Cuando ves una hormiga
en el camino
procuras no pisarla.
Si acaso la mataras,
por descuido,
habría de menguar
el universo.
Llega hasta ti el perfume
del romero y la adelfa,
de la dama de noche.
Hormigas y perfumes
se convierten de pronto
en tu horizonte.
La tierra, al fin, abierta,
los arbustos tronchados,
las raíces al aire,
la verdad descubierta.
Seguirás tu camino
y encontrarás más cosas,
seres vivos,
una presencia
sólo adivinada,
que no han de aparecer
ya en el poema.
Si hace exactamente dos años y medio –en junio de 2016– anunciaba en esta bitácora la publicación de una antología de la poesía primera de Ángel Crespo (La voluntad de perdurar) en la colección Voces sin tiempo, editada desde Badajoz por la Fundación Ortega Muñoz y dirigida por Álvaro Valverde y un servidor, hago ahora lo propio con este volumen, el sexto de la colección, de su amigo y contemporáneo José Corredor-Matheos.
El paisaje se hace en el poema, que así se titula el libro, reúne ochenta y seis poemas espigados del conjunto de su obra y dedicados, todos ellos, a su relación con el mundo natural, quizá la veta central y más significativa de su obra. Un vínculo con la naturaleza que se funda en la contemplación fascinada, el aprendizaje moral y estético y una profunda empatía con los seres vivos, desde la golondrina que vuela en círculos sobre un sembrado al más humilde insecto pasando por la familia numerosa de los árboles o los jardines que son refugio y cifra de la belleza, ese tiempo otro de la serenidad y el asombro.
El libro –que incluye, por cierto, tres inéditos– aparece cuando su autor está a punto de cumplir noventa años (nació, recordémoslo, en Alcázar de San Juan, Ciudad Real, el 14 de julio de 1929). Hablamos de casi siete décadas de fidelidad a la creación literaria y artística como poeta, traductor, crítico de arte, divulgador y editor desde la publicación de su primer libro de poemas, Ocasión donde amarte, en 1953. Pero quizá lo que más sorprende y admira de Corredor-Matheos es la modestia y la sencillez genuinas con que sigue llevando su vida después de una trayectoria que le ha permitido trabajar con muchos grandes (Alberti, Miró, Dalí, Tàpies, etc.) y estar en el centro de proyectos culturales de largo alcance en la Barcelona de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Pocas personas he conocido tan libres de vanidad o de resentimiento, y eso se trasluce, en última instancia, en una poesía que combina la ingenuidad y la capacidad de extrañeza propias de un niño con la sabiduría de quien ha vivido y pensado largamente.
Copio seguidamente un fragmento del prólogo que he escrito para el libro, que llega estos mismos días a librerías (lo edita, como ya he dicho, la Fundación Ortega Muñoz, y lo distribuye UDL Libros):
[…] La naturaleza, para Corredor-Matheos, ha sido tanto presencia pura como correlato de ciertos estados anímicos o emocionales. Es también un interlocutor con el que ha ido dialogando a lo largo de los años, escuchando sus enseñanzas, acechando sus misterios, aguardando sus señales. La cuestión, supongo, era encontrar formas de hacer más llevadero el peso del yo, de romper como fuera los grilletes de un subjetivismo miope que nos pone siempre a los pies de los caballos del deseo... y de su reverso: la angustia. Este trabajo de abolición del yo se anuncia en muchas piezas de los años sesenta, pero se afianza con la publicación de Carta a Li Po en 1975 y, sobre todo, con el tono más lúdico y desenfadado de Jardín de arena (1994), donde la influencia oriental es determinante y supone un cambio revelador: si hasta mediados de los setenta «yo» es el pronombre enunciador de estos poemas, en los ochenta (con la escritura justamente de Y tu poema empieza) ese pronombre pasa con frecuencia a ser «tú», un tú que implica distancia y a la vez desdoblamiento, que permite al poeta dialogar consigo mismo, pero también poner en solfa su propia existencia: «¿Por qué tú has de ser tú?». Son poemas donde ese tú se relata, se aconseja, se amonesta incluso; donde se da indicaciones a sí mismo sobre cómo llevar su relación con el mundo natural, sus plantas, sus animales, sus cambios de clima, el modo en que los nombres, lejos de normalizar o subrayar o aclarar las cosas, oscurecen su relación con ellas. Como ha señalado el poeta escocés John Burnside, nombrar es extraviar, pues esa misma «gramática / que viste y mina nuestro pensamiento / oscurece [nuestro] asombro ante este, el imposible mundo». Es como si el afán de Corredor-Matheos de poner el yo en cuarentena hubiera debido pasar antes por callarlo o abandonar su uso: una especie de purga, de limpia benéfica. Lo recuperará años más tarde, sí, pero sólo cuando «el don de la ignorancia» haya hecho su efecto, cuando ese yo se haya convertido en un tú cualquiera, en todos. La relación con el mundo natural es un aprendizaje, desde luego, pero consiste precisamente en desaprender los nombres y abrazar las presencias, desechar los conceptos y desvelar las relaciones, quedarse inmóvil en el tiempo y saltar en el espacio, ir de una cosa a otra por la red que las conecta en un solo instante de percepción. […]
Querido amigo: llevo varios días consultando la página de la distribuidora para pedirlo pero no aparece... solo te lo digo por si puedes comentárselo. En cuanto esté en udl, lo adquiero. No podía ser de otra manera. Gracias siempre, por traer, generosamente, para quien quiera oír lo que vale la pena, de verdad. Abracísimo, Jordi.
ResponderEliminar