martes, enero 22, 2013

un centón para sergio gaspar



Willys de Castro. Torsión, 1958.  Colección Patricia Phelps de Cisneros


El pasado viernes 18 de enero, el Círculo de Bellas Artes de Madrid acogió el homenaje que escritores, colegas y amigos rendimos al editor Sergio Gaspar tras el cierre de DVD Ediciones. Sabedor de que mis colegas de mesa (mis queridos Eduardo Moga, Juan Manuel Macías, Manuel Rico y Javier Lostalé) glosarían con elegancia y precisión la trayectoria personal y profesional de Sergio –como así fue–, opté por salirme un poco por la tangente y escribir este centón o ristra donde aparecen, sin orden ni jerarquía, no pocos de los títulos de la colección de poesía y alguno de la de narrativa, más los títulos de los tres libros de poesía que Sergio ha publicado hasta hoy. No pretende ser otra cosa que un juego, aunque, como me ha escrito algún amigo, es una manera «de que los títulos homenajeen a su editorial, de que el catálogo cante en honor del catalogador». El juego, por lo demás, es también un intento de combatir esa melancolía que inspira siempre la desaparición de una realidad cercana, y más cuando se trata de una editorial que nos ha permitido respirar mejor, más anchamente, durante casi veinte años. Dan ganas de decir, como un viejo monárquico: DVD ha muerto, viva DVD.



Un centón para Sergio Gaspar y DVD Ediciones

Esta estancia en las afueras a la que ahora debemos renunciar, que cerramos con llave a regañadientes para que quede intacta a nuestras espaldas, tiene y no tiene autoría. La fueron haciendo, con la tenacidad del hombre constante, las horas y los labios, la voz que murmulla a las tres de la madrugada y ese adulto extranjero que ensaya, frente al espejo convexo, una pronunciación desconocida que quizá sea su autorretrato más genuino, pues al fin y al cabo sabemos bien que yo es otro, se llame Aben Razín o Rengo Wrongo. Es el mismo adulto que, navegando a solas por la habitación, ha llegado a convertirse alguna vez, sin poder evitarlo, en el invitado incómodo de sí mismo.

En esta estancia todo guarda una rara coherencia, como si la viéramos con una lente de gran angular: paredes color cobalto, un lucernario, un muro con inscripciones que reproduce, en miniatura, algunas pintadas del muro de Berlín, un tablero de corcho con el mapa de América, fotos de los dos en la playa, ella con su primer bikini, un retrato de familia en el invernadero de nieve con el gato que sólo quería a HarryFormas débiles que vacilan en la penumbra, que la piel del vigilante rozó apenas al salir con prisa y que parecen, de lejos, un escenario con las pruebas del delito.

Detrás de una puerta hay otra estancia, que es la misma mitad de la anterior. En su sombrío armario hay un espejo negro y allí, a la luz de un fósforo astillado, tan fino y tenue que parece el hilo de nadie, podemos ver las máscaras que ha colgado de una percha el hombre que salió de la tarta, las hormigas sin sombra que corren por la esquinera, papeles casi subterráneos con el borrador de tres poemas, el dinero que cogerá de la mesa, de un manotazo, el que desordena, antes de contemplar, desplegado frente a él, el fin de semana perdido en un ejercicio triunfante de porno ficción. El mismo que, tras pasar la noche en blanco, sin licencia ni límite, revela en la pantalla su carne de píxel.

Ahora todo se ha fundido en negro y la lengua se ha vuelto ciega, pero no hay cuidado. Esa estancia vivirá impresa en la memoria de los lectores, del huésped panorámico que somos todos al leer. Los que, por más señas, de tanto vadear ríos y no hacer pie aprendimos a medir el peso de los puentes y la tara que soportan. Los que sabemos cómo perder y terminar el día con el barro en la mirada. Los que combatimos la falta de lectura con poemas a la hora de comer y escribimos en nuestra vigilia breves historias de la sombra. Los que observamos, con ojos de entomólogo, la lenta construcción de la palabra, y a ratos perdidos vamos dando forma a nuestro vitral de voz.

No haya, pues, golpes en el pecho (feroces o no) ni heridos graves. No echemos leña al fuego. El mundo no se acaba, ciertamente, aunque se nos haga un poco más pequeño, más hostil. No es la última noche de la tierra ni la destrucción de la mañana. Sólo una nueva revisión de la naturaleza, ley de vida. No hay que hacer ninguna autopsia. Poetry is not Dead. La poesía, que son los nombres del tiempo, que es el diario de la luz, que es amor tirano.

Hace triste, eso sí. Nos esperan, desde ahora –huyendo de las invasiones, esas que recoge el libro de las catástrofes donde nuestros hijos aprenderán a leer–, el cielo sin mácula, la errancia a campo abierto bajo un sol de sal, el tránsito hacia un país lejano y sus fronteras de niebla, sus montañas de niebla, el bosque lácteo de la noche donde brilla el hierro de la luna, la estrella que señala el norte magnético sobre las tiendas de fieltro.

El camino es largo, da vueltas y revueltas mientras en el cielo de Mercia se levanta, sorda y remota, la tormenta. Alguien dice: ¿Estás seguro de que no nos siguen? Otro duerme, intranquilo, el sueño del monóxido. Un tercero dibuja pequeños círculos en la tierra. El cuarto pregunta: ¿Dónde? Un quinto susurra para sus adentros: Dime qué.

Heredemos la sabiduría de las brujas. Cultivemos la astucia del vacío. Persistamos en la adoración, de todo y de todos, de nada o de nadie. Escuchemos la corriente subterránea del mundo. Escribamos, en fin, apuntes para un futuro manifiesto.

Después de todo, lo que queda es esto, todo esto.


leído en el Círculo de Bellas Artes el 18 de enero de 2013

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