Estoy en el salón de mi madre, leyendo. Con su sentido habitual de la economía –o simple aversión al derroche–, se arrimó a la puerta hace unos minutos y apagó la lámpara del techo que yo había prendido al entrar. Todo sin una palabra, como quien realiza un acto reflejo, mecánico. (Y era sin duda una esquirla del instinto que venía de otro tiempo y atravesaba mis veinticinco años de ausencia de la casa familiar.) He seguido leyendo a la poca luz natural que entraba por la ventana, acostumbrando los ojos a ese aire más sutil de un mediodía de invierno en la ciudad, y entonces he sentido el paso de las nubes, la sombra repentina que cruzaba la página y me hacía detenerme sobre mis pasos. Durante un buen rato la lectura ha convivido con este parpadeo, este pasar veloz de la sombra a una sombra mayor; tenía la impresión de estar caminando por un bosque donde los rayos del sol no terminaban de imponerse a las copas de los árboles.
Me ha parecido un buen augurio, una advertencia juiciosa. Mejor así, pensé, sin falsa claridad, sin bombillas ortopédicas, a fin precisamente de sentir hasta el más pequeño cambio en tus alrededores. Habría que vivir, sospecho, sin tantos brillos artificiosos, capaces de mimetizarnos con el entorno, graduando a discreción los visos y matices. Este querer mirar a toda costa subraya un solo camino en detrimento de los demás, como quien conduce de noche y sólo ve el trecho de carretera por el que avanza; o como un caballo al que ponen anteojeras para que no se distraiga. Y todo sumido en la oscuridad, una negrura todavía más intensa en contraste con el camino iluminado. Está bien servirse de lámparas y farolas, sí, a menudo hasta es indispensable, pero sin excesos ni dependencias malsanas. Hay una belleza en la sobriedad, en esta luz natural que ilumina escondiendo, o que oculta a la vez que revela, o que tamiza el conjunto y le infunde una calidez casi corporal, como si el mundo estuviera ahí, sin más, en la punta de los dedos.
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Me ha parecido un buen augurio, una advertencia juiciosa. Mejor así, pensé, sin falsa claridad, sin bombillas ortopédicas, a fin precisamente de sentir hasta el más pequeño cambio en tus alrededores. Habría que vivir, sospecho, sin tantos brillos artificiosos, capaces de mimetizarnos con el entorno, graduando a discreción los visos y matices. Este querer mirar a toda costa subraya un solo camino en detrimento de los demás, como quien conduce de noche y sólo ve el trecho de carretera por el que avanza; o como un caballo al que ponen anteojeras para que no se distraiga. Y todo sumido en la oscuridad, una negrura todavía más intensa en contraste con el camino iluminado. Está bien servirse de lámparas y farolas, sí, a menudo hasta es indispensable, pero sin excesos ni dependencias malsanas. Hay una belleza en la sobriedad, en esta luz natural que ilumina escondiendo, o que oculta a la vez que revela, o que tamiza el conjunto y le infunde una calidez casi corporal, como si el mundo estuviera ahí, sin más, en la punta de los dedos.
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Con ese simple gesto, tu madre ha empapado de la belleza de la sobriedad la casa y tu texto.
ResponderEliminarMe gusta leerlo. No se me ocurre nada mejor que decir sobre algo escrito.
Saludos.
Hay una belleza turbia y convulsa como quería Bretón y otra, Jordi, sensata, sobria. Esa es la que yo busco en ocasiones para leer. Las otras, las febriles, requieren jungla, oscuridad, nervio. Un abrazo.
ResponderEliminar"Hay una belleza en la sobriedad... Habría que vivir, sospecho, sin tantos brillos artificiales, graduando a discreción los matices..." Extraigo de tus "apuntes" algunas de las líneas que me han marcado al leerte. He estado varios días sin pasar por esta tu casa en el aire, siempre cargada de matices. Hoy, vuelvo y me refugio en la luz tenazmente tenue que se intuye, desde el quicio de la puerta del salón de tu madre.
ResponderEliminarQuienes hemos hecho el aprendizaje de la lectura a la luz de los quinqués, entendemos muy bien el gesto de tu madre. Yo lo repito en la casa donde vivo, todavía hoy, a mis 71 años. Pero con independencia de ello, qué suerte la costumbre de tu madre, que nos ha deparado un texto tan bello como este tuyo. Vale.
ResponderEliminarTambién yo me identifico con la madre y ese gesto que si en otro tiempo pudo ser racanería o hasta disfraz de miseria, hoy es pura sensatez (amén de necesaria práctica ecologista). Además, tal como están las cosas, con eso que tan impunemente se llama "la subida de la luz", se impone lo tenue. De la anécdota al meollo de la experiencia, el texto cobra vuelo y acaba resultando iluminador.
ResponderEliminarvoy encendiendo luces y alguien por detrás las apaga, en el cementerio me va a sobrar oscuridad
ResponderEliminarDale las gracias a tu madre.
ResponderEliminarLe debes este mágico texto.
Alguien escribió memorablemente (no recuerdo si fue Roger Munier) que hay que saber no encender la luz de una habitación cuando cae la tarde. Sí, algo precioso podría perderse. Me ha gustado el texto por su profunda capacidad para la sugerencia.Enhorabuena.
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