No quiere que le comprendan.
Cultiva la confusión y evita las confesiones, incluso las más triviales. Es su
forma de seguir con vida, de no gastarse.
A fuerza de evitar su propia
mirada en el espejo termina conociendo cada pliegue y repliegue de su cuerpo, hasta
los que aún no existen.
Cada vez que empieza a masticar,
algo se retuerce de dolor al otro lado de la calle.
Las confesiones gastan, sí. Por eso, si es preciso confesarse, mejor confesarse, en público, a un público que no te conozca de nada, o de casi nada.
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