lunes, 30 de marzo
Cambio
de hora. Ayer fue la primera sesión de aplausos a cara descubierta, sin la
penumbra que oscurecía ventanas y balcones. La luz de las lámparas no creaba
claroscuros ni distorsiones. Estuvo bien eso de vernos los unos a los otros,
aunque fuera en la distancia. Sin controles ni revistas militares. Solo la alegría
de aplaudir y saludarnos mutuamente. Y esta vez, por suerte, sin música radiada.
La
vigilancia sube un grado: ahora la policía que patrulla el parque va de
incógnito. Me lo dijo Marta esta mañana, en el desayuno, y confieso que no la
creí: «Ya está la gente con sus rumores –dije–. Ni que fuéramos delincuentes…».
Qué ingenuidad la mía. Media hora más tarde estaba en el parque con Layla, abrigado
hasta el cuello y haciendo mi ronda habitual (un circuito de veinte minutos a paso
vivo), cuando un coche oscuro, de alta gama, se paró a mi altura. Pensé que era
un conductor de Cabify que estaba perdido, así que yo también me detuve. Pero
no era ningún taxista, sino un policía de paisano que en rápida sucesión me
preguntó que adónde iba, dónde vivía y qué hacía en aquella parte del parque… a
cien metros de mi casa. Casi no tuve tiempo de pedirle que se identificara.
Sacó la placa de mala gana, me amenazó con la multa de rigor y me mandó de
vuelta a mi cubil. Todo en medio minuto y sin contemplaciones (es lo que tiene
la práctica). Quise pensar que era un joven con ínfulas que aprovechaba el
camino a la comisaría para predicar su evangelio, pero no: era demasiado coche
para él, y esa calle en particular no coge de paso ni lleva a ningún sitio. Así
que van a ser ciertos los rumores. Policías de paisano. Qué honor. Ni siquiera los
muchachos que se han pasado el invierno trapicheando delante de nuestra ventana
han despertado tanto interés.
«Paralizada
toda la actividad no esencial», decía ayer el titular de El País con una
foto velada de la Gran Vía que parecía un cuadro de Antonio López.
Presuntamente, la que quedó paralizada con la declaración del estado de alarma hace
dos semanas era todavía menos esencial, como la capa de espuma que decora el
café. Y pienso, no por primera vez, en la naturaleza de mi trabajo, del trabajo
que desempeñan muchos de mis colegas que siguen editando, ilustrando, maquetando,
traduciendo… Aquí no se ha parado nada: sigo con mi traducción de Plath, con la
entrevista a Ana Blandiana que me encargó Turia, con la revisión textual
de los libros de Vallejo y Saint-John Perse para Galaxia Gutenberg (que a saber
cuándo saldrán). Por no hablar de estas notas, que nadie me ha pedido, pero que
han ido cobrando vida propia y tienen ya su espacio-tiempo particular en mi
rutina. Nuestra labor, lo sabemos muy bien, no es esencial: no cuida al enfermo
ni repone los supermercados ni surte de electricidad los hogares. Está fuera de
los circuitos de la necesidad inmediata y el gran mundo puede pasarse muy bien
sin ella, al menos por un tiempo. Pero tampoco, por lo visto, es no esencial,
o no al modo que estipula el BOE. Así vivimos, sustraídos al control de las
máquinas de fichar y los horarios programados. Es todo lateral y furtivo, como
si este cristal que me separa del frío fuera la ventanilla de un tren que se
desplaza a su ritmo, en su propio vial, y que está exento de respetar (durante la
travesía, al menos) las señales y semáforos de las demás vías. Así pagamos –se dice–
tener una vocación, hacer lo que nos gusta. Veremos qué pasa al llegar a
destino. De momento, ni esenciales ni no esenciales sino todo lo contrario. En
otro lugar, siempre.
Hombre, señor Jordi, 20 minutos diarios es más que generoso... Mi marido sintiéndose mal porque va un día a la semana a la compra y la hace en dos sitios diferentes y resulta que hay gente que se marca un "circuito de 20 minutos". Si todos hiciéramos lo mismo, las calles estarían repletas...
ResponderEliminarQuerido Jordi: la inutilidad de lo inútil no siempre se aprecia y, sin embargo, algunos sabemos qué apreciable es. Y sobre las salidas con los perros: tanto vuestra Layla como mi Lula y Alpie volverán a darse los paseos que necesitan. Regresaremos. Abracísimo, querido amigo. Sigamos resistiendo.
ResponderEliminar¿Sylvia Plath? ¡Qué ilusión! Para mí la labor editorial sí que es esencial. Aunque sea un pareado.
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