la verdad sobre mi charla con el sol en fire island
El Sol me despertó esta mañana alto
y claro: «¡Eh! ¡Hola! Llevo
quince minutos intentando
despertarte. No seas tan grosero, sólo
eres el segundo poeta al que he decidido
hablar en persona
así que
¿por qué no estás más atento? Si debo
quemarte por la ventana para que
despiertes
lo haré. No puedo estar aquí colgado
todo el día».
«Perdona, Sol,
es que anoche
me quedé hasta tarde hablando con Hal».
«Cuando desperté a Mayakovski
no tuvo tantos remilgos», dijo el Sol
con arrogancia. «La mayoría de la gente
ya está levantada para ver
si hago mi aparición».
Traté
de disculparme: «Te eché de menos ayer».
«Así está mejor», dijo. «No sabía
que ibas a salir». «Quizá te preguntes
por qué me he acercado tanto…»
«Sí», respondí; comenzaba a sentir calor
y me pregunté si no me estaría quemando
de todos modos.
«La verdad,
quería decirte
que me gusta tu poesía. Veo mucha
en mis rondas y la tuya no está mal. No
es que seas
la octava maravilla del mundo, pero
eres distinto. Ahora bien, he oído que
para algunos
estás loco –aunque esos que lo dicen
son demasiado tranquilos para mi gusto–,
y que algunos
chiflados piensan que eres un
reaccionario
aburrido. No estoy de acuerdo.
Tú sigue tu
camino,
como yo, y no hagas caso. Verás
que mucha gente se queja siempre
de la atmósfera, que si hace calor o
frío,
que si está muy claro o muy oscuro, que
si los días
son demasiado cortos o demasiado largos.
Si
un día no apareces piensan que eres un
vago
o que estás muerto. Tú ve a lo tuyo, me
gusta.
Y no te preocupes de tu linaje,
ya sea poético o personal. El Sol, ya lo ves,
brilla
sin distinción sobre la selva, sobre la
tundra,
el mar, el gueto. Fueras donde fueras
yo estaba al tanto y seguía tus pasos.
Esperaba
que te pusieras a trabajar.
Y ahora
que vives como quieres, por así decirlo,
incluso si nadie te lee excepto yo
no debes deprimirte. No todo el mundo
puede levantar la vista, ni siquiera para
verme. Les
daña los ojos».
«¡Oh, Sol, te
estoy tan agradecido!»
«Gracias, y recuerda que te estoy viendo.
Me resulta
más fácil hablarte desde aquí
fuera. No tengo que bajar colándome
entre los edificios para que me prestes
atención.
Sé que te encanta Manhattan, pero
deberías levantar la vista más a menudo.
Y
abraza siempre las cosas, la gente la
tierra
el cielo las estrellas, como hago yo,
libremente y con
una idea del espacio adecuada. Esa
es tu vocación, todo el cielo lo sabe,
y deberías seguirla hasta el infierno si
es necesario, cosa que dudo.
Quizá
volvamos a hablar en África, por la que
siento
especial afecto. Ahora sigue durmiendo,
Frank, y tal vez deje un poemita
de despedida en ese cerebro tuyo».
«¡Sol, no te vayas!», ya estaba despierto
del todo. «No, debo irme, me están
llamando».
«¿Quiénes?»
Incorporándose,
dijo: «Algún
día lo sabrás. También a ti te están
llamando». Oscuramente se levantó, y
entonces yo dormí.
De Frank O’Hara (1926-1966) habría podido traducir quizá
«The Day Lady Died» o «Why I Am Not a Painter», que son poemas objetivamente
más célebres (de hecho, hace años intenté traducir «Why I Am Not a Painter» y
nunca quedé satisfecho del resultado; algo en el tono del original, en su
coloquialismo un tanto oblicuo, se me resistía). Pero he optado por este, «A
True Account of Talking to the Sun on Fire Island», que descubrí hace más de
veinte años en The Rattle Bag, la
antología escolar que editaron Ted Hughes y Seamus Heaney allá por los años ochenta
(además, si no me equivoco, no aparece en Poemas
a la hora de comer, la hermosa edición española de Lunch Poems que Eduardo Moga tradujo para DVD Ediciones en 1997). El poema me sigue seduciendo como
entonces: no ha perdido un ápice de su sentido del humor, de su ironía lúdica,
y esto es precisamente lo que lo hace tan difícil de traducir: recrear en
español la gracia del inglés neoyorquino de O’Hara, la chispa juguetona de un
diálogo por turnos serio, infantil, tierno e incluso, en algún momento,
solemne, con esos toques hiperbólicos marca de la casa que lo vuelven
irresistible, no es tarea fácil. No sé si lo he logrado; sí tengo claro que
debía traducirlo –tarde o temprano– si quería ser fiel a mis gustos, que es
como decir mis relecturas, las piedras donde tropiezo aunque no quiera.
El poema, como su propio autor se encarga de señalar, es un homenaje a otro famoso encuentro con el astro rey: el de Mayakovsky en «Un gracioso incidente que le ocurrió a Vladimir Mayakovski en el campo», donde el poeta ruso increpa al sol antes de descubrir sus afinidades y comprender que la labor de ambos es análoga: «Con poemas y luz / ruidosos y brillantes / brillar y nunca preguntar nada: / esa es nuestra consigna, la mía y la del sol» (la traducción es del argentino Gustavo Adolfo Chaves). Que O’Hara conocía bien la obra de Mayakovsky y hasta lo tenía por uno de sus ángeles tutelares es bien conocido; de hecho, llegó a dedicarle uno de sus poemas tempranos, titulado justamente «Mayakovsky», donde la invocación al maestro es una forma de volver con más fuerza sobre uno mismo: «Puede ser el día más frío / del año, ¿cómo lo ve / él? Quiero decir, ¿cómo lo veo yo? Y si lo veo, / quizá vuelva a ser yo mismo otra vez». En «La verdad sobre…», por el contrario, el guiño a Mayakovsky es anecdótico y no pasa de ser una excusa para que O’Hara vuelva a hacer de las suyas: un diálogo que es una poética que es una crítica de la poesía contemporánea que es un ejercicio de egolatría que es una explicación no pedida que es un fragmento de stand-up comedy que es un sueño visionario que es una forma de reírse de todo el mundo, hasta de sí mismo… El resultado responde perfectamente al deseo tácito de su autor de que en esta vida se puede ser cualquier cosa menos aburrido; ya bastante pesada es la rutina diaria como para que nos convirtamos, encima, en oficinistas de nosotros mismos. El poema, fechado en 1958, quedó inédito a su muerte y no vio la luz hasta 1971, con motivo de la publicación póstuma de sus Collected Poems.
Por cierto, fue en Fire Island donde O’Hara murió, el 25 de julio de 1966, al ser atropellado en la playa por un buggy. Una muerte prematura, nada anunciada y particularmente absurda para alguien que había entendido como nadie el absurdo de la vida urbana, su chisporroteo febril y expectante. Tenía 40 años, y ya había escrito algunos de los poemas más vitales y divertidos de su tiempo. El aplomo sereno que exhibe en las fotos me hace pensar que lo sabía.