a
Fernando Menéndez
La
voz de Cassandra Wilson, esta noche, después de no haberla escuchado durante
años. Una voz por turnos amarga, insinuante, colérica, llena de lentitud y
temblor, tirando de un nudo que se deshace en cada tema, que parece juntar las
cuerdas disímiles de la dulzura y la rabia.
El
disco (Travelling Miles) es un homenaje a Miles Davis, y suenan en esta
voz los riffs y vuelos del trompetista, el mismo golpe de aliento que
los dedos moldeaban a su antojo, pero con la aparente desgana de quien está más
allá de la canción, de quien ya no se preocupa por cantar porque todo su ser es
canto, aliento, el alambre nervioso del ritmo hecho cuerpo. Corre por debajo un
río de instrumentos acústicos cuyo frágil equilibrio nace y muere en la
confusión, como si hubieran acertado sin saber, sin darse cuenta. Como quien
tira un papel al azar y encesta de puro milagro. Turbia madeja que oscila entre
el quejido y la duda, el acorde y la caída.
El
milagro es aquí la duración. Tres, cuatro minutos, y la voz se derrama sobre
ese campo de espinos con languidez premeditada, y se diría que hay en ella un
acento de desprecio, como si todo fuera demasiado fácil, como si el oyente se
dejara engatusar por nada. Y es nada, en efecto, la pura nada del existir, la
nada de un cuerpo que respira y al respirar hace música, tan fácil, esa nada
que encarna en una voz y tiende un hilo entre la noche y nuestro deseo, tan
iguales.
¿Para cuándo Ted Hughes?
ResponderEliminarBien hallado