jueves, septiembre 30, 2010

donald hall / oro

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Oro pálido de las paredes, oro
de los centros de margaritas, las rosas amarillas
que brotan de una fuente clara. Todo el día
yacimos en la cama, mi mano
acariciando el oro
profundo de tus muslos y tu espalda.
Dormidos, despertándonos,
entramos juntos en el cuarto dorado,
nos tendimos en él, respirando
violentamente, luego
con calma una vez más,
dormitando y acariciándonos, tu mano perezosa
jugando con mi pelo ahora.

En aquel tiempo abrimos
cuartos idénticos y diminutos en nuestros cuerpos
que los hombres que exhumen nuestras tumbas
hallarán dentro de mil años
brillantes y completos.



Trad. J. D.

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Otro poema del gran Donald Hall (1928), de su primera época. Un hermoso y elegante poema de amor que se ha convertido en una especie de clásico que Hall incluye habitualmente en sus lecturas. El gerundio da siempre muchos problemas en español (creo que fue Borges quien aconsejaba evitarlos a toda costa) y los que aparecen en estos versos no son una salvedad; los he empleado también en mi versión, pero no siempre (versos séptimo y octavo) donde lo hace Hall. Esta pieza es un ejemplo memorable de la pervivencia del simbolismo en un momento –comienzos de los años sesenta– en que la poesía norteamericana comenzaba a surcar otros rumbos. Un poema muy clásico, en suma, aunque la imagen de la segunda estrofa –en realidad, toda ella– beba de la mejor vanguardia. Me quedo también con ese protagonismo de la luz, ese oro maleable y espeso como la miel que parece recubrirlo todo, desde el cuenco de flores (tan eliotiano) a los cuerpos de los amantes.

El original, aquí.
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martes, septiembre 28, 2010

bisectriz


Al hablar con él se tiene siempre la sensación de estar pasando un examen. Ahora que lo pienso, conmigo nunca aprueba.



No deja de parlotear, lo sé, pero ten paciencia. No se puede hacer humo sin algo a lo que prender fuego.

domingo, septiembre 26, 2010

versos que piensan

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El problema al que uno se enfrenta al escribir un poema meditativo es dar con un ritmo de pensamiento que sea también un ritmo musical, una línea melódica hecha de silencios, armonías, transiciones. Cuando hablo de un poema meditativo no me refiero a una pieza de repertorio, una versificación más o menos diestra de lugares comunes (la nostalgia elegíaca por un pasado perdido, el asombro extático ante la plenitud del presente, la tópica incertidumbre sobre el rumbo a seguir, etcétera), sino al desarrollo argumental de una hipótesis de pensamiento, la creación de una cadena de causalidades que opere en los planos tanto lógico como metafórico sin dejar de leerse con los oídos, de entrar por ellos lo mismo que una melodía.

El asunto es diferente en el caso de los poemas narrativos (de los cuales tenemos muy pocos ejemplos en nuestra tradición reciente), que pueden y suelen depender de una estructura fija, como la terza rima de Dante o el octosílabo de tantos romances, pues la efectividad del relato depende, en primera instancia, de saber poner un pie después de otro, de encender el motor y mover el chasis del verso sin atender estrictamente a detalles ni sutilezas verbales. El poema meditativo es otra cosa: no se puede pensar cabeceando de un lado a otro, como un caballo trotón, ni levantando polvo con paso marcial.

El problema es que toda estructura musical es por fuerza circular o repetitiva: necesita un estribillo, o al menos (en la poesía moderna) un elemento que haga de tal, que fije el argumento sin dejar de hacerlo avanzar, de moverlo un paso más allá a cada giro de la aguja, como una espiral que se aparta de su centro conforme da vueltas. En la práctica, ese estribillo ha quedado reducido a una palabra, o a unas pocas palabras y figuras que reaparecen a intervalos regulares con hábil disimulo, esparcidas o diluidas en el diseño general. Se trata, en realidad, de reclamos subliminales que funcionan por acumulación, corrigiéndose a sí mismos. Su repetición garantiza ese movimiento de espiral: se vuelve sobre lo dicho pero se dice algo más, algo nuevo, y ese algo nuevo es lo que permite, a su debido momento, dar un salto a modo de conclusión en los últimos versos, caer de nuevo sobre un comienzo que el avance ha convertido en punto final. O un punto final que permite un eterno recomienzo, y así sucesivamente.

Lo más difícil de este avance, por lo demás, es conjugar las exigencias argumentales y las musicales: hacer que las transiciones conceptuales tengan forma y hasta carácter melódicos. Aquí juegan un papel decisivo los silencios, las aposiciones, los súbitos cambios de ritmo, ciertas líneas de fuga que mantienen el poema en marcha mientras desvían la atención, enriqueciéndola con datos laterales o ráfagas de tensión emocional. Nada puede ser muy rígido dentro de la rigidez global. O dicho en otros términos: algo debe ceder para que todo fluya. De tal modo es así que el borrador, el poema inconcluso, sólo deja de temblar y bambolearse como un castillo de naipes cuando se le añaden los últimos versos. Hasta entonces todo es provisional, el ritmo queda como en suspenso y no se cumple. Y con él la idea, el argumento de la idea.
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lunes, septiembre 20, 2010

stephen romer / braughing

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En el cuarto amarillo
la luz tangente y amarilla
acalla el lenguaje con tiempo,

me lleva al escritorio
ahora que es tiempo
de anotar, como un monje

copista, no sabría decir qué,
mientras unos desconocidos
desmontan el hogar

donde crecí, el medio
en que nado en silencio,
de manera que cuando lleguen

con descaro a la puerta
para cargar las cajas
ya no estaré,

disuelto por la luz
amarilla y el timbre
de advertencia del mirlo.


Trad. J. D.
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Un viejo poema de Stephen Romer (Hertfordshire, 1957), de su libro Tribute (Oxford University Press, 1998), centrado casi en exclusiva en el relato de una separación amorosa. Un libro tenue, ascético, obsesionado con la luz y los espacios vacíos, el río de silencio y desamparo que fluye por debajo de nuestros actos, el modo en que el aire parece cambiar de peso y de color a lo largo del día. Así este poema, que relata una mudanza y una desaparición, un cambio y la continuidad de la luz sobre todas las cosas. Un poema que, como todos los de este libro, tiene la delicadeza de una rama helada a punto de romperse, el resplandor de unas brasas que podrían extinguirse en cualquier momento.
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sábado, septiembre 18, 2010

cuadrilátero

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Déjalo, no sigas… Demasiadas explicaciones son el acta de defunción del poema.

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Cuánta valoración de pros y contras, cuántos razonamientos y balances y rumias silenciosas para acabar, a fin de cuentas, en un rapto de ira.

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La reencarnación, aunque sólo fuera por el don de nacer cada vez en una lengua distinta.

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Aún se muerde las uñas y los dedos con dientes laboriosos, como si los marcara a fuego por atreverse a dar caricias o rasgar unas cuerdas o sostener un lápiz. Se castiga las manos con saña preventiva y confirma su cuota de rencores, lo que aprendió a la fuerza y aún no se perdona.
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jueves, septiembre 16, 2010

música de ascensor

En el trabajo, ayer, aquella limpiadora de rostro serio, avinagrado, con rasgos que muy bien podrían calificarse de raciales -como racial era su presunto mal humor, su andar desabrido-, bajita, tez oscura, el pelo recogido en un moño, el guardapolvo borrando cualquier asomo de feminidad excepto por los ojos, bien grandes y visibles sobre la raya marcada. Entró en el ascensor sin mirarme, callada y hosca, y apenas me atreví a murmurar un tímido buenos días. Entonces se volvió y, con timidez refleja, levantó hacia mí una sonrisa deslumbrante; una sonrisa franca, instintiva, que le quitó de pronto veinte o treinta años y en la que también había un conato de disculpa: buenos días, añadió, perdona, estaba en mis pensamientos… No supo seguir; yo tampoco. Allí quedamos, cohibidos, silenciosos, quizá todavía sonrientes en nuestro fuero interno, mientras el ascensor de servicio subía con sigilo. Pensé fugazmente qué injustos podemos ser con nosotros mismos: la suya no era una sonrisa que debiera esconderse, aunque fuera para estar en este o aquel pensamiento. Pero quizá lo que me había deslumbrado era justamente aquel instante de transición, lo inesperado del cambio, la luz que fue más luz por haber surgido de improviso.
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miércoles, septiembre 15, 2010

alto en el camino

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Melquíades Álvarez


¿La traducción? Sin duda, entre otras cosas –ya que muchos me lo preguntan–, para preservar la tensión y el placer de la lectura lenta, para deshacer el mal camino andado en otras labores. Hay demasiada urgencia en el trabajo de edición, demasiado nerviosismo: se lee en diagonal, se hacen informes y resúmenes y contraportadas, se revisa y corrige contrarreloj, y al final las palabras desfilan ante los ojos como recuas de ganado que entran y salen del cercado a horas fijas. Todo el cuidado que uno pueda poner en su tarea debe sobreponerse por fuerza a esta premisa nociva, este mal de raíz. Y luego, en casa, o también en el trabajo, esta rayuela compulsiva por ventanas que no parece tener fin, como si patináramos en círculo sobre ellas. La prisa, siempre la prisa. Un turbión que es preciso apaciguar si no queremos que nos arrastre o nos despoje de las pocas facultades que nos alumbraban al comienzo. Hay que abrir espacios de calma o de silencio donde el lenguaje recupere su peso, su valencia, repudiar la lectura como esfuerzo, bajar al ruedo y mezclarse sin más con las palabras, oler su almizcle. Hay que desaprender, desquitarse de vicios, y la traducción –en mi caso, la traducción de poemas– es muchas veces un remedio inmediato, una forma de parar sobre mis pasos y mirar en torno. Recupero entonces otra velocidad, quiero decir, la lentitud deseada, y los libros dejan de ser los consortes pasivos de esta huida afanosa a ningún sitio.
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lunes, septiembre 13, 2010

el huésped hospedado

Mil gracias, Luis Miguel, por hacer de huésped de «Huésped». Es la segunda vez, creo, que esto sucede. Más palabras para olvidar, se llama tu bitácora. Pero entretanto las rescatas y les das una nueva oportunidad. Brillan un instante y luego desaparecen, como el fantasma del que habla mi poema. Estoy en deuda contigo. Un fuerte abrazo.
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martes, septiembre 07, 2010

c. h. sisson / 2 poemas

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Despertar

Mayo tiene sus gracias lo mismo que otros meses;
incluso junio entraña su placer. Aquí reposo,

el insistente tordo no me inquieta
ni la brisa ligera: un tocón del jardín parece un gato.
Sin embargo, no todo marcha bien

por culpa del recuerdo: congregaos junto a mí
mejor, espectros destinados a beber del Leteo.
¿Quién querría volver al mundo de allá arriba
y pulsar otra vez las cuerdas nerviosas del cuerpo
y sufrir a conciencia el miedo y la tristeza?
Hace tiempo lo hice: y me sigue llegando el eco,
no sólo del pasado –lo que podría soportar–,

sino de aquellos jóvenes que arrancan, optimistas,
y encuentran un final amargo donde empezaron
y al mal con apariencia de piedad.
Tales cosas he visto, y ya no quiero
tomar jamás la misma senda

donde ciegos mendigos piden con las manos tendidas
y los santos escupen en sus palmas. Esto ya lo he visto
y lo veré otra vez si me despierto ahora de mi sueño.



La mañana

No sé qué significa la neblina
cuando llega sin arremolinarse,
juntándose como brionia al pie de mi ventana


Vadeándola, se diría,
los árboles emergen desde el fondo,
arrastran sus oscuros mechones por el agua
que dio comienzo al mundo.



Trad. J. D.



Llevo tiempo, mucho tiempo, asediando sin demasiada fortuna la poesía de C. H. Sisson (1914-2003). Hace años, incluso, creo que en 2004, me compré en Londres sus Collected Poems, un grueso volumen limpiamente editado por Carcanet, pero nunca llegué a leerlo como es debido. Hojeaba sus páginas, me detenía con intriga en algún poema breve, pero nunca lograba romper su sello, establecer ese acuerdo tácito que va más allá (o más acá) de las palabras y nos permite entender su raíz, la fuerza primera que las anima. Esa imposibilidad me frustraba. Sabía que Sisson era importante. Sabía que tanto Geoffrey Hill como Charles Tomlinson habían sido amigos lejanos y admiradores suyos (una cita suya, de hecho, encabeza los Himnos de Mercia de Hill). En ambos casos la admiración literaria se solapa con la afinidad política o ideológica, pues los tres profesan lo que cabría definir como «anarquismo conservador»: una profunda desconfianza de la maquinaria estatal y el intervencionismo de la administración (cualquier administración), un rechazo casi instintivo del marxismo y una creencia igualmente visceral en la libertad del individuo, el sentido de la historia y los lazos comunitarios (es decir, los vínculos creados desde dentro y de manera orgánica por una comunidad a lo largo de su historia).
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En el caso de Sisson, nacido en abril de 1914, menos de un mes después que Octavio Paz, esta creencia tenía al menos un apoyo biográfico, pues durante largo tiempo, al menos hasta mediados de los años setenta, fue un funcionario de alta graduación en distintos ministerios del gobierno británico. Allí conoció de primera mano el funcionamiento de la tramoya administrativa, la grasa y las ruedas dentadas de las que el poder se sirve para perpetuarse a sí mismo, un poco al estilo de aquella serie cómica protagonizada por Nigel Hawthorne en los ochenta, Yes, Minister. La necrológica de The Independent le define como un «magnífico anacronismo»: era conservador y detestaba a Margaret Thatcher por su demagogia populista; descreído y solitario, creía sin embargo en el poder de la iglesia Anglicana para reforzar los vínculos sociales; traductor modélico (de Dante, de Lucrecio, de Virgilio) y teórico no menos magistral del poder, los salones de la corte universitaria le provocaban urticaria; admirador de Pound y de ciertas líneas de fuga de la vanguardia, su poesía es un modelo de concisión y austeridad, un licor destilado con los azúcares de la experiencia, la lucidez y un escepticismo de profundas raíces morales.



Hace algunas semanas, paseándome un poco al azar por la página web de The Times Literary Supplement, me topé con un viejo poema de Sisson publicado en 1984, «Waking», y fue como si la puerta a su escritura se hubiera abierto por fin. Bien es verdad que llevaba un par de semanas rondando su territorio de caza gracias al dossier que le dedica el último número de la revista londinense Agenda. Pero ni siquiera los modélicos ensayos de Robert Wells, John Peck o Michael Schmidt (el editor de Sisson en Carcanet) lograron hacerme entender su trabajo como lo ha hecho este poema. Un poema que toma la tradición de la albada y la lleva al punto de congelación. Aquí no hay amante ni amada, sólo un anciano copulando con la muerte mientras mira de reojo el ascenso impertinente del sol. Un poema que denuncia la vida como un reino de falsedad, hipocresía y recompensas injustas. Un poema lleno de rabia y desesperanza –también de piedad por quienes le suceden– en el que ni siquiera la naturaleza, reducida a una estampa desmañada, cumple su habitual función compensatoria.
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Sisson tenía setenta años cuando escribió y publicó esta pieza. Aún viviría otros veinte, dedicado a su familia, su escritura y su jardín (no sé si por este orden). Para compensar, he escogido un segundo poema, muy breve, casi una estampa oriental que toma la difícil visión de unos árboles entre la bruma y le otorga una dimensión metafísica. Empieza donde lo hace Pound y termina con un guiño a la Ofelia de Tennyson. Quizá este viaje sea simbólico del trayecto que hizo el poeta Sisson: inglés casi de libro, tercamente arraigado en su tierra insular, nunca perdió de vista la dimensión mítica de la existencia, que es como decir la dimensión doméstica del mito. Así nos lo recuerda el envidiable título que dio a su primera poesía completa: En la zanja troyana. Un título, por cierto, que a Yeats o a Robert Graves les habría encantado.
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viernes, septiembre 03, 2010

el poeta, la sopa y la mosca

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Lleva colgado en la red desde comienzos de julio, pero no lo había anunciado aún. Lo hago ahora, cuando faltan quince días para que desaparezca de la página de portada (que no de la revista). Me refiero al extracto de las memorias del poeta norteamericano Charles Simic, A Fly in the Soup [Una mosca en la sopa], que publicamos en Las razones del aviador gracias a la gentileza de Vaso Roto Ediciones y su traductor, Jaime Blasco. El libro, por lo que sé, estará en librerías este otoño. No os lo perdáis: un relato irónico y acerado de la Segunda Guerra Mundial en los Balcanes, los desvelos y reflexiones de un muchacho condenado a emigrar a Francia y luego a Estados Unidos a mediados de los años cincuenta, pero también uno de los mejores recuentos sobre la vocación y el aprendizaje literarios que conozco. Para muestra, este breve adelanto, este capítulo 23 escrito a modo de poética. Releído ahora, me siguen maravillando su claridad expresiva, su lucidez, su capacidad para abrazar las contradicciones y seguir camino. Justamente eso para lo que nació la poesía, entre otras cosas.
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miércoles, septiembre 01, 2010

john burnside / zorro blanco

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Fue cuestión de suerte, imagino,
aunque me pareció otra cosa
cuando dejé la carretera
y me detuve en un arcén de nieve
para estirar las piernas

y el zorro blanco
llegó en silencio desde la distancia,
en ruta hacia el verano, hebras de rojo
y castaño en la piel
plateada, el hocico

indiferente, cuando atrajo mi atención
y me observó un minuto
–estudiando mi olor,
tanteándome–,
aunque sólo, pensé,

por cortesía,
sin rastro de sorpresa,
acostumbrado,
al contrario que yo,
a la ley de la tundra,

la lógica salvaje según la cual
donde nada parece suceder
todo el tiempo
lo que sucede es la oportunidad
de que algo suceda.



de Gift Songs (Cape, 2007; Canciones de regalo)
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Trad. J.D.