sábado, junio 20, 2009

cajeras


Almuerzan bajo las acacias del paseo, a una sombra con poco viento, con las faldas del uniforme arremangadas hasta las rodillas, sentadas incómodamente en el bordillo de la calle. Unos bocadillos, una ensalada de túper, un par de latas de refresco. Las veo desde mi estudio, la persiana medio bajada para espantar el calor, y me sorprende el descaro con que afrontan el sol de las cinco de la tarde. Supongo que es un cambio, incluso una bendición, después de respirar durante horas el aire acondicionado de la tienda. La escena -tres mujeres comiendo frío en una calle desierta y arrasada por la luz- podría ser hosca o deprimente pero es, en realidad, todo lo contrario. Un
desayuno en el asfalto de sencilla y tranquila domesticidad. Hasta el verde y amarillo de sus uniformes parece un reflejo del color de las acacias, una decantación resinosa. Se van como llegaron, sin ruido, alisándose la falda y la blusa con las manos, estirando el cuello con súbita coquetería. Como si nadie las mirara, o sólo una versión complaciente de sí mismas. Ojeras y elegancia.
   

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