el macho cortejando a la hembra…

Un rechinar de cuerdas. La hamaca
se mece con el viento, bien sujeta
entre dos pinos.

Huele el aire. Es el olor del pino blanco.

¿Es la voz de mi madre lo que oyes
o solo el ruido de los árboles
cuando el aire pasa entre ellos

pues cómo sonaría entonces
pasar entre la nada?


trad. J.D.



A la gran Louise Glück (Nueva York, 1943) no hace falta presentarla entre nosotros, me parece. Hasta cinco de sus libros (Ararat, Averno, El iris salvaje, Las siete edades y Vita nuova) han sido editados con mimo y elegancia por la editorial Pre-Textos. Es quizá la poeta norteamericana contemporánea más traducida y editada en España.

Su último libro se publicó hace pocos meses con el título de Faithful and Virtuous Night (Fiel y virtuosa noche); un sintagma que parece tomado de un libro de himnos o de una antología de poesía barroca, y que rubrica el viaje de la poeta hacia las regiones de una espiritualidad entre elegíaca y panteísta que se cuela entre las grietas del mundo visible para, como recordaba hace poco el novelista E. L. Doctorow que decía Henry James que debía ser la literatura, «mirar dentro de lo que no se ve». En el caso de este poema, uno de mis preferidos del libro, ver incluye también oír, oler, recordar (y aquí «recordar», jugando un poco con la etimología, toma el sentido de dar cuerda al reloj del corazón, pero al revés, para que avance en sentido inverso, porque Glück tiene una sensibilidad elegíaca indudable, un don para mirar atrás sin ira y establecer vínculos temporales que son, también, continuidades especiales).

Aunque no creo mucho en los premios, me ha hecho ilusión enterarme de que este libro, así como el último de mi admirado John Burnside (All One Breath), están entre los finalistas del premio T. S. Eliot. Se lo merecen, sin duda. Hay muchas afinidades entre sus obras, pero yo quizá destacaría la fluidez de su escritura, su ligereza, como si escribir fuera algo tan natural o tan sencillo como respirar, como si las palabras del poema fueran jirones de nubes en un cielo claro –«ligero», dice ella– de verano, a punto de esfumarse. No lo hacen, y por eso están aquí, creando sus lectores, dejándose traducir.

El original, aquí.



martes, octubre 07, 2014

coleridge y españa





A diferencia de su amigo Robert Southey, quien mostró desde joven un enorme interés por todo lo relacionado con la historia y la literatura hispánicas –no sólo escribió, por ejemplo, unas lúcidas Cartas desde España en 1797, fruto de su temprano viaje por la península, sino que llegó al extremo de asumir la máscara de un viajero español, Don Manuel Alvarez Espriella, para hacer el ejercicio contrario, esto es publicar unas Cartas desde Inglaterra que siguen siendo una guía fiable para entender las maneras y costumbres de la sociedad inglesa de su tiempo; sin olvidar sus recreaciones literarias de episodios de nuestra historia, ejemplos de un romanticismo bastante superficial que le valieron un puesto en la Real Academia Española de la Historia–; a diferencia de Southey, digo, Coleridge no parece haber sentido un gran apego por la cultura española. Leyendo un poco a saltos Specimens of the Table Talk of Samuel Taylor Coleridge, el libro en el que su sobrino Henry Coleridge recogió «muestras» de la charla de quien, según todos los testimonios, fue un conversador memorable (aunque bastante adepto a monologar y dar la tabarra a sus contertulios), me encuentro aquí y allá con referencias poco halagüeñas al carácter español. Son apenas media docena de citas en un libro de casi cuatrocientas páginas, pero bastan para hacerse una idea. Dejante aparte su breve apunte sobre Don Quijote, da la impresión de que España se le aparecía al autor de «Kubla Khan» como un país de «cerrado y sacristía», una reserva de superstición y dogmatismo religioso. En realidad, como se verá, cualquier comentario por mi parte es redundante: las citas hablan por sí solas.

Uno se pregunta, por lo demás, si Coleridge trató a muchos españoles en vida. Desde luego, en el Londres de la década de 1820 abundaban los exiliados liberales, y algunos de ellos frecuentaron círculos próximos al poeta. Pero sólo tenemos constancia de su amistad con Blanco White –que no era precisamente amigo de los liberales, con quien mantuvo correspondencia y cuyos trabajos siguió atentamente (fue Coleridge, de hecho, quien publicó una primera versión del poema de Blanco White «Night and Death», que elogió literalmente como uno de los mejores sonetos de la lengua inglesa). Fue una relación significativa y sin duda los artículos y cartas de Blanco White influyeron en la visión «española» de Coleridge, pero tampoco conviene exagerar. Al fin y al cabo, ni contamos con las cartas que el español envió al poeta en su residencia de Highgate, ni su nombre aparece citado en los diarios y trabajos en prosa que Coleridge redactó en la segunda mitad de su vida, y mucho menos en este «table talk» lleno de curiosidades.

He ordenado las seis citas por orden de relevancia, empezando por una reflexión en la que Coleridge, justamente, toma distancia del hispanófilo Southey, y que es tal vez la más perspicaz de todas. Buena lectura.



26 de junio de 1831

La Historia de Southey se inclina del lado correcto y comienza donde debe; pero siente demasiado apego personal por los españoles y, al poner de manifiesto su carácter nacional y darle la prominencia que merece, no expresa, a mi juicio, la verdad con claridad suficiente: que el carácter nacional de los españoles no se asentó sobre ningún cimiento justo de buen gobierno o de leyes sabias, sino que fue, de hecho, poco más que un sentimiento de antipatía arraigada hacia todos los extranjeros como tales.

En este sentido, toda cosa en España es nacional. Hasta su presunta religión católica, en la mente de un español genuino, es exclusivamente española; nunca verá las profesiones de fe de franceses o italianos a la misma luz que la suya propia.

 

23 de abril de 1832

El genio del pueblo español es exquisitamente sutil pero carece por completo de finura; de ahí que haya tanto humor y tan poco ingenio en su tradición literaria. El genio de los italianos, por el contrario, es fino, profundo y sensual, pero no sutil; de ahí que confundan lo humorístico con lo meramente ingenioso.

 

11 de agosto de 1832 

Don Quijote no es un hombre que haya perdido el juicio, sino un hombre en quien la imaginación y la razón pura son tan poderosas que acaba desdeñando el testimonio de los sentidos cuando se opone a las conclusiones de aquéllas. Sancho es el sentido común del hombre-animal social, inculto y no bendecido por la razón. Vemos cómo venera a su amo al tiempo mismo que lo engaña.

 

25 de julio de 1831 

La superstición del campesinado y las clases bajas en general en Malta, Sicilia e Italia excede el marco de la fe común. Se diferencia de la superstición en España, que no es sino fanatismo celoso, con un pie en su catolicismo y el ojo puesto siempre en la herejía. La superstición popular de Italia es hija del clima, las viejas asociaciones, las maneras y los nombres mismos de los lugares. Es puro paganismo, libre de cualquier sentimiento de inquietud en cuanto a la ortodoxia o de animosidad hacia los heréticos. Así pues, es mucho más simpática y agradable para la sensibilidad del viajero –y en todo indistinta, desde luego, de la religión verdadera de Nuestro Señor– que la sombría idolatría de los españoles.

 

18 de abril de 1833 

¡Qué profunda es la herida que inflige a la moral y la pureza social ese maldito artículo del celibato del clero! Hasta los hombres mejores y más ilustrados de los países románicos adscriben una noción de impureza al matrimonio de un clérigo. ¿Y puede tal sentimiento no afectar a la estimación de la vida matrimonial en general? ¡Imposible! Y la moral de ambos sexos en España, Italia, Francia, etc. lo demuestra profusamente.

 

29 de diciembre de 1822 

No debe concebirse a Otelo como un hombre de raza negra, sino como un gran caudillo, un caballero moro. Shakespeare tomó el espíritu del personaje de la poesía española, que entonces era predominante en Inglaterra. […]



jueves, octubre 02, 2014

incógnita





La voz del que corría por el bosque
¿era la tuya?
¿Eras tú quien hablaba
en la zanja contigua,
a solas con su miedo?
¿Susurrabas
en mitad de ninguna parte,
tumbado entre hojas secas?

Noche adentro
todo es cruz.
Todo escapa
cuando limitas con su sombra.

Almizcles te denuncian. Ropa vieja.
La cautela
que siembras al andar,
como esporas.

La pupila del cuervo
te va cortando a su medida.
El color de los abedules
es el color del extravío.