Heracles y nosotros
Creo que fue Borges quien, en alguna de sus muchas entrevistas, dijo que para la educación del poeta joven puede ser más importante la lectura de un poeta cercano, alguien con quien se cruza sin ceremonias en la calle o en un café, que la de un clásico, por rotundo y luminoso que sea. Saber que la poesía está a la vuelta de la esquina, que no es sólo un nombre lejano y enigmático en la portada de un libro, es otra forma de confirmar una vocación, de asegurarla cuando más débil y vulnerable se muestra, en esos inicios llenos de incertidumbre que disfrazamos con un entusiasmo desesperado, casi histérico. Uno de los errores más habituales del artista incipiente es pensar que la vida está en otra parte, que sus modestas circunstancias no son dignas de pasar al papel, que se está perdiendo algo por seguir donde está, lejos de un centro que adivina más brillante o envuelto en un aura de cosa elegida, inalcanzable. Pero la literatura –la poesía– se hace con todo, con cualquier cosa, se hace desde uno, con lo que uno tiene a mano, que es también lo que somos capaces de imaginar y concebir con lo que tenemos. Uno aprende de Rimbaud y de Eliot, de Cernuda y de Montale, pero también del poeta vecino que nos mira con curiosidad benevolente y cuyos poemas vienen envueltos por el prestigio supremo de la publicación. Uno lee y subraya y cita en sus poemas a Baudelaire y a Neruda, pero de quien espera una primera señal de aprobación es del poeta cuyo libro último se exhibe en el escaparate de la librería local.
En mi caso ese poeta fue Juan Ignacio González, Nacho para los amigos; la librería fue la extinta Universal, en la calle Menéndez Valdés, que llevaba con paciencia y espíritu deportivo Tina «Cañada» y en la que durante años, antes de pasarme definitivamente a Paradiso, me abastecí de historias y búsquedas y lecturas apresuradas; y el libro fue un hermoso volumen colectivo, Velar la arena, en el que se recogían los poemas de Nacho junto con otros de Andrés Albuerne, José Carlos Díaz y Alejandro Cuesta. Creo que pocas veces he leído a un contemporáneo con el interés que puse en aquel librito de portada negra y dorada en el que se recogían, asimismo, un puñado de sugerentes fotografías firmadas por Juan Garay. Nada nuevo, supongo. Lo curioso, y para mí decisivo, es que Nacho era por entonces uno de los profesores de la academia de recuperación a la que asistía mi hermano Eloy; una de esas casualidades que, vistas en perspectiva, resultan casi providenciales. No tardé en reunir el coraje para verle con mi puñado de poemas primerizos y él, en vez de echarme con mueca desdeñosa, como habría sido lo más prudente a poco que hubiera fatigado aquellas páginas, me acogió con su cordialidad expansiva, con esa mirada entre pícara y pensativa que tardé más de la cuenta en descifrar. Creo que Nacho nunca me dijo a las claras su opinión sobre mis cosas; si algo no le gustaba, sonreía unos instantes y decía: «Creo que este poema cambiará bastante antes de que lo publiques». Lo que no dejaba de ser un poco extravagante, o absurdamente optimista, dado que yo no había publicado nada hasta entonces y que ninguno de los poemas que le enseñé esos primeros meses llegó a vestirse de letra impresa. Sin embargo, ese simple comentario neutral, non-committal, que diría un inglés, renuente a tomar partido o expresar claramente una opinión, hizo más por mí que cualquier juicio explícito: me hacía pensar, me obligaba a volver sobre el poema y corregirlo con detalle, o a darle tantas vueltas que los versos se deshacían entre mis dedos, incapaces de soportar tanto manoseo inexperto. Que era –sospecho– justo lo que él pretendía. Claro que yo tampoco fui nunca un modelo de expresividad; aunque leí una y otra vez aquella docena larga de poemas que él había reunido bajo el sugestivo lema de «Instrucciones para una larga ausencia», no fue sino años después cuando pude hacer justicia a su destreza verbal y, sobre todo, a su ironía sutil y llena de matices. Aquellos poemas, en los que alentaba la influencia de cierto esteticismo muy del gusto de aquellos años (Carnero, Villena, García Baena…), eran técnicamente impecables, piezas redondas de orfebre. Quizá el propio Nacho, empeñado en aquel tiempo en su labor de ayuda social, capitán de pisos de acogida donde nos veíamos en medio de una marabunta de muchachos zarandeados por la vida, fue el primer culpable de que no le tomáramos del todo en serio. O tal vez su postura, hechas las cuentas de rigor, ha sido la más saludable: dedicarse a tareas sociales tan necesarias como urgentes y reservar pequeñas bolsas de tiempo a la poesía, convertirla en un complemento igualmente necesario que ha sabido expresarse no sólo en la escritura, sino en la publicación discontinua –es decir: imprevisible– en Cálamo y Cuadernos del Bandolero de libros afines o cercanos.
Pero estoy adelantando acontecimientos. Primero debo contar cómo a finales de enero de 1989, hace ya casi veinte años, un congreso de poesía celebrado en la Universidad de Oviedo (congreso que, por cierto, merecería por sí sólo un pequeño artículo) me descubrió la existencia de un puñado de «jóvenes turcos», tan primerizos y desconcertados como yo, con los que no tardé en hacer amistad: la afinidad literaria, la impaciencia con gran parte de nuestro entorno social y académico, el deseo compartido de hacernos visibles a los ojos de los demás, razones genuinas y otras espurias, todo conspiraba para acercarnos en un momento en que la cercanía, el intercambio encendido de cromos y descubrimientos, era lo único importante. Una vez más, nada nuevo. La historia de costumbre, una especie de rito iniciático que se reitera anualmente en las facultades de filología y de cuyos posos sentimentales seguimos bebiendo, lo queramos o no. Aquellos amigos se llamaban –se llaman aún– Jaime Priede, José María Castrillón, Fernando Menéndez y Alfonso Fernández, entre otros que flotábamos vagamente en la misma dirección. Sé que en algún momento, como quien se confía a un hermano mayor, le hice partícipe a Nacho de mi entusiasmo por dos o tres de aquellos nombres, antes incluso de conocerlos personalmente.
Algo debió de hacer clic en él, una idea que llevaba tiempo madurando, porque de inmediato me propuso la creación de unos cuadernos o plaquettes dedicados a publicar trabajos de poetas inéditos. Me enseñó un ejemplar de la colección Scriptum, dirigida en Torrelavega por Carlos Alcorta y Rafael Fombellida –una serie con poemas de Alejandro Céspedes–, que sería nuestro modelo confeso desde el primer número, y bautizó la colección con el título de un significativo poema de Yorgos Seferis, «Heracles y nosotros», un texto que muestra cómo el mito puede encarnar entre los hombres y ser el vehículo de una intensa preocupación social. Una cuestión –tardé tiempo en comprenderlo– que estaba entonces muy en la mente de Nacho, como evidencian los textos que publicó más de diez años después en El libro de las horas.
Si Nacho puso la idea original y el formato (y hasta la imprenta, Apel, de donde había salido poco antes Velar la arena), yo, por mi parte, gracias a mi estancia en la Facultad, fui haciendo acopio de nombres y textos. Recuerdo las carpetas de poemas fotocopiados que acumulé en pocos meses, la atención con que leíamos y subrayábamos y decidíamos, de entre una masa de material inédito, qué docena escasa de textos vería la luz. Los primeros números establecieron la pauta: Fernando Menéndez, Nacho Matías (que, tan pronto sació su anhelo de publicación, desapareció sin dejar rastro) y Jaime Priede, cuyos poemas llenos de calle y ácida melancolía me obligaron a revisar sin compasión lo que yo había escrito hasta entonces y cuestionar mi buen juicio. ¿Cómo podía haber perdido el tiempo de tal forma? En este sentido, no deja de asombrarme –y abochornarme– la impunidad con que me permitía juzgar y emitir veredictos sobre el trabajo de mis compañeros, inaugurando una práctica que por fortuna he logrado moderar y hasta expiar con el tiempo (si es que podemos refrenar del todo nuestros peores instintos, cosa que dudo).
De aquel tiempo quedan imágenes que sólo tienen interés para sus protagonistas: mañanas de charla con Fernando y Alfonso en el bar Cundo, el rostro anguloso y serio de Jaime en la escalera de la Facultad mientras me daba la carpeta con sus poemas, los encuentros con Nacho en los pisos de acogida donde se movía con ternura diligente sin dejar de hablar de lo nuestro, la primera presentación, pensada y convocada como si fuera a detener el mundo, mis paseos por las librerías donde trataba ingenuamente de colocar aquellos cuadernos ante dependientes escépticos o abiertamente hostiles...
La cosa duró dos años. En ese tiempo se editaron varios cuadernos más: los primeros poemas de José María Castrillón, Aurelio G. Ovies y Hermes González, entre otros, pero, en especial, se pusieron las bases de una vocación que a todos, en mayor o menor medida, nos ha condicionado hasta hoy. Nuestra capacidad para armar ruido era notable: las lecturas del café El gato de Cheshire, organizadas por Jaime y que daban con nuestros huesos en la calle a medianoche, convertidos en cuentas de un rosario por el monólogo inteligente y sentencioso de Javier Alejandre; los artículos y entrevistas que Jaime y yo comenzamos a publicar en el suplemento literario de La Voz de Asturias y en los que poníamos una ilusión que no he vuelto a sentir con ningún otro proyecto; las charlas nocturnas y obsesivas con un afán que tenía mucho de infantil pero que reflejaba, en parte, nuestra necesidad de hacernos un hueco habitable, de coincidir con nosotros mismos. Llegó también el agotamiento, cuando a todos nos tocó arrimar el hombro para terminar la carrera o afrontar los primeros meses de vida adulta. Algunos hicieron las oposiciones; otros se metieron a trabajar; yo me marché a Inglaterra a estudiar y durante dos años estuve egoísta y necesariamente perdido para todo lo que no fuera mi propio beneficio. Además de la falta de dinero –los cuadernos no se vendían y el dinero que ganaba dando clases de inglés rodaba una y otra vez hacia la imprenta–, se daba una última circunstancia, inscrita en el origen mismo del proyecto: por mucho que quisiéramos atenuarla o ignorarla, había una grieta entre Nacho, que vivía en Gijón y era diez años mayor que nosotros, y el joven grupo de la Facultad: pronto se vio que nos interesaban autores distintos, que nuestros aprecios y respetos iban por caminos divergentes y hasta antagónicos. Yo me sentía partido en dos, apremiado simultáneamente por mi fidelidad a Nacho y por el estímulo de un diálogo que había cobrado vida propia y establecía sus propias querencias. Mi marcha a Inglaterra canceló el dilema por la vía fácil de dejarlo en suspenso, irresuelto. Tal vez, en fin, todo fueran imaginaciones mías, pues un año después Nacho, con su generosidad habitual, publicó en sus Cuadernos del Bandolero Las estaciones desordenadas, un pequeño libro de Fernando Menéndez que, junto con Lluvia con veraneante de Jaime Priede, se me aparece como lo poco realmente valioso que hicimos entonces.
Quedan muchas cosas por contar, pero no sé bien qué interés puedan tener para terceros. No puedo evitar cierto barniz sentimental al evocar esos años, pero ese barniz es precisamente el que convierte la evocación en intransitiva, el que aparta al lector con una confesión no deseada. Decir que aquel tiempo fue importante para nosotros no es decir gran cosa: las vidas que se viven a conciencia son siempre importantes para sus protagonistas. Puedo añadir, tal vez, que echo de menos a los que éramos entonces, aunque tantos de sus gestos y actitudes me avergüencen ahora o me hagan reír. Es una sensación ambigua: saber que hemos crecido para bien, pero que en el proceso algo se perdió, una inconsciencia o un entusiasmo que sólo a duras penas puede remedarse. Al cabo, todas las juventudes se parecen. Nos distinguimos al hacernos adultos, y esa distinción es principalmente un apartamiento, una cesura. Aunque no debo dramatizar: en 1994 empezó «Nómadas» y durante cerca de diez años el «nosotros» de Heracles siguió presente con una actividad menos rabiosa pero sin duda más constante y meditada. Pero esa es otra historia, demasiado próxima aún para contarla con propiedad.
Veinte años. Todos hemos cambiado desde entonces. Todos seguimos siendo los mismos. La verdad simultánea de ambas proposiciones es lo que me sigue llevando una y otra vez a la poesía, lo que justifica su insistencia en mi vida.
Madrid, octubre 2008
Los comienzos en todo son inciertos pero si hablamos de publicar poesía, eso es una verdadera odisea. Me alegra que siga siendo una necesidad vital.
ResponderEliminarMuy hermosa evocación, Jordi.
ResponderEliminarY muy merecidas las palabras que le dedicas a Nacho (uno de los más generosos y nobles tipos que uno haya conocido).
La única pega que le pongo al texto es que me ha dejado pensando en lo rápido que pasa todo.
Abrazo fuerte.
Muy buena semblanza de un tiempo de plenitud y aprendizajes, podría salir una novela de artista de todo ello.
ResponderEliminarY la pasión por la poesía-por lo que veo al leer tu blog- sigue intacta.
Saludos.
jordi, soy fernando. ya había leído tu texto en el libro y cuando lo hice me pareció impecable y lleno de cariño. me ha servido para remememorar, lo cual me hizo mucho bien. un abrazo, fernando
ResponderEliminarme da la risa. ¿El Cundo en el 89? ¡Yo iba al Cundo en el 89! Y estaba en filología. Mi juventud no fue desde luego tan bien aprovechada. Más bien se diluye en una serie de noches de inconsciencia. Pero también iba alguna vez al Gato. Y conocí a algunos de los nombres que mencionas... Qué sorprensa. Te tengo en el reader. Misma época, mismos lugares... seguro que nos cruzamos. Extraño.
ResponderEliminarSaudade salvaje...
Gracias a todos por vuestras lecturas, amigos. Está claro que estas cosas siguen tocando la fibra. Sí, Rayuela, Nacho sigue ahí, haciendo cosas como siempre, y es un placer saberle igual de activo.
ResponderEliminarFernando, un fuerte abrazo por los viejos tiempos.
Estefanía, seguro que nos hemos cruzado o encontrado, de eso no hay duda. Y está bien que 20 años más tarde volvamos a hacerlo, aunque sea en el espacio virtual.
Abrazos a todos, y mil gracias. J12
Me da, Jordi- aquí donde estoy ahora no tengo forma de contrastarlo- que el poema "Heracles y nosotros" no pertenece a Seferis, sino a Ritsos. Sigo tu blog- aunque mis palabras no se "manifiesten"- devotamente.
ResponderEliminarEs un honor saberte por aquí, Melchor querido y admirado. Gracias por dejar tu comentario. No sé, es posible que tengas razón, lo comprobaré... Creía recordar que era Seferis, pero a lo peor me equivoco. Saldremos de dudas. Un abrazo grande, J12
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