martes, julio 07, 2009

un ensayo de christopher middleton


Reflexiones sobre una proa vikinga

A fin de recapturar la realidad poética en un mundo tambaleante, acaso debamos revisar, una vez más, la idea del poema como expresión de los «contenidos» de una subjetividad. Algunos poemas, al menos, y algunos tipos de lenguaje poético, constituyen estructuras de una especie singularmente radiante, donde la «expresión de uno mismo» ha sufrido un profundo cambio de función. Experimentamos tales estructuras, si no como revelaciones del ser, sí como aperturas hacia el ser. Las experimentamos como no experimentamos ninguna otra cosa.

Sin embargo, decimos que un texto poético no es tal o cual cosa ahí afuera. Decimos que un texto, en tanto que objeto virtual, no es algo real, que ni siquiera es un objeto. O decimos que este o aquel texto hace de interfaz entre las cosas y las personas, pero que su estatus ontológico está al cuidado del destinatario, que a su vez es itinerante y anónimo. Consideremos el problema desde este ángulo: ¿No será que estamos olvidando, en primer lugar, lo que algo es en tanto que artefacto, y en segundo lugar lo que significa? Puede que nos estemos olvidando, en concreto, de las virtudes intrínsecas de los artefactos preindustriales, no sólo de aquellos que tenían de manera explícita un valor sagrado.

Encajes, iconos, vidrio soplado, monedas griegas acuñadas a mano, fíbulas, figurillas, libros antiguos, pinturas, carretas, colchas y arados...: estos objetos manufacturados son reales, se volvían reales, cuando eran avivados por corrientes de energía formalizada y el deseo cristalizaba al viajar de la imaginación a unas manos expertas, pasando por la preciada materia prima, y luego vuelta a empezar en un circuito incesante. Algunos artefactos se cargaban de un espíritu que, como en las máscaras Kwakiutl, quedaba formalizado cuando la habilidad del artífice lo dirigía, como un rayo, y lo hacía cristalizar en objetos socialmente significativos que iluminaban el contexto espaciotemporal del artífice y su tribu. Este artífice no está confesando nada, no está imponiendo sus propias compulsiones subjetivas, no cataloga impresiones, no deduce un edicto de una anécdota. No hay nada aleatorio que no quede absorbido en la estructura del artefacto. El artífice modela en el objeto un saber grupal que habla por sí mismo.

Esta es al menos una forma de ver, hoy en día, ciertos objetos y prácticas ajenos a nosotros, más antiguos que nosotros. Puede que condenemos tales prácticas como fetichistas. Rara vez, con todo, reconocemos el aguado fetichismo, o la idolatría, con que rendimos culto a coches, lavadoras, mecheros, todo nuestro brillante arsenal de productos y comodidades tecnificadas. Aquellas prácticas antiguas estaban informadas por una vigorosa e incluso feroz concepción animista de los materiales primigenios (madera, jade, bronces), con los que la gente se relacionaba como antes se habían relacionado con los animales y con los dioses en los animales. Este animismo puede no haber sido siempre lúcido. Pero al menos tenía la inventiva suficiente como para proporcionar sabiduría a través del conducto de los materiales, algo que aún puede verse en las viejas catedrales. Nuestras prácticas, desde luego, son menos activas. Convertimos productos en fetiches partiendo de una indiferencia bostezante –o una cerrada hostilidad– hacia un mundo de objetos que confunden la percepción y multiplican los signos de nuestra alienación. Peor aún: enfrentados a ese mundo aborrecible, molestos por su causa, todo deja de importarnos. El impulso del beneficio, mellado por una carga impositiva alta, provoca que apenas disfrutemos al implicarnos en cuerpo y alma en aquello que hacemos para la venta o incluso para nuestro propio consumo. Una diminuta fracción de este mundo másico, aquí y allá, sigue encontrando cierta gratificación en la manufactura de objetos perfectos en el tiempo de ocio que compra con el dinero del tiempo de trabajo. El trabajo artesanal vuelve a ponerse de moda, sí, y hasta en los Estados Unidos crece un cierto gusto por la cocina. Pero las grandes líneas de producción mantienen estos cambios en la periferia, destinados a una elite. Para el resto: plástico y apatía, una siniestra pareja de gemelos. Plastix y Apatía: gemelos croque-morts que rellenan el cadáver disecado de la civilización occidental.

Las viejas prácticas animistas, la vieja concepción de las cosas, cubrían un amplio abanico de significación vital: de la brujería a Rilke, de la profecía al ámbito de la indumentaria, de los barcos vikingos a los más delicados retratos en miniatura que se popularizaron en Francia y Alemania a fines del dieciocho. El artefacto como icono: si uno vivía en ese mundo, el icono contenía de hecho la sustancia anímica de la persona retratada. El retrato no tenía un carácter descriptivo ni era un derivado. Era una presentación, inmediata y precisa, del ser invocado de manera resonante por la imagen y almacenado en la imagen. Esto era más que simple idolatría. Gracias a la imagen, el observador se libraba de caer en ciertas trampas en su circuito de respuesta al mundo, trampas que en nuestro caso detienen el crecimiento por dos motivos. Uno es la opacidad, compuesta de miedo y hábito, que reprime y embota la subjetividad. El otro es el sentimiento de imposibilidad (nohow) que licúa la subjetividad. No es extraño, pues, que a lo largo de la década de 1840 miles de norteamericanos corrieran a los estudios de daguerrotipos con la esperanza de lograr una estructura, una identidad, en forma de imagen detallada y perfecta.

Debo desviarme de este marco de referencias para acercarme a otra cuestión. Puede que sea imposible reconstruir la realidad casi mágica de un mundo más antiguo, la textura de sus creencias. Pero podemos hacerlo de forma conjetural, en este caso, preguntándonos cómo se comportaban los artefactos, o cómo se pensaba que se desplegaban y alcanzaban las fronteras espaciales, tanto físicas como sociales, que los definían. Primero esbozaré una conjetura, luego trazaré correspondencias entre esa relación táctil (artefacto/medio ambiente) y los poemas experimentados como aperturas hacia espacios, o lugares, específicos.

Artefacto y medio ambiente: un ejemplo dramático es la proa del barco vikingo de Oseberg. La foto que tengo delante mientras escribo muestra una pieza de madera curvada, tallada minuciosamente, que surge de manera majestuosa de entre las rocas y el fango que enterraron el barco durante once siglos. Dispuestas en capas descendentes detrás de la curva de madera tallada, y aseguradas por clavijas de madera, hay ocho planchas, relativamente esbeltas, que conforman la sección delantera del casco; su curva sigue la curva de la proa, ascendente y afilada como un hacha. Luego viene otra plancha curvada, como si se quisiera hacer hincapié en la significación de la plancha de proa. El borde de ataque de esta última plancha es tan ancho como una caja de cerillas de cocina. Es liso y en paralelo a él corre otra pieza desprovista de adornos, el borde de salida. En el interior de este marco se hallan las figuras talladas.

Las figuras tienen carácter de bajorrelieve: ondas y entrelazamientos, diseños dragontinos. En lo que ha sobrevivido de la plancha de proa se pueden contar hasta siete áreas principales, todas ellas entrelazadas y entrecruzadas. La plancha de refuerzo situada en la parte anterior, ocho planchas más atrás, tiene una configuración similar pero no idéntica de garras, tendones, ligamentos como astillas y otras áreas corporales que evocan la apariencia de un dragón, y que comparecen de nuevo entrelazadas. Esta figuración no tiene carácter «representacional». Su naturaleza es otra, pero ¿cuál? Las áreas corporales aparecen sombreadas, rayadas, con estriaciones menos profundas que el contorno de las garras: pequeños rectángulos elevados, como los rectángulos cóncavos («encajonados») de un waffle o un barquillo: escamas de dragón, si es que tal era el motivo. Pero la intrincada ornamentación no borra en ningún momento la naturaleza leñosa de la madera. La fibra y las vetas son bien visibles. La talla no debilita en ningún momento la madera. Se comprende ahora lo que quieren decir los etimólogos cuando hacen derivar la palabra «cosmética» de «cosmos». Virtú esencial hecha explícita en una forma palpable y acentuada.

Los expertos afirman que los dragones, cuyas garras apuntan invariablemente hacia el mar, tenían por función proteger a los remeros de los espíritus malignos. Yo iría más lejos. Los dragones son espuma marina cristalizada en formas de animales (míticos). Son formalizaciones animales de la espuma marina que rompe contra la proa o yace fugazmente sobre la superficie del océano. Al mismo tiempo, los dragones no deforman en modo alguno la madera. Están ejecutados directamente a partir de la madera y de sus vetas. El artesano talló las protoformas de la sustancia marina en la madera, pues de este modo, pensaba, incluso si son retratadas como dragones, estas protoformas, para las que la madera es su elemento natural, saben también cómo lidiar con el mar, ya que están hechas de mar, sin dejar por ello de compartir la vida de la madera.

La nave estaba protegida y era guiada por protoformas marinas talladas –a manera de símbolos– en la madera cuya forma de hacha afilada se abría paso por la materia salada del mar. Los símbolos operaban una sustitución mágica. El sustituto, en tanto que símbolo, participa comunicativamente de la vida bruta, el mar, de la que es extraído. A causa de esta participación comunicativa, y porque conoce su doble origen, el dragón de madera sabe cómo aferrar el mar, lidiar con él, desviar sus asaltos y evitar que le haga trizas. Así es cómo el tallador de la madera servía a sus congéneres, con manos capaces. De otro modo, los enormes músculos de las espaldas y los brazos de los remeros se habrían revelado inútiles. Necesitaban las manos delicadas e incisivas del tallador, necesitaban su información, y necesitaban que los dragones les ayudaran, a fin de anticipar y dispersar los horrores del mar.

La talla que efectúa esta sustitución mágica no sólo tiene un papel de guardián (es decir, pasivo, capaz de prevenir la mala fortuna). Tiene también un papel transitivo. La talla opera en y sobre el mar, corta en el mar la forma del viaje humano. Por último, la talla es un modelo de orden, de buena energía bien ordenada. Significaba –incluso si no siempre lo conseguía– una conquista frente al azar. En virtud de su acción transitiva, este modelo daba sentido al azaroso mar. Para los músculos de los remeros era una señal orientadora entre las múltiples corrientes amenazantes, la henchida y laberíntica red de altas tensiones entre el orden y el caos, la nave y el océano.

Cuando se piensa en artificios de este tipo –el sistema de la proa no existe de manera aislada, como tampoco debemos perder de vista las implicaciones sociales que tiene para nosotros–, se comienza a tener dudas sobre los poemas que se adecuan al guión de la expresión subjetiva; dudas, asimismo, sobre los poemas anecdóticos o confesionales, los poemas que catalogan impresiones por adición, etcétera. Hablo de dudas, pero la clave que nos da el valor de cualquier texto es la naturaleza (cualidad) de la escritura; así que tal vez he dado un largo rodeo para admitir una distinción obvia. Ésta sería la distinción entre dos clases de texto, el configural y el confesional. Ambos son dignos de suscitar un sólido juicio estético. Si mis dudas tienen algún fundamento, es porque el modo (más o menos) confesional es más capaz de generar una escritura laxa, complaciente y arbitraria, y también porque da cabida a la impostura, a la falsificación.

Los guiones para la expresión del yo no se reducen a un conjunto de fórmulas, ni mucho menos. La fuerza liberadora de la poesía, tal como la conocemos hoy, proviene en gran medida de las expresiones volcánicas del pasado reciente. De Whitman a Artaud hemos tenido de todo: crisis en los intestinos, la psique y la voz, sentimiento oceánico, democracia, invención elaborada de los interiores humanos, sin excluir la angustia del ano de Artaud. El gran cacareo confesional, en su extremo más intenso, puede mostrar de qué temeraria y salvaje materia está hecho el individuo creativo. Pero los poetas artífices, a diferencia de los desenvolvedores de intestinos o los excavadores de la nada, están conectados a lugares históricos. Están conectados de raíz y de manera transparente a lugares específicos, escenarios sólidos. Me pregunto si su percepción de habitar un eje espaciotemporal concreto presupone una imaginación afín a la del tallador de la proa vikinga.

Propercio, Musil, Lorca, Kafka, Baudelaire, Mandelstam, Balzac, Fontane, Joyce, Mörike, Proust, Leopardi, Píndaro, y en la actualidad Ladislas Nowak en Trebic, o Fritzi Mayröcker en su cuarto de Zentagasse, no son sino escritores de milieu. Todos forcejean respetuosamente con la arbitrariedad. Sus ciudades, paisajes y cuartos no son literales al modo de una fotografía. Sus escritos no son nunca un reportaje frontal sobre localidades aparentes, sino creaciones formales que albergan e irradian espacio poético. Se puede reconocer, sin duda, un eje espaciotemporal concreto (un «mundo de apariencias») en las palabras y en la imaginación que tales palabras encarnan. Pero esta encarnación incluye un instante crucial de cambio. Ya nada es neutral, todo es trascendido y animado por los ritmos de una visión formal única que descansa en una sensibilidad original. (Hay muchas mujeres en este grupo de escritores; su ávido y rico sentido del espacio está, curiosamente, menos contaminado por el artificio.)

La Suabia de Mörike, la Roma de Propercio, la Vaucluse de René Char, todas ellas son estructuras –o debiera decir estructuraciones– que se vinculan de manera transitiva con el mundo externo y accidental cuya forma albergan. Así pues, experimentamos tales lugares como mundo, como cosmos, tan pronto los hemos experimentado en estas formas de palabras. Las formas léxicas inaugurales se distinguen netamente de la expresión en su sentido habitual; su naturaleza es vocal, pero no se trata de pensamientos/emociones vociferados de manera arbitraria. Nos ponen casi en contacto perceptivo con el ser; casi percibimos, en su organización, al ser como la forma más sutil e íntegra. No importa gran cosa si el punto de contacto es una alcantarilla o una fuente, un «velero» o «un cerdo en el aire», como dijo Byron. Tal vez el lugar real, en toda su densa variedad psíquica, sea en última instancia un foco para la creación de una visión: una visión del ser como una estructuración enigmática y honda, una estructuración llena de conflictos pero penetrante.

Llegado a este punto, siento que el académico que hay en mí pugna por hacerse oír. Sin embargo, si doy importancia a la estructura como un suceso lingüístico radical, sin considero que ciertas estructuraciones implican la existencia de magia, no estoy proponiendo que hagamos de la estructura algo conspicuo o exclusivo. Nada de frigidez neoparnasiana. Cualquier forma de purismo doctrinario me repele, incluso si la practica Gerhard Rühm. Admiro a algunos poetas franceses que están trabajando con inteligencia para desarreglar la sintaxis, que tienen una fina percepción de la fragmentación y que liberan al texto de emociones aleatorias. Pero mantén alejada, me digo, la atractiva idea de una poesía no discursiva y tras-reflexiva que, al tiempo que presenta una experiencia lírica compleja, se define como desvelamiento del ser. Mantenla alejada, en parte porque esta idea se presta a ser manipulada por la jerga académica, en parte porque cualquier esfuerzo consciente por escribir de este modo resulta en un esoterismo a la vez vacío y decoroso.

Todo lo que he tratado de hacer en estas notas es proponer, como posible modelo poético, el artefacto antiguo, útil y significativo. Ello me sitúa del lado del lenguaje figurativo, como una forma, puesta a prueba por el tiempo, de acceder a la verdad en una existencia finita y, más aún, como un habla que relata el impacto del mundo sobre el cuerpo. La figuración abre un acceso –a la verdad y a la muerte– que cabe llamar fisonómico, pues no prescinde de la emoción y la aleatoriedad sino que las admite, con el coste en dolor que sea necesario, en una condición purificada y necesaria. Purificada y dinámica: es la estructura en evolución la que, al tiempo que uno da vida a su artefacto, examina y templa esta o aquella emoción, esta o aquella partícula aleatoria. Este proceso de examen y templanza es el que a la larga convierte el texto en algo radiante, polisémico, y lo redime salvándolo de caer en los modos chatos del anecdotario confesional o la catalogación impresionista.

Resulta comprensible que en la Bundesrepublik haya poetas jóvenes que tengan a la imaginación, fuente de las figuras, bajo sospecha (¿o bajo arresto?), a causa de sus erráticos vuelos tonales y su apariencia engañosa. Resulta igualmente comprensible, aunque bastante menos a mis ojos, que en Inglaterra haya poetas jóvenes y otros que han dejado de serlo que consideren la imaginación igual que sus antecesores consideraban el sexo, como un alivio ocasional, y ello sólo si te hace sentir mejor. La imaginación, precisamente porque es engañosa y daemónica, precisa del artificio, necesita la presión del oficio, el placer de la habilidad artística, como contrapunto dialéctico. También se puede practicar, como un juego de controles alternativo, la crítica de la imaginación sugerida por Wen I, el maestro Ch’an (Zen) del siglo X: «Todas las apariencias carecen de esencia y todos los nombres surgen de aquello que no está en ningún sitio».

Así pues, el mundo se tambalea y tú aún haces todo lo posible por construir la proa que dé sentido al mundo, con todos los tiempos de tu vida y la de tus congéneres empujando la nave a la que guía y protege. Deja, en cambio, que la subjetividad tenga vía libre en una poesía de pánico y delirio ególatra, y el mundo animado y volátil, la forma figurada como apertura hacia el ser, con toda seguridad se hará trizas.

Trad. J.D.


Christopher Middleton (Truro, 1926) es una de las figuras centrales de la poesía británica contemporánea, aunque su larga estadía en Texas, en cuya universidad ha sido catedrático de literatura moderna durante más de un cuarto de siglo, ha desdibujado un tanto su perfil en su país natal. Fino ensayista y traductor de poesía alemana y francesa, entre su extensa y variada obra cabe destacar los siguientes libros: Torse 3 (1962), Nonsequences (1965), Old Flowers & Nice Bones (1969), Carminalenia (1980), Serpentine (1985) y Two Horse Wagon Going By (1986). El presente ensayo, fechado originalmente en 1978, está tomado de la antología Selected Writings. A Reader, Paladin Books, Glasgow, 1990, pp. 283-289.

5 comentarios:

  1. Jordi, debe de haber algún problema en el enlace de seguimiento del texto, pues no se abre (he probado con Mozilla, Chrome y Explorer...) Revísalo, por favor, que el texto promete y se queda uno con cierta sensación interrupta...

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  2. Qué raro, Alfredo. Yo lo abro bien tanto desde mi PC como desde el Mac de la oficina. Aquí en la oficina trabajo con el Firefox... Un abrazo, J12

    Si le da problemas a más gente, lo cuelgo entero.

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  3. Aquí va una segunda voz que ratifica lo dicho por Alfredo: tampoco yo soy capaz de abrir el archivo con ninguno de los navegadores.

    Un saludo a ambos
    (y otro, también, a Juan Malpartida.)

    Antonio

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  4. Asumo que había problemas con el enlace al número de "El Lotófago". Cuelgo el resto del ensayo de Middleton en la entrada. Gracias por vuestra paciencia. Un abrazo, J12

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  5. Hola. Vengo del blog de añalejo de idolencias. Una gozada tu blog.

    Saludos.

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