jueves, mayo 07, 2009

elias canetti / figuras en la pared



En una de las secciones iniciales de Historia de una vida, la correspondiente a su breve estancia infantil en Manchester, Elias Canetti (Rustschuk, 1905-Ginebra, 1994) preludia el descubrimiento de los libros, asociados desde un primer instante a los comentarios y enseñanzas de su padre, con el relato de su trato con la gente del «empapelado», en realidad «numerosos círculos oscuros» que tapizan las paredes y que el niño de seis años convierte de inmediato en interlocutores de sus fantasías. Estos círculos, afirma Canetti en una suerte de eco de «The Yellow Wallpaper», el famoso relato de Charlotte Perkins Gilman, «me parecían personajes. Inventaba historias en las que estos aparecían, por una parte yo se las contaba, por otra ellos actuaban en ellas». Lo curioso de estas líneas no es la anécdota en sí, bastante común a muchas infancias, sino el modo en que Canetti parece describir por adelantado el talante que domina el libro y que gobierna su relación con los diversos personajes que lo recorren: «Solo recuerdo que incitaba a los personajes del papel a realizar grandes hazañas, y cuando ellos se negaban les hacía sentir mi desprecio. Los animaba, los increpaba, y como yo siempre tenía un poco de miedo cuando estaba solo, les reprochaba a ellos ser unos cobardes».
Como la obra de creación que es (creación desde la memoria, o mejor: creación de la memoria), Historia de una vida ofrece las claves que permiten interpretarla. El recuerdo del empapelado enlaza con el gusto del escritor maduro por la caricatura hiperbólica y la reducción del personaje a un rasgo que lo envuelve y define. Se trata, en el fondo, de la misma operación: si el niño crea una persona a partir de un círculo, el escritor desvela el trazo definitorio y reconstruye con él al personaje. Así, Hermann Broch es descrito como «un pájaro grande y hermoso, pero con las alas cortadas», que parecía recordar «los tiempos en que aún podía volar». El escultor Fritz Wotruba, al que llama su «hermano gemelo», aparece golpeando «diariamente contra la piedra más dura», como trasunto de la propia agresividad que Canetti había aprendido de Karl Kraus. El compositor Hermann Scherchen le proporciona un modelo químicamente puro de la figura del «dictador», objeto de un estudio que pasa de la antipatía inicial a un respeto casi afectuoso. El breve encuentro con Joyce, que tuvo lugar en Zurich en el transcurso de una lectura pública de La comedia de la vanidad, se reduce a consignar la extraña frase («Yo me afeito con navaja ¡y sin espejo!») con que Joyce reaccionó a la prohibición de los espejos que era el motivo central de la obra. Canetti obtiene un indudable placer de estas caricaturas, que asigna incluso a sus maestros en el oficio: la visita a Berlín en 1928 es ocasión para que George Grosz comparezca como uno de sus propios personajes, «colorado, borracho, en un estado de excitación incontrolable» mientras persigue a una poeta amiga. El gusto por lo grotesco se extiende también a su retrato de Bertolt Brecht, escrito con una mezcla ambigua de respeto y animadversión: ni siquiera la sorpresa de ver a su idolatrado Karl Kraus a la mesa de Bretch suaviza su antipatía por el hombre. […]

Podéis leer el resto del ensayo en el número 28 de la revista mexicana Fractal, aquí.

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