Vivimos en una cultura visual que privilegia la rapidez, el vértigo, la sucesión vertiginosa de las imágenes, que muestra incluso cansancio o impaciencia cuando esas imágenes no fluyen a la velocidad debida. Sin embargo, esa rapidez no se traduce en complejidad o sutileza, en una sintaxis que nos permita movernos por las grietas de tales imágenes, explorar su revés o su brillo, el silencio que llevan adheridas. Una y otra vez, en películas y seriales televisivos, en reportajes y documentales (con las inevitables y casi lógicas salvedades), se despliega una concepción crasamente lineal del tiempo, un orden primitivo que nos conduce de la A a la Z a través de una cadena previsible de causas y efectos. Que las imágenes fluyan con rapidez no significa que hayan sido barajadas con pericia; tan sólo que alguien ha reducido la duración de cada plano, de cada escena. La estructura del relato no se aparta del modelo tradicional: planteamiento, nudo y desenlace. El tiempo avanza siguiendo el vector que nos conduce de la mañana a la noche y vuelta a empezar. Esta noria visual, esta montaña rusa de imágenes sincopadas y tartamudeantes, no ha llevado al relato más allá del «Érase una vez» que se balbucea a los niños.
Jugando con la famosa frase de Godard, cabría decir que el montaje es una lección de moral, una forma de situarse ante el mundo y decirlo. Y la moral que exhiben gran parte de estos productos es la maniquea del justiciero de western, la sintaxis pragmática del publicista y el político. Se diría, en fin, que los medios audiovisuales se portan como un vulgar prestidigitador ante su media luna de niños hipnotizados, a los que distrae con juegos de manos y cháchara incesante mientras la acción verdadera, el objetivo inconfesable, se realiza en el más hábil de los secretos.
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Se han invertido los papeles. Ahora somos nosotros, los espectadores, las víctimas del espectáculo. Los leones nos devoran cada noche, pero a la mañana siguiente resucitamos.
Una cosa que creo que la gente olvida a menudo es que NO ESTA OBLIGADA a ver la tele. Es decir, que si quieres, si no te gusta lo que echan, ni como lo echan, si no te gusta que te devoren los leones cada noche, puedes apagarla...
ResponderEliminarTienes toda la razón, Clarissa. El problema, tal como yo leo, es que nuestra condición de espectadores excede el hecho concreto de que veamos o no la televisión (de que decidamos o no verla). Es casi una categoría ontológica, somos espectadores ante internet, ante la televisión o el cine, en la calle... Por ahí van los tiros, en que toda nuestra existencia (la nuestra y la de los otros) adquiere la categoría de espectáculo, eso que sólo es real cuando está mediado por una pantalla... Saludos y gracias, J12
ResponderEliminarClaro, ambos con razón: no es sólo cuestión de no ver la TV (ojalá), porque vivimos en un mundo que sí la ve, masiva y casi religiosamente.
ResponderEliminarEl problema es que no se trata de un asunto individual, sino colectivo. Como todo asunto colectivo, mucho más si es social, la complejidad es demasiado grande como para que las soluciones sean tan fáciles.
para ser "el mudo" eres más que elocuente, y con razón. Creo que mi comentario era quizá demasiado rotundo para un tema que merece, por sí solo, un ensayo más extenso y detallado. Gracias por contribuir al diálogo. Saludos, j12
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