Supongo que siempre hubo un «yo» dentro de esa pequeña –y, más adelante, algo mayor– concha en torno a la cual «todo» sucedía. Dentro de aquella concha, la entidad que llamamos «yo» nunca cambiaba y nunca dejaba de contemplar lo que sucedía fuera. No estoy intentando insinuar la existencia de perlas dentro. Lo que digo es que el paso del tiempo no afecta en gran medida a esa entidad. Obtener una mala nota, manejar una fresadora, recibir una paliza en un interrogatorio o dar una clase sobre Calímaco en un aula son esencialmente la misma cosa. Eso es lo que nos hace sentirnos un poco asombrados cuando crecemos y nos vemos afrontando las tareas correspondientes a las personas mayores. La insatisfacción de un niño por la autoridad de sus padres y el pánico de un adulto que afronta una responsabilidad son de la misma naturaleza. No somos ninguna de esas figuras; tal vez seamos menos que «uno».
Joseph Brodsky, Menos que uno, traducción de Carlos Manzano, Siruela, Madrid, 2006, pp.24-25.
Las cursivas son mías, y son testimonio del asombro que sentí al leer estas líneas hace un par de días. Brodsky es uno de los escritores menos presuntuosos que conozco, tal vez porque en él hay una conciencia casi palpable de la escasa distancia que le separa de la dimensión más humillante de la niñez. No esa infancia arcádica que muchos, en cualquier caso, no hemos conocido, sino la infancia que es sinónimo de impotencia, de margen sin voz ni voto. Así las cosas, imposible envanecerse mientras uno siga sintiendo «asombro» de su propia adultez. Que es como decir que uno sigue sin sentirse a la altura de su propia vida.
BITÁCORA DE JORDI DOCE. Mis últimos poemarios son En la rueda de las apariciones. Poemas 1990-2019 (Ars Poetica, 2019) y No estábamos allí (Pre-Textos, 2016). Además de traducir la poesía de William Blake, Anne Carson, T.S. Eliot y Charles Simic, entre otros, he publicado los cuadernos Hormigas blancas y Perros en la playa, y los libros de artículos y de crítica Imán y desafío, Curvas de nivel y Las formas disconformes. He reunido mis versiones de poesía en Libro de los otros (Trea, 2018).
miércoles, noviembre 29, 2006
domingo, noviembre 26, 2006
ráfagas
Azulean las horas detrás de la ventana,
hay un estruendo sordo de coches que destellan
al doblar las esquinas, bajo la lluvia unánime,
pasan capuchas y paraguas, luces agudas,
y en todas partes
(en cada quicio de tu cuerpo,
en cada surco)
se hace de noche lenta,
áspera,
penosamente. El tiempo de los verbos luminosos
se apaga como un fruto deshuesado
y las puertas se medio abren,
medio cierran
en una penumbra dubitativa.
Caminas por la casa con hambre de más hambre
pero todo conspira para contradecirte:
ángulos que se comban, goznes de niebla,
la cuadrícula fiel de las estanterías
y su partida siempre en tablas.
¿En qué instante del día desaparece el día?
Lejos del mediodía y su ojo sin pestañas,
miras oscurecerse las horas, el asfalto,
tu frente que construye
agrias fosforescencias de palabras
y dejas que la lentitud sea tuya, te amanse,
te remanse.
Si vinieras acá, si fueras más adentro,
oirías otra música,
no de calle,
no de lluvia insistente,
no de vivos colores
bajo la piel del agua:
una música inscrita en la red de la sangre,
en la trama de espejos de la sangre.
¿En qué momento de la noche se abre la noche?
Tibiezas corporales, instantes plegados,
replegados,
distancias que se anudan en el lecho expectante.
Un mundo se derrumba y otro yergue sus tallos
en el tibio lugar de la vigilia, junto a las ventanas
que ilumina, con su aliento benéfico,
el destello de sodio de las farolas.
hay un estruendo sordo de coches que destellan
al doblar las esquinas, bajo la lluvia unánime,
pasan capuchas y paraguas, luces agudas,
y en todas partes
(en cada quicio de tu cuerpo,
en cada surco)
se hace de noche lenta,
áspera,
penosamente. El tiempo de los verbos luminosos
se apaga como un fruto deshuesado
y las puertas se medio abren,
medio cierran
en una penumbra dubitativa.
Caminas por la casa con hambre de más hambre
pero todo conspira para contradecirte:
ángulos que se comban, goznes de niebla,
la cuadrícula fiel de las estanterías
y su partida siempre en tablas.
¿En qué instante del día desaparece el día?
Lejos del mediodía y su ojo sin pestañas,
miras oscurecerse las horas, el asfalto,
tu frente que construye
agrias fosforescencias de palabras
y dejas que la lentitud sea tuya, te amanse,
te remanse.
Si vinieras acá, si fueras más adentro,
oirías otra música,
no de calle,
no de lluvia insistente,
no de vivos colores
bajo la piel del agua:
una música inscrita en la red de la sangre,
en la trama de espejos de la sangre.
¿En qué momento de la noche se abre la noche?
Tibiezas corporales, instantes plegados,
replegados,
distancias que se anudan en el lecho expectante.
Un mundo se derrumba y otro yergue sus tallos
en el tibio lugar de la vigilia, junto a las ventanas
que ilumina, con su aliento benéfico,
el destello de sodio de las farolas.
domingo, noviembre 19, 2006
seamus heaney / allí mismo
De los dos poemas de Seamus Heaney que El Cultural publicó en sus páginas el pasado jueves, uno de ellos, «Höfn», ya había aparecido en esta bitácora en una versión ligeramente corregida. Cuelgo ahora el segundo, «Allí mismo», que nos devuelve a los paisajes y enseñanzas de su primer libro, Muerte de un naturalista. Iré colgando, a intervalos, algún poema más de este nuevo libro de Heaney, District and Circle, publicado hace escasos meses por Faber & Faber. (El encabalgamiento de los dos últimos versos es violento, lo reconozco, pero está en el original y creo que, pese a todo, funciona en nuestro idioma: es una violencia rítmica que hace justicia al asunto del poema.)
Seamus Heaney
ALLÍ MISMO
Una nidada fría, una puesta completa aunque escondida
bajo el mantillo del pasado otoño, y entonces supe,
por su lisa quietud, que se había arruinado sin remedio,
convirtiendo en mortal sudor un rocío
que empapaba las cáscaras sin hacerlas brillar.
Yo estaba de rodillas junto al seto, las manos apoyadas
sobre la hierba húmeda, adorador de aquello,
madrugador que indaga con las manos
y acostumbra encontrar huevos calientes. Pero no
este súbito tacto polar como un estigma,
este frío de círculo de piedra amaneciendo
en mi mortificada diestra, prueba innegable
de lo que allí pactó con la materia
hueca en su retraimiento planetario.
Versión de J. D.
Seamus Heaney
ALLÍ MISMO
Una nidada fría, una puesta completa aunque escondida
bajo el mantillo del pasado otoño, y entonces supe,
por su lisa quietud, que se había arruinado sin remedio,
convirtiendo en mortal sudor un rocío
que empapaba las cáscaras sin hacerlas brillar.
Yo estaba de rodillas junto al seto, las manos apoyadas
sobre la hierba húmeda, adorador de aquello,
madrugador que indaga con las manos
y acostumbra encontrar huevos calientes. Pero no
este súbito tacto polar como un estigma,
este frío de círculo de piedra amaneciendo
en mi mortificada diestra, prueba innegable
de lo que allí pactó con la materia
hueca en su retraimiento planetario.
Versión de J. D.
lunes, noviembre 13, 2006
triple convocatoria
Sólo unas líneas para recordaros que este miércoles, a las ocho de la tarde, en la Sala Valle Inclán del Círculo de Bellas Artes de Madrid, tendrá lugar una lectura de poemas protagonizada por Juan Malpartida (Marbella, 1956) y Julio Trujillo (México DF, 1968). La propuesta inicial era tener entre nosotros a Tomás Segovia, pero el poeta anda en México, convaleciente de complicaciones postoperatorias, y se nos ocurrió llamar a Julio, excelente poeta y ahora director de la edición española de Letras Libres, para que nos acompañara en la mesa en el acto de leer, a modo de recuerdo y homenaje, algunos poemas escogidos de Tomás Segovia. No será lo mismo, obviamente, que tener al propio Tomás en persona, pero trataremos de hacer honor a su palabra. Y, después de esa lectura, será el turno de Juan Malpartida de leernos una selección de sus poemas.
Y el jueves a las ocho, también en el Círculo de Bellas Artes, pero en la sala María Zambrano, la escritora Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, Asturias, 1950) nos hablará de su traducción de la poesía de las escrituras rusas Anna Ajmátova (en la foto) y Marina Tsvetáieva, trabajo realizado en colaboración con Monika Zgustova que vio la luz el año pasado en una bella edición de Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg.
Finalmente, el sábado a las doce y media, en la Librería Central del Museo Reina Sofía, Luis Muñoz y un servidor presentaremos Extracción de la piedra de la cordura (DVD Ediciones, 2006), último libro hasta la fecha de Martín López-Vega.
En fin, que se ha juntado todo esta semana. Para tomar aliento y hacer boca, copio aquí un breve fragmento de «Réquiem», de Anna Ajmátova, en la gran traducción de Olvido y Monika Zgustova.
LA SENTENCIA
Cayó la palabra de piedra
en mi pecho aún vivo.
No es grave, estaba preparada,
posiblemente me acostumbraré.
Hoy tengo mucho, mucho que hacer:
he de matar la memoria,
volver de piedra el corazón,
he de aprender a vivir de nuevo.
Y si no... El cálido rumor del verano
es una fiesta tras la ventana.
Desde hace un tiempo tenía el presagio:
un día claro y la casa vacía.
Y el jueves a las ocho, también en el Círculo de Bellas Artes, pero en la sala María Zambrano, la escritora Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, Asturias, 1950) nos hablará de su traducción de la poesía de las escrituras rusas Anna Ajmátova (en la foto) y Marina Tsvetáieva, trabajo realizado en colaboración con Monika Zgustova que vio la luz el año pasado en una bella edición de Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg.
Finalmente, el sábado a las doce y media, en la Librería Central del Museo Reina Sofía, Luis Muñoz y un servidor presentaremos Extracción de la piedra de la cordura (DVD Ediciones, 2006), último libro hasta la fecha de Martín López-Vega.
En fin, que se ha juntado todo esta semana. Para tomar aliento y hacer boca, copio aquí un breve fragmento de «Réquiem», de Anna Ajmátova, en la gran traducción de Olvido y Monika Zgustova.
LA SENTENCIA
Cayó la palabra de piedra
en mi pecho aún vivo.
No es grave, estaba preparada,
posiblemente me acostumbraré.
Hoy tengo mucho, mucho que hacer:
he de matar la memoria,
volver de piedra el corazón,
he de aprender a vivir de nuevo.
Y si no... El cálido rumor del verano
es una fiesta tras la ventana.
Desde hace un tiempo tenía el presagio:
un día claro y la casa vacía.
domingo, noviembre 12, 2006
reseña / himnos de mercia
Musa de la historia
La poesía de Geoffrey Hill (1932) provoca tanta admiración en Steiner y Bloom como en otros, menos eruditos y cultos, decidido rechazo o reticencia. Esta división de pareceres es fácil de comprender, como Ángel Rupérez explicó muy bien en su excelente Antología esencial de la poesía inglesa. Antes de él, los anglistas españoles Bernd Dietz y Francisco García Tortosa habían hecho interesantes aportaciones al conocimiento de esta obra que, por un lado, enlaza con las más atrevidas propuestas de Pound y, por otro, desarrolla las posibilidades entrevistas por Auden en las aliteraciones de la primitiva poesía nórdica.
Hill es un poeta doctus en grado mayor aún que Eliot y conocedor, como pocos, del sentido y las formas de la tradición . Himnos de Mercia es uno de sus textos más complejos no sólo por su investigación del poema en prosa –cuyos rasgos describió con detalle Jordi Doce– sino también –y tal vez sobre todo– por la combinación en él de dos tipos de dificultad: la derivada de un determinado uso de la lengua, en la que abundan la enumeración evocativa y los paralelismos de la himnodia; y la que dimana de un planteamiento poético de la historiografía y la intrahistoria, que conlleva una visión moralmente comprometida de la realidad. La primera dificultad es de índole lingüística o filológica, y con notas al pie de página, como el propio autor hace, se puede subsanar; la segunda, en cambio, exige un riguroso análisis de la filosofía de los géneros y se presta mucho a la polémica en la medida en que requiere una lectura en profundidad.
Hill parece, pues, transgredir la frontera que Aristóteles establecía entre poesía e historiografía, aunque, como Cicerón, asigna a ésta un valor retórico, que es el que este libro retoma y que podría explicar la razón por la que prima en él el poema en prosa. Seamus Heaney así lo entendió cuando en Stations, gustosamente, se vio sometido a su influencia. Pero hay un punto en todo este libro que todavía está por resolver y al que me gustaría añadir una humilde sugerencia hermenéutica: me refiero no sólo a su clara dimensión política sino también a su misma condición y constitución estética. Mi impresión es que Hill combina aquí dos planos (el de la Historia con mayúscula y el de la historia con minúscula, que se imbrican en la experiencia de la infancia, el sentimiento del paisaje y la mixtura del espacio y del tiempo) pero que lo hace de un modo trágico –y, en ocasiones, lírico– que recuerda a algunos de los procedimientos shakespeareanos y, en concreto, a aquellos que tienen como tema la meditación sobre el poder y, para ser exactos, el hipotema de la violencia fundacional del Estado.
Ese, y no otro, me parece la clave que rige estos Himnos de Mercia, en los que se alude a las leyendas monetales del rey Offa y a los títulos latinos que acompañaron su acción o la de otros reyes en los oscuros tiempos del medievo que se mezclan con los, no menos oscuros, de la memoria personal aquí. De manera que estos Himnos son de carácter político, como se puede ver en la cita de C. H. Sisson que, en la primera edición (1971), los introducía y que, como las acotaciones explicativas que acompañaban a cada uno de los poemas, luego se suprimió. Lo que ha tenido graves consecuencias para la recta comprensión del texto, aunque haya contribuido –y mucho– a aumentar el carácter abierto de la literariedad de esta escritura, porque –como observa Jordi Doce en su fundamentado epílogo– «el sentido aparece incorporado en la configuración misma de la imagen que genera y articula el poema». Y ello no hace sino añadir opacidad. Ahora bien, la opacidad también es un criterio estético, que estudió Fuhrmann y ejemplificó Montale y que, desde la Antigüedad clásica y su reformulación en el Barroco, no ha dejado de ser nunca uno de los rasgos distintivos de la estética de la modernidad.
La poesía de Hill no es oscura porque sea opaca, sino porque opone una expresa resistencia hecha de ironía y compasión, envueltas en la prosa rítmica que sostiene su lengua y en la que un teónimo celta como Cernunnos, documentado también en Numancia, entra en el mismo sistema referencial que Boecio, encerrado en una mazmorra de Pavía o que los recuerdos, en el poema XXII, de las cortinas corridas y las noticias de la radio durante la Segunda Guerra Mundial. Hill había demostrado desde siempre una predilección por el poema histórico, como en el dedicado a Ovidio o a Miguel Hernández, que le sirven no tanto para una profesión de fe culturalista como de solidaridad con las víctimas del dolor. Y eso es lo que este libro contiene: una teoría de la Historia no como progreso sino como dolor.
Jaime Siles
De ABCD las Artes y las Letras, ABC (4 de noviembre de 2006).
La poesía de Geoffrey Hill (1932) provoca tanta admiración en Steiner y Bloom como en otros, menos eruditos y cultos, decidido rechazo o reticencia. Esta división de pareceres es fácil de comprender, como Ángel Rupérez explicó muy bien en su excelente Antología esencial de la poesía inglesa. Antes de él, los anglistas españoles Bernd Dietz y Francisco García Tortosa habían hecho interesantes aportaciones al conocimiento de esta obra que, por un lado, enlaza con las más atrevidas propuestas de Pound y, por otro, desarrolla las posibilidades entrevistas por Auden en las aliteraciones de la primitiva poesía nórdica.
Hill es un poeta doctus en grado mayor aún que Eliot y conocedor, como pocos, del sentido y las formas de la tradición . Himnos de Mercia es uno de sus textos más complejos no sólo por su investigación del poema en prosa –cuyos rasgos describió con detalle Jordi Doce– sino también –y tal vez sobre todo– por la combinación en él de dos tipos de dificultad: la derivada de un determinado uso de la lengua, en la que abundan la enumeración evocativa y los paralelismos de la himnodia; y la que dimana de un planteamiento poético de la historiografía y la intrahistoria, que conlleva una visión moralmente comprometida de la realidad. La primera dificultad es de índole lingüística o filológica, y con notas al pie de página, como el propio autor hace, se puede subsanar; la segunda, en cambio, exige un riguroso análisis de la filosofía de los géneros y se presta mucho a la polémica en la medida en que requiere una lectura en profundidad.
Hill parece, pues, transgredir la frontera que Aristóteles establecía entre poesía e historiografía, aunque, como Cicerón, asigna a ésta un valor retórico, que es el que este libro retoma y que podría explicar la razón por la que prima en él el poema en prosa. Seamus Heaney así lo entendió cuando en Stations, gustosamente, se vio sometido a su influencia. Pero hay un punto en todo este libro que todavía está por resolver y al que me gustaría añadir una humilde sugerencia hermenéutica: me refiero no sólo a su clara dimensión política sino también a su misma condición y constitución estética. Mi impresión es que Hill combina aquí dos planos (el de la Historia con mayúscula y el de la historia con minúscula, que se imbrican en la experiencia de la infancia, el sentimiento del paisaje y la mixtura del espacio y del tiempo) pero que lo hace de un modo trágico –y, en ocasiones, lírico– que recuerda a algunos de los procedimientos shakespeareanos y, en concreto, a aquellos que tienen como tema la meditación sobre el poder y, para ser exactos, el hipotema de la violencia fundacional del Estado.
Ese, y no otro, me parece la clave que rige estos Himnos de Mercia, en los que se alude a las leyendas monetales del rey Offa y a los títulos latinos que acompañaron su acción o la de otros reyes en los oscuros tiempos del medievo que se mezclan con los, no menos oscuros, de la memoria personal aquí. De manera que estos Himnos son de carácter político, como se puede ver en la cita de C. H. Sisson que, en la primera edición (1971), los introducía y que, como las acotaciones explicativas que acompañaban a cada uno de los poemas, luego se suprimió. Lo que ha tenido graves consecuencias para la recta comprensión del texto, aunque haya contribuido –y mucho– a aumentar el carácter abierto de la literariedad de esta escritura, porque –como observa Jordi Doce en su fundamentado epílogo– «el sentido aparece incorporado en la configuración misma de la imagen que genera y articula el poema». Y ello no hace sino añadir opacidad. Ahora bien, la opacidad también es un criterio estético, que estudió Fuhrmann y ejemplificó Montale y que, desde la Antigüedad clásica y su reformulación en el Barroco, no ha dejado de ser nunca uno de los rasgos distintivos de la estética de la modernidad.
La poesía de Hill no es oscura porque sea opaca, sino porque opone una expresa resistencia hecha de ironía y compasión, envueltas en la prosa rítmica que sostiene su lengua y en la que un teónimo celta como Cernunnos, documentado también en Numancia, entra en el mismo sistema referencial que Boecio, encerrado en una mazmorra de Pavía o que los recuerdos, en el poema XXII, de las cortinas corridas y las noticias de la radio durante la Segunda Guerra Mundial. Hill había demostrado desde siempre una predilección por el poema histórico, como en el dedicado a Ovidio o a Miguel Hernández, que le sirven no tanto para una profesión de fe culturalista como de solidaridad con las víctimas del dolor. Y eso es lo que este libro contiene: una teoría de la Historia no como progreso sino como dolor.
Jaime Siles
De ABCD las Artes y las Letras, ABC (4 de noviembre de 2006).
domingo, noviembre 05, 2006
geoffrey hill / himnos de mercia
Imagino que los más avisados habréis visto el libro en las mesas de novedades de poesía. Por alguna razón, he tardado más de la cuenta en avisar de su publicación en esta bitácora, pero la cabeza se deja imantar por demasiadas cosas a la vez y no es fácil mantener un ritmo regular de entradas. Me refiero a Himnos de Mercia, el libro del poeta inglés Geoffrey Hill (1932) que acaba de ver la luz en el sello DVD en edición de Julián Jiménez Heffernan y quien esto firma. Es un volumen que nos ha llevado casi tres años de trabajo discontinuo desde que Julián me enviara un primer ensayo de traducción que luego hemos afinado y refinado hasta el hartazgo. En realidad, la existencia de este libro se debe en un principio al entusiasmo de Julián y a ese primer borrador que aterrizó sin aviso sobre mi mesa. Himnos de Mercia pertenece a ese género de libros que uno asedia durante años sin atreverse a traducirlos: Hill entraña en cada palabra tal cantidad de matices y sugerencias que no hay traducción capaz de replicar la potencia del original. Sí, tal vez, de hacerla imaginable o concebible para el lector español, que es lo que hemos intentado en este libro. En cualquier caso, fue Julián quien rompió el hielo. A ese primer momento le siguieron varias sesiones durante las cuales peleamos cada sintagma y cada frase de los treinta poemas en prosa que componen la obra. Y, finalmente, a principios de este año redactamos los dos textos críticos que escoltan los poemas, así como las notas y la bibliografía correspondiente. Un trabajo obsesivo, en ocasiones, pero también lleno de buenos momentos.
Copio seguidamente el texto que hemos enviado como parte del dossier de prensa: incluye una breve nota biográfica de Hill y también el texto de contraportada, donde se describe de manera bastante precisa la naturaleza y alcance del libro. Cuelgo, asimismo, dos poemas del libro que os pueden dar una idea aproximada de sus méritos. Ayer, por cierto, en el suplemento literario del ABC, salió publicada una reseña del libro a cargo de Jaime Siles (la podéis encontrar íntegra en la siguiente entrada de esta bitácora).
Por cierto, para quienes tengáis más curiosidad sobre la figura de Hill, os invito a visitar el Geoffrey Hill Study Center de mi buena amiga Sylvia Paul. Buen provecho.
Geoffrey Hill es autor de once libros de poemas, reunidos este mismo año en el volumen Collected Poems (Penguin, 2006). Tras licenciarse por la Universidad de Oxford, trabajó durante más de veinte años como profesor de literatura en la Universidad de Leeds. Hasta el curso pasado, en que se jubiló, Hill ocupaba la cátedra de literatura y religión en la Universidad de Boston (Massachussets). Es autor, asimismo, de tres libros de ensayos: The Lords of Limit (1984), The Enemy’s Country (1991) y Style and Faith (2003). En 1978 el National Theatre puso en escena su versión de Brand, de Ibsen.
Himnos de Mercia, publicado en 1971, constituye un notable punto de inflexión en la trayectoria poética de Geoffrey Hill. No es sólo el único de sus libros adscrito el género del poema en prosa, sino también quizá el más asimilable a un impulso autobiográfico o confesional. Después del soberbio ejercicio de escritura simbolista de libros iniciales, en los que el lenguaje aparece sometido a un grado supremo de elaboración formal, Himnos de Mercia despliega una música más serena y accesible, cercana en ocasiones a la confidencia o la evocación íntima. Esta nueva música está en consonancia con unas páginas que vinculan la memoria personal al curso de la historia y a las huellas (visibles o invisibles) que deja en el paisaje y en la vida de sus pobladores. Secuencia de treinta poemas en prosa, Himnos de Mercia es, pues, varios libros en uno: relato elíptico de una infancia durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado, reconstrucción elegíaca de un mundo rural al que la dilatada posguerra inglesa dio la puntilla, lectura del paisaje en la historia y de la historia en el paisaje, alzado etimológico del idioma inglés, buceo en los mitos y leyendas de la memoria colectiva.
Dos poemas
VI
Los príncipes de Mercia eran tejón y cuervo. Esclavo de su libertad, yo excavaba y atesoraba. Huertos fructificados sobre grietas. Yo bebía de los panales de arenisca helada.
«Un niño inadaptado en casa, solitario entre hermanos.» Mas yo, que ninguno tenía, alentaba una extrañeza, me entregaba a juguetes inalcanzables.
Velas de resina nudosa, ramas de manzano, el muérdago pegajoso. «Mira», decían, y de nuevo, «mira». Pero yo corría despacio; el paisaje se retiraba, regresando a su fuente.
En el patio del colegio, en los baños, los niños mostraban orgullosos sus cicatrices de moco seco, muñecas y rodillas adornadas de impétigo.
VII
Gasómetros, su rojo entre los campos. Represas de molino, piscinas de marga en completo reposo. Enjambres de anguilas. Coágulos de ranas: en una ocasión, con ramas y trozos de ladrillo, golpeó una acequia llena; luego se alejó furtivamente de la quietud y el silencio.
Ceolred era su amigo y lo siguió siendo, incluso tras el día del caza perdido: un biplano, ya entonces obsoleto e irremplazable, dos pulgadas de tosca plata densa. Ceolred lo dejó caer en barrena por un hueco abierto entre los tablones del suelo del aula, suavemente, sobre excrementos de rata y monedas.
Después del colegio atrajo a Ceolred, que se reía de miedo, hasta las viejas canteras, y lo despellejó. Luego, tras dejar a Ceolred, viajó durante horas, solo y tranquilo, en su camión de arena privado, derrelicto, de nombre Albión.
Copio seguidamente el texto que hemos enviado como parte del dossier de prensa: incluye una breve nota biográfica de Hill y también el texto de contraportada, donde se describe de manera bastante precisa la naturaleza y alcance del libro. Cuelgo, asimismo, dos poemas del libro que os pueden dar una idea aproximada de sus méritos. Ayer, por cierto, en el suplemento literario del ABC, salió publicada una reseña del libro a cargo de Jaime Siles (la podéis encontrar íntegra en la siguiente entrada de esta bitácora).
Por cierto, para quienes tengáis más curiosidad sobre la figura de Hill, os invito a visitar el Geoffrey Hill Study Center de mi buena amiga Sylvia Paul. Buen provecho.
Geoffrey Hill es autor de once libros de poemas, reunidos este mismo año en el volumen Collected Poems (Penguin, 2006). Tras licenciarse por la Universidad de Oxford, trabajó durante más de veinte años como profesor de literatura en la Universidad de Leeds. Hasta el curso pasado, en que se jubiló, Hill ocupaba la cátedra de literatura y religión en la Universidad de Boston (Massachussets). Es autor, asimismo, de tres libros de ensayos: The Lords of Limit (1984), The Enemy’s Country (1991) y Style and Faith (2003). En 1978 el National Theatre puso en escena su versión de Brand, de Ibsen.
Himnos de Mercia, publicado en 1971, constituye un notable punto de inflexión en la trayectoria poética de Geoffrey Hill. No es sólo el único de sus libros adscrito el género del poema en prosa, sino también quizá el más asimilable a un impulso autobiográfico o confesional. Después del soberbio ejercicio de escritura simbolista de libros iniciales, en los que el lenguaje aparece sometido a un grado supremo de elaboración formal, Himnos de Mercia despliega una música más serena y accesible, cercana en ocasiones a la confidencia o la evocación íntima. Esta nueva música está en consonancia con unas páginas que vinculan la memoria personal al curso de la historia y a las huellas (visibles o invisibles) que deja en el paisaje y en la vida de sus pobladores. Secuencia de treinta poemas en prosa, Himnos de Mercia es, pues, varios libros en uno: relato elíptico de una infancia durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado, reconstrucción elegíaca de un mundo rural al que la dilatada posguerra inglesa dio la puntilla, lectura del paisaje en la historia y de la historia en el paisaje, alzado etimológico del idioma inglés, buceo en los mitos y leyendas de la memoria colectiva.
Dos poemas
VI
Los príncipes de Mercia eran tejón y cuervo. Esclavo de su libertad, yo excavaba y atesoraba. Huertos fructificados sobre grietas. Yo bebía de los panales de arenisca helada.
«Un niño inadaptado en casa, solitario entre hermanos.» Mas yo, que ninguno tenía, alentaba una extrañeza, me entregaba a juguetes inalcanzables.
Velas de resina nudosa, ramas de manzano, el muérdago pegajoso. «Mira», decían, y de nuevo, «mira». Pero yo corría despacio; el paisaje se retiraba, regresando a su fuente.
En el patio del colegio, en los baños, los niños mostraban orgullosos sus cicatrices de moco seco, muñecas y rodillas adornadas de impétigo.
VII
Gasómetros, su rojo entre los campos. Represas de molino, piscinas de marga en completo reposo. Enjambres de anguilas. Coágulos de ranas: en una ocasión, con ramas y trozos de ladrillo, golpeó una acequia llena; luego se alejó furtivamente de la quietud y el silencio.
Ceolred era su amigo y lo siguió siendo, incluso tras el día del caza perdido: un biplano, ya entonces obsoleto e irremplazable, dos pulgadas de tosca plata densa. Ceolred lo dejó caer en barrena por un hueco abierto entre los tablones del suelo del aula, suavemente, sobre excrementos de rata y monedas.
Después del colegio atrajo a Ceolred, que se reía de miedo, hasta las viejas canteras, y lo despellejó. Luego, tras dejar a Ceolred, viajó durante horas, solo y tranquilo, en su camión de arena privado, derrelicto, de nombre Albión.