domingo, 15 de
marzo
Esta
mañana, al salir al parque, algunas impresiones:
El canto de los pájaros, vivísimo,
omnipresente. Esto ha seguido luego en la calle Cadarso, la más arbolada de este
lado del barrio.
El parque vuelve a ser de los
cuervos y las palomas –y de las cotorras, claro. No dejan de brincar sobre la
tierra, picoteando el suelo y espantándose mutuamente con soltura. La perra,
feliz, no ha tardado en seguirles el juego.
Un hombre discute a voces con la
pareja de la policía nacional que patrulla el anillo superior del parque, en
torno al Templo de Debod. Su perro no deja de ladrar y revolverse, pero lo
lleva atado en corto, con firmeza, y se mantiene a una distancia prudencial de
los agentes. No logro entender el motivo de su queja. Un segundo hombre que
hace cinco minutos tomaba el sol en un banco enfila el camino de salida, pero,
al ver el cariz de la escena –demasiados gritos, demasiados ladridos–, decide volver
sobre sus pasos.
Como nadie lo pisa, el césped se ha vuelto
más tupido y oscuro. Un verde como de felpa, impecable.
El guante azul de látex con que el
quiosquero me ha devuelto el cambio. Ayer no lo llevaba puesto.
En dos o tres casos he saludado a perfectos
desconocidos con un sonoro «Buenos días». Somos tan pocos que no darnos el
saludo parece un desaire innecesario. Cortesías de pueblo que me devuelven el
humor.
Doy
gracias a que tenemos a Layla en casa, con nosotros. Nos da un motivo
respetable para salir a la calle y tomar el fresco. Es obvio que la perra
siente algo, una extrañeza, un cierto desconcierto. Quizá la tensión misma con
que pasamos las horas en casa, y que luego se desovilla –no por mucho tiempo– en
cada paseo.
¿Cuántas
paredes de nuestras casas se han convertido ya en pantallas?
El
secreto, por lo que veo, es hacer un poco de todo en dosis moderadas: una hora
o dos de lectura, otras tantas de escritura, ver una película, cocinar, jugar
al Scrabble, hacer tertulia junto a las tazas de café, etc.; y no descuidar las
tareas domésticas, el cuidado de la casa. El correo electrónico ha enmudecido.
Y el mensaje que logra colarse a pesar de todo resulta casi impertinente. No
digamos ya si hace referencia a cuestiones laborales o los planes de trabajo
del remitente. También es verdad que es domingo. Veremos qué pasa mañana.
Esta
prohibición de salir acompañados nos ha convertido a todos en paseantes
solitarios, casi flâneurs que se turnaran siguiendo un ritmo arcano. Eso
sí, aferrados todos a nuestros perros, mochilas, bolsas de plástico, como
testimonio bien visible de nuestro compromiso, de que tenemos un destino y
vamos a él.
Esta quietud hace que el simple transcurso de las horas se convierta en suceso, mirar por la ventana, escuchar el no ruido habitual de la ciudad, y ver cómo los paseantes se reducen a perros acompañados más que persona con animal.
ResponderEliminarCuesta acostumbrarse a este cambio de rutinas que hasta hace poco amenizaba con las "curvas de nivel", pero todo se acaba antes que la amenaza de la "cosa".
Salud y buenos hábitos.
Solo en la quietud se oyen sonidos olvidados. Solo en la quietud se huelen olores perdidos. Y ellos, nuestros queridos perros, nos los recuerdan siempre. Solo en ocasiones los oímos.
ResponderEliminarAbrazo grande, Jordi.