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Políticos como antorchas humanas. Se inflaman y arden sin aviso. Quedan reducidos a un puñado de tinta.
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Ese, el que nunca sonríe. Ese, el de los dientes enmohecidos.
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La noche. Aunque fuera tan sólo para inventar los ojos del gato.
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Echar raíces, dicen. Pero son los lugares donde hemos vivido los que arraigan en nosotros, los que buscan tierra nutricia en nuestro hacer y nuestro recuerdo.
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Poemas como maniquíes. Tienen una interpretación nueva para cada pase.
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Lo que entra fácilmente en el oído suele pasarse de frenada. La oreja contraria como despeñadero.
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Un libro es lo que queda después de haber pasado infinitas veces por el mismo sitio. No una construcción: un surco, una herida en la tierra, la huella reiterada de unos pies afanosos.
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Pensar, no con contradicciones, sino en el espacio abierto por las contradicciones.
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El roce con la multitud, que nos afila y nos desgasta, que nos hace casi inexistentes.
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El que llega a los libros como ante el mostrador de unos grandes almacenes. Lo peor es que siempre hay escritores con vocación de dependientes.
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En aquel país, los días sólo existen en la medida en que sepan alimentar los sueños.
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Pasear, para que la cháchara incesante de la conciencia se convierta en ruido de fondo.
Ante el ordenador, traduciendo routers y hormigas informáticas varias, vengo a leer tus hormigas blancas para despejarme un rato y seguir trabajando. Me han gustado sobre todo: el país que alimenta los sueños, las raíces que echan los países en nuestros recuerdos, y las huellas afiladas y desgastadas que deja la multitud al rozar, apenas, nuestro cuerpo.
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