jueves, 2 de abril
Mi
amiga Nuria me envía por WhatsApp la imagen de lo que parece un ammonites, una
espiral fosilizada. Su mensaje habla de la importancia de lo menudo, de eso que
a veces no vemos de tan humilde y que da valor y sentido a nuestros días. «La
vida sigue», concluye. Sí, la espiral avanza, pero no está claro si hacia fuera
o hacia dentro. Gira el mundo, o giramos nosotros en sus hélices, pero a saber
si caeremos al pozo o bien saldremos disparados, volando.
Los
números cantan, así reza la expresión, y lo que los números están cantando
estos días es una endecha larga, dilatada. El cerco se estrecha, como si el
escenario de «Casa tomada» de Cortázar fuera ahora toda una ciudad. Raro es el
día en que un mensaje de correo no habla de algún familiar o amigo infectado, o
con neumonía, o directamente en la UCI. Por no hablar de la llamada de teléfono
en la que un amigo te confiesa que ha «pasado» el virus, pero que no ha dado
señales por no molestar (el exceso de discreción está sobrevalorado,
definitivamente). Toca uno madera y siente –al menos aquí en Madrid– esa
cercanía amenazadora de la pandemia, la paciencia maliciosa con que se infiltra
en todos los órdenes de la vida. Y es una cercanía perfectamente capaz de
«secar la savia de las venas, ajando / el gusto natural y la dicha espontánea /
del corazón», como decía Yeats. Siento el apuro casi vergonzante de estar
escribiendo estas palabras cuando lo importante sucede fuera, justo donde no
podemos estar o se nos impide la acción. Y confieso que no pude evitar sentirme
señalado por una frase del último artículo de Enrique Vila-Matas, en el que se
preguntaba por «la causa de esa propensión a tirar tanto el tiempo y a
malgastarlo encima en una gran cantidad de ocupaciones tontas, como, por
ejemplo, llevar una bitácora-tostón de nuestro confinamiento». Alguien dirá que
me estoy haciendo de rogar, pero no es eso, me parece, sino que la frase de
Vila-Matas activó una incomodidad, un acceso de pudor, que está ahí latente y puede
saltar en cualquier momento. Pues sí, es verdad: a quién se le ocurre. Aunque
tal vez la frase, más que un reproche, sea la confesión de una impotencia. Qué
otra cosa podemos hacer. Si lo nuestro es la palabra, habrán de ser las palabras
–que nunca son solamente palabras, sino que remiten a realidades
concretas, humildes, que están a la mano, y también a ideas y emociones
compartibles– las que arrojen algo de luz y nos hagan compañía cuando hace
falta. Aunque el resultado sea un «tostón», como prevé con cierto facilismo Vila-Matas
(sí, ya lo sabemos, no es nada nuevo, la mediocridad abunda mucho más que la
excelencia). Entretanto, los días van pasando y la necesidad de hablar, de
hablarnos –aunque sea a nosotros mismos–, se impone. Ese trasiego.
Me
acuerdo de un ciclista francés de mi infancia que se llamaba Raymond Poulidor.
Poulidor, que por cierto murió hace pocos meses, pasó a la historia como el
eterno segundón, ya que terminó el Tour de Francia en el segundo puesto en tres
ocasiones (y en tercer lugar otras cinco; tuvo la desgracia de coincidir con
dos grandes, Jacques Anquetil y «el caníbal» Eddy Merckx). Se hizo tan célebre
que incluso mi madre, poco adepta a las noticias deportivas, hablaba de él con
una mezcla característica de lástima y devoción. Y si me acuerdo de él ahora es
porque una vez más me siento el Poulidor del Scrabble. No veo la manera de
ganar, y menos cuando compito con Marta. Su técnica parece sencilla, pero lleva
detrás muchos años de experiencia. Consiste en sacarle el máximo partido a las
letras de que dispone: no hay rendija en el tablero, por pequeña que sea, donde
no sea capaz de deslizar una letra –vocal o consonante– capaz de sumar puntos
en dos direcciones. Es la técnica poética por excelencia: brevedad y
condensación, síntesis y buena puntería. Es también un poco ratonera, desde
luego, pero con un resultado demoledor. Yo, por el contrario, tiendo a ser
narrativo: se me ocurren palabras muy vistosas, sí, pero ninguna definitiva.
Y cometo el error capital de abrir el tablero a los demás jugadores. De nada
sirve sumar puntos con regularidad si se descuidan los flancos. Eso sí, Poulidor
me miraría con orgullo. Ni siquiera me queda el recurso de la contrarreloj final
–quiero decir, de un pleno de última hora– para recuperar los segundos
perdidos…
No he leído el artículo de Vila-Matas y en consecuencia no puedo contextualizar su frase, pero la palabra es un privilegio humano, aunque en este caso sea sólo escrita. Es lo único que nos queda en situaciones límite a la gente común. Y si no alcanzamos la "excelencia" de las vacas sagradas cuando las utilizamos, nadie nos puede reprochar el que las usemos como asidero para no desesperar. Ellos tienen siempre abiertas mil ventanas para dar suelta a lo que sienten. Muy bien. Pues nosotros tenemos el derecho a mantener nuestros "tostones". Nos hace sentirnos vivos y de alguna forma entramos en la vida de los demás.
ResponderEliminarMal que le pese a V-M., mantén el pulso al encierro.
Un abrazo.
Querido amigo:
ResponderEliminarCada día, cuando salgo con la brevedad que los tiempos exigen a pasear a mis dos perras, Lula y Alpie, las llevo a un lugar muy cercano donde hay algo de tierra. Mientras ellas dan algunos pasos, yo miro el suelo. Voy encontrando una pluma perdida, una hoja seca, caracoles grandes y pequeños: en un espacio muy reducido, inmensidad de conchas secas. Hace unos días, vi una especialmente brillante. Había llovido. Relucía. La toqué despacio. Noté un leve movimiento. La concha era espléndida. La dejé en una zona húmeda con unas briznas de hierba. Hoy, como todos los días, he vuelto. La vida sigue. En su leve espiral sencilla, el sol, la lluvia.
P.D.: totalmente de acuerdo con Abilio. Sigamos.
Abrazo grande, Jordi. Ánimo y fuerza.
Nuria
Curiosamente, en estos días he leído sendos artículos de Muñoz Molina y de Andrés Trapiello que reivindican el papel del diario en estos trances, su importancia como ejercicio sanador o tabla de salvación emocional. Me alegra sentirme refrendado por ellos, aunque tal vez no haga falta. Gracias por las fotos, el relato de ese paseo, la compañía remota pero cercana a la vez. Un abrazo grande, J12
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