miércoles, octubre 01, 2008

un poema de john burnside


LAS AFUERAS

Domingo por la tarde pasado por agua; después de la lluvia un viento bíblico riza los charcos de Station Road; por los setos que rodean el colegio femenino un trino elaborado fluye a través del húmedo aroma de las rosas, como una nueva forma de música que hubiera evolucionado del agua.

La historia espiritual de las afueras: tablas flamencas de loros y cacatúas, damascos chinos, porcelanas estilo Kraak, naturalezas muertas de especias y fruta, cochinilla, ruibarbo y jengibre importados; botellas de pepinillos y sirope de arce en mesas de cocina, helado y limones, radios sonando en cuartos vacíos, como cuando el director busca una atmósfera de suspense en una película de misterio de los años cincuenta; las afueras tienen siempre una calidad abstracta, como una frase aprendida de memoria que repetimos hasta que las palabras se vuelven mágicas.

De noche las afueras se transforman. La acción de baja intensidad que tiene lugar durante el día bajo la superficie se intensifica, como madera de mala calidad alabeándose bajo la chapa: en el jardín irrumpen zorros que hozan en cubos de basura tirados, el vacío toma forma y se aproxima desde el centro del césped, un demonio blanco que sonríe en la oscuridad, y comprendo al fin que resido en un lugar inventado cuyo único propósito es la evitación, y lo que quisiera evitar es lo que llevo conmigo, siempre.

*

Solíamos pasear por las afueras, espiando en las casas de la gente que parecía tener dinero: interiores de perfecta quietud, dueños de un orden insoportable; cuencos Imori y pianos de cola domésticos; guantes en la entrada; espejos; pinturas de barcas y paisajes; las personas, los perros falderos a los que peinaban, hasta el espacio en el centro de cada estancia no parecían sino un elemento más del mobiliario al que sacar brillo y asegurar con una póliza.

En invierno el barrio de las afueras se vuelve japonés. Es tranquilo y formal: hay mesas de piedra y criptomerias en los patios vallados, envueltos en mangas firmemente cosidas de nieve inmaculada. Algo falta, no obstante: una ausencia que sólo se llena por un tiempo con el rojo de la furgoneta de correos en el callejón, o el sonido de unos pasos haciendo crujir el hielo. Al borde del bosque, más allá de lo que puede llamarse razonablemente las afueras, en la linde ya mítica del campo, un buzón de correos se yergue entre ventadas de la misma blancura, llenado su espacio con un color y una solidez que las afueras no pueden emular.

Por tal razón, los últimos rituales verdaderos sólo suceden aquí: los habitantes de las afueras están obligados a una atención al detalle que una vez fue religiosa y que ahora carece de sentido. El barrio tiene sus propias pautas: ordenamientos de botellas en los peldaños de la puerta principal y hielo rascado en los senderos de entrada, promulgaciones de tareas y deberes, conversaciones en las verjas y en los setos, movimientos de barrido y atado, cálculos arcanos de coste y distancia. Toda esta actividad está diseñada para hacerlo parecer real –un lugar común–, pero sus residentes no pueden evitar la idea, como la idea que a veces surge en sueños, de que nada es sólido, y de que el barrio de las afueras no es más corpóreo que un espejismo en una ventisca, o las ondas temblorosas de una carretera de salida donde las manchas de gasolina se evaporan al sol.

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El sueño recurrente es también un recuerdo: salgo del humo y el ruido de una fiesta en las afueras al frescor de un jardín que huele a lirios y hierba santa; las estrellas están cerca, frías, centelleantes, y quiero estirarme y frotar los dedos en sus puntas. Doy un paso y me subo a las ramas más altas de un manzano, a la humedad y el aroma donde una muchacha con un vestido blanco está de pie, medio en sombra y medio iluminada, perfumada de lirios, como si perteneciera al jardín y pudiera alzarse y fundirse en él a voluntad.

No hay necesidad de hablar; nos oímos mutuamente los pensamientos; fluyen juntos a través de la música y las voces, no sólo sonidos, sino también fragancias y fragmentos de visión: luces, polillas, perfumes, túneles, corrientes. Ideas a medias: la anotación de una tendencia a lo circular, una pulcritud que he conocido durante años, expresada en una extraña álgebra de topónimos y símbolos en mapas de carretera.

Pasado un tiempo, en el sueño y en el recuerdo, ella desaparece. Regreso al interior de la casa y la cocina está vacía, salvo por una ausencia donde algo acaba de ocupar mi sitio, dejando un vaso de leche a medio beber en la mesa, algún ángel de pesos y medidas que pasó por aquí y acaba de marcharse; oigo el ruido de su motor en la oscuridad, una brillante configuración de viejos dioses, Pan-Shiva, Perséfone-Ishtar, el Jano-Cristo de umbrales y encrucijadas, la huella de un niño que nunca ha entrado en casa y nunca lo hará, que permanece a la intemperie haga el tiempo que haga, que nunca ha de crecer o morir, que está siempre, en toda circunstancia, jugando fuera.

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A última hora de la tarde, la gente en casa; zarpas gatunas de luz en las hojas del melón dulce, aspersores activándose y siseando en céspedes desiertos. A una milla de distancia, la estación de tren en desuso está sepultada entre parras y laurel cerezo, medio entregada al bosque, como un templo erigido a un dios casi olvidado; a media milla en la dirección contraria, cruces y ángeles de piedra se yerguen cubiertos de líquenes de camposanto, las ágiles serpientes musculosas están envueltas en hiedra, el agua gotea todo el anochecer de un caño oxidado; es otra forma del mismo verdor, más inmóvil y familiar, pero aquello que lo embellece es aquello que lo vuelve peligroso, como el espíritu de un estanque de peces que prende en llamas y mancilla a nuestros hijos.

A veces me seduce su identidad más primitiva: un lugar donde puedo cultivar plantas; una cocina caliente donde puedo sentarme sin ser molestado, esperando la leche y el correo, mientras el sol se alza detrás del manzano y tejidos de agua desbordada discurren por la hierba más allá de mis fronteras. A veces su sencillez es un engaño: la distancia llega en una hebra de aroma fresco entre dos cortinas, y pienso que ya estoy presente en otro lugar después de una suerte de viaje, como si se pudiera viajar a un destino que no sea éste, las afueras, donde todo está implícito: ciudad, polígono industrial, parada nocturna, bosques que emergen de entre la bruma como recién creados, lo mismo que esas flores de papel japonesas que se abren en el agua, carreteras secundarias de noche donde, por un momento, un susurrar de alas pasa muy cerca en la oscuridad, seguido de un tirón de silencio, la sensación de campos de espigas moviéndose al viento, y más allá una lámpara en una ventana donde alguien ha estado sentado toda noche, bebiendo té, recordando algo así.

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Las afueras acumulan accidentes: libros sobre topología o nomadismo que parecían interesantes en la tienda; jardines descuidados de menta y buglosa; cobertizos llenos de fragmentos de arcilla y harapos coagulados, como el suelo de una tumba egipcia. Densos y oscuros licores permanecen años bajo las tapas de botes de mermelada y botellas de limonada, como recetas de cuentos de hadas para la invisibilidad o el amor.

El lugar no es importante; aun si los detalles son seductores, la noche es lo que importa: la constante de la noche en Chantilly o Cherry Hinton, una noche que podría poblarse con criaturas de Grunewald o Richard Dadd pero que se revela, en cambio, como una hermandad siniestra y juguetona de objetos cotidianos: céspedes mojados, setos en penumbra, gatos que caminan por el borde de los muros y carpas gordezuelas y silenciosas en estanques que parecen pintados por Hiroshige; el aroma del tabaco de Virginia, el dulzor de mi propia boca, una calidez moviéndose en mi piel, una sensación en mi cuero cabelludo de estar emergiendo, ahora y siempre, a la superficie del instante.

Me despierto de noche y oigo a alguien moverse en la oscuridad, cerca de la cama, o veo, con bastante claridad a la luz de la luna, a un delgado, malicioso o alegre niño que una vez fue mío pero que ahora se ha ido a colaborar con el ser de esos ángeles carroñeros que embrujan las afueras, indiferentes a la noción de que este espacio, con sus puertas cerradas con llave y sus persianas bajadas, pertenece a mi sencilla idea de orden, que no es más que una noción de riesgo valioso y calculable.


de Common Knowledge (Conocimiento comunal; Secker & Warburg, 1991)

trad. J.D.

4 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

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  2. Magnífico. Gracias por prestárnoslo.

    Saludos

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  3. Gracias a los dos por vuestro entusiasmo. Son los lectores los que dan sentido a un poema, si es que lo tiene. Abrazo.

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