Siempre hay alguien que me
pregunta, con intriga un tanto picajosa, por qué insisto en traducir la poesía
de otros en vez de dedicar más tiempo a mi escritura. Hace años, yo ejercía la
pedantería preciosista –tan propia de mi juventud– y me escudaba en el deseo de
compartir entusiasmos, hacer de puente entre tradiciones, divulgar la obra
de poetas que podían decirle algo al lector hispanohablante. No es que
mintiera, o no del todo (sin descartar la facilidad con que uno, a cualquier
edad, tiende a creerse sus propias mentiras). Pero con el tiempo, como diría
Gil de Biedma, «la verdad desagradable asoma», y descubro que la razón primera,
muy distinta, no tenía nada que ver con la filantropía. Tampoco con ninguna
forma de placer, aunque haya un goce indudable en el trabajo que nos ensimisma
y nos sustrae del tiempo. Ahora sé que traduzco poemas ajenos para expiar la
presunción de escribir –y publicar– los míos propios. Que traduzco, en resumen,
para hacerme perdonar que escribo.
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Este absurdo temor a repetirme, a
que las mismas palabras o expresiones análogas reaparezcan a lo largo del
tiempo, como si no supiera que esas repeticiones son la piedra en la que nunca
dejamos de tropezar, que no se mueve ni se rompe por mucho que la pateemos, y
que todos los caminos pasan por ella si queremos, como quiere el refrán, que
nos lleven a Roma; esa Roma de lo inesperado, de la revelación, sin la cual el
viaje –al menos en mi caso– no merecería la pena.
Y, con todo, el miedo a la
repetición, el miedo a que la boca se convierta en cárcel donde uno, convertido
en bocado de sí mismo, da vueltas y más vueltas hasta el agotamiento. Uno nunca
termina de hacer las paces con su propio yo; no hay modo de ablandarlo y
hacerlo digerible. Uno lo lleva consigo como una carga penosa que puede ser, en
cualquier momento, peligro andante si dejamos que nos encierre en sus ficciones
–eso que soñamos y rumiamos y escribimos los días menos pensados. De ahí la
inquietud, el miedo a quedar preso de las proyecciones y distorsiones de un yo
tiránico, absorbente. Pero esa es otra historia, que puede evitarse si uno
lleva una relación oblicua o distante con su propio yo, si se rebaja la fuerza
cegadora de sus imágenes con el filtro sanador de lo real. Ahí, en ese
equilibrio, es donde la repetición sigue siendo fecunda, necesaria. Y donde
tropezar en la misma piedra es el medio mejor para caer en la cuenta –el cuento– de nosotros mismos.
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El que esté libre de influencias,
que tire la primera metáfora.
A falta de metáfora que tirar, ahí va un aplauso (en el fondo, metáfora sonora mediante la que el que yo quiere decirle al otro que "lo" ha visto y asiente).
ResponderEliminarFuí atraído por la foto, una imagen bella y bien conocida en el país y en el lugar (aquí cerca a mi casa!) donde vivo.
ResponderEliminarLos barcos son metáfora de la repetición, por lo que pasa en los cilindros de sus motores (los barcos de ahora suelen tener más de un solo motor), por las rutas en que navegan (excepto los 'tramp steamers'... conoces esa maravillosa novela de Álvaro Mutis, "La última escala del tramp steamer"?) y por tantas cosas más como por ejemplo la preparación de la comida o del café al bordo.
Es mi primera visita a su (tu) blog, si no me equivoco, y será un placer volver.
Un saludo desde Holanda
Solemos preguntarmos sobre nosotros mismos. Los demás suelen preguntarse también sobre ellos mismos y, a ratos, sobre nosotros. Solemos etiquetarnos a nosotros mismos y a los demás. Pero más allá de la etiqueta o etiquetas, está la pulsión, la emoción íntima de cada uno en su soledad, compartida o no. Está ese hormigueo en las preguntas que nos hacemos y en las que nos hacen los demás. Y en las respuestas que damos. Y en las que no damos porque, aunque las diéramos, solo quien siente la misma pulsión y emoción puede entenderlas y quizá ni siquiera.
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