Tomé de mis padres la idea de
combatir las noches de calor de Manhattan durmiendo en la azotea. Es lo que habían
hecho durante la guerra, salvo que no era una azotea sino una larga terraza en
el piso superior de un edificio del centro de Belgrado. Cómo no, era noche de
apagón. Recuerdo inmensos cielos estrellados, y la ciudad totalmente en
silencio. Comencé a hablar, pero alguien –al principio no supe quién– me tapó
la boca con su mano.
Como
en un barco en medio del mar, nos cubría un manto de nubes y estrellas.
Navegábamos a toda máquina. «Allí es donde comienza el infinito», recuerdo que
dijo mi padre, señalando el lugar con su larga y oscura mano.