Empiezan a reiterarse las noches de insomnio ocasional, en especial a esas
horas que la jerga militar define como «tercera imaginaria»: se desvela a las
tres o cuatro de la madrugada, al principio de forma muy tenue, como si fuera
un sueño –un sueño barroco en el que se despierta, a veces sin remedio–, y
luego con una impresión creciente de irrealidad, un mirarse perplejo desde la
cama que oscila entre la intriga y la indiferencia, como si su vida pendiera de
un hilo que él mismo podría romper fácilmente, o que no le importara ver roto.
Es una rara sensación de desapego; no hay angustia, o es una angustia
manejable, que mantiene a distancia como en una redoma. Advierte esa
fragilidad, ese hilo que podría ceder en cualquier momento, pero no le
inquieta. Es como si el cuerpo se hubiera desprendido de sí mismo y se
embarcara en un ejercicio de ingravidez, una liviandad que comprende también el
sentir, el pensar. Entonces, como en aquel breve poema de Valente, se siente «muy
próximo a la muerte». Son cinco minutos, quizá, pero tan intensos que su
recuerdo le vuelve horas después, al despertarse.
A veces vuelve al sueño, un poco a trompicones y sin la sensación de estar
durmiendo realmente. Otras, se despabila del todo. El hilo se rompe, pero sigue
con vida y con ella comparece la angustia, ahora sí de cara, sin disimulo. Ya
no hay desapego ni curiosidad, sólo un malestar nervioso que busca el alivio de
un breve paseo, la visita al baño, un vaso de agua en la cocina. Pero ese hilo
existió, y fue su existencia lo que le permitió desdoblarse y considerar (¿imaginar,
tal vez?) sin aprensión su propia muerte. Que no es tanto un término cuanto una
deriva, algo que se apaga. Un soplo y ya. Algo tan natural, o tan sencillo,
como salir de la habitación.
Hay un hilo, ciertamente, que a veces juega a desorientarnos.
ResponderEliminarEn esta ocasión me lleva hasta el poema de Olvido García Valdés leído hace unos minutos en un ejercicio de atención involuntaria: "la choza de las calabazas/ cenador de poetas/ que lo efímero nombra, uno/ de ellos hace constar la noche/ en que a causa del ahogo no pudo/ dormir, 25 de agosto/ 1650, hubo/ de sentarse en el lecho y encender una vela/ hasta el amanecer".
Que es cuando ya se puede salir de la habitación, de la choza de las calabazas.
Hay ocasiones así, en que no se teme a esta dama. A veces, porque las circunstancias parecen hacernos desearla. Otras, porque la sabemos cada vez más cercana y, en nuestros duermevelas, la aceptamos como la amante inevitable que nos espera.
ResponderEliminarAbrazo grande, Jordi.
"...Y que lleguen de una vez las cinco si es que vamos a seguir viviendo"
ResponderEliminarEs mi pensamiento recurrente en esos momentos de "vigilia".
Las 4 de la mañana
La hora de la noche al día.
La hora de una orilla a otra.
La hora de los que tienen más de treinta.
La hora vaciada para el canto de los gallos.
La hora en que la tierra nos traiciona.
La hora en que el viento sopla desde estrellas extinguidas.
La hora de y-si-nada-queda-de-nosotros.
La hora hueca.
En blanco, vacía.
El pozo de todas las horas.
Nadie se siente bien a las cuatro de la mañana.
Si las hormigas se sienten bien a las cuatro de la mañana...
tres hurras por las hormigas. Y que lleguen de una vez las cinco
si es que vamos a seguir viviendo.
Wislawa Szymborska
No caben más palabras entre tanta palabra
ResponderEliminary en la noche de Sant Joan no luce ningún destello
demasiada pólvora viscosa
antiguos y ancestrales ritos hechos Debord
que tus madrugadas sean hilo de otro mirar
admiració per jor&mir