Ayer, en la Casa de Campo, septiembre mostraba
su mejor rostro. Íbamos subiendo por la carretera de Garabitas, admirando el
modo en que la dehesa cambia de aspecto conforme se eleva: primero, los grandes
pinos tranquilos que miran al norte; luego, el valle de juguete de las
madrigueras, donde los conejos se toman su tiempo entre tocones de encina y
pequeños arbustos; más arriba, en las estribaciones del cerro, el encinar
propiamente dicho, verde y tupido, salpicado también de negrillos, de robles,
de castaños… Las tormentas recientes le han dado vida y color, limpiándolo a fondo
hasta darle un aire heráldico, como de tapiz antiguo. El verde oscuro y
coriáceo de las hojas contrastaba con el verdín de la hierba corta y el gris
austero de los troncos. Holgura para caminar, para respirar… Ni siquiera el
sol, todavía intenso a esas horas de la tarde, era capaz de agobiarnos.
En realidad, el sol era una compañía bienvenida.
Lo supe más tarde, cuando la brisa fue acumulando nubes hacia el oeste y el sol
se perdió en ellas como en una tela de araña. Había luz, sí, pero con la
veladura de un eclipse, su pátina rapaz. El aire se volvió escaso, mezquino. Un
aire –pensé con intriga– en el que no era difícil imaginar a las malas
madres del cuadro de Giovanni Segantini, esas mujeres lánguidas que vi hace
poco en el Belvedere de Viena y que parecen flotar o colgar como demonios de
las ramas de un árbol pelado. El tapiz se había dado la vuelta y ahora mostraba
un paisaje turbio, espectral. No fue más que un instante, pero me agarré a él. El sol
volvió a salir de entre las nubes y su luz plana nos señaló el camino de
vuelta. No le dije nada a M. No iba a inquietarla, y tampoco quería ponerme a
describir el cuadro, ni el modo en que mi reencuentro con él despertó una
memoria adolescente que creía enterrada…
No entiendo el sentido de estas alucinaciones, pero
tampoco me resigno a descartarlas. Son la forma en que mi imaginación me dice
que está ahí, que necesita cuidados. Basta con hacerles un hueco en este
cuaderno y seguir camino, como ayer. Cinco minutos pueden dar para mucho cuando
están llenos de atención, de ojos y palabras reverentes. Caminar, escribir, esa
manera mudable en que los tiempos pierden su rigidez a cada paso, a cada línea.
La percepción de que todo es a la vez cercano y remoto, inminente y ajeno.
Salir a la calle para empezar a leerse. Volver a casa como quien cierra un
libro.
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