sábado, abril 18, 2020

cuaderno del encierro / 25

sábado, 18 de abril

Estaba en el balcón con mi taza de café en la mano. Solo, por una vez. Paula seguía durmiendo la siesta y era evidente que esa tarde no habría tertulia (el cuarto de hora que pasamos charlando junto a la ventana es nuestra forma de coger fuerzas antes de reengancharnos al día). Entonces los vi llegar. Una furgoneta con el logo de una empresa de mensajería de la que bajaron dos gitanos. Una pareja: él con pantalones de chándal y un chaleco reflectante color naranja. Ella, más tradicional, con una falda de tela gruesa y el pañuelo de costumbre en la cabeza. Se habían detenido junto a los dos contenedores de obra del edificio en construcción y empezaron a revolver su contenido: cascotes, listones y paneles de madera, cristales rotos, mallas metálicas… Ella, claramente, era la más diligente y afanosa de los dos: no paraba de moverse y dar instrucciones, tomaba o descartaba cada pieza con decisión, y muy pronto fue acumulando un pequeño tesoro a sus pies. En cierto momento llegó a meterse dentro de un contenedor –la falda lo aguantaba todo– para rebuscar con más detalle. Él, más flojo, se dedicaba a guardar el botín en la furgoneta. En esas andaban cuando a su lado pasó una patrulla de la policía nacional. Digo bien: pasó, miró al soslayo, fuese y no hubo nada. Mejor no entrar ahí, pensarían los agentes con buen criterio. Su desidia no me sorprendió. Tampoco me pareció mal: mejor dejar que los traperos hagan su labor. Y, en efecto, ahí siguieron un buen rato, aprovechando que la obra estaba cerrada y no había nadie cerca. Ni Aminadab parecía. Entonces se puso a llover –un aguacero denso, repentino– y se acabó la función. Recogieron sus cosas, cerraron la puerta lateral de la furgoneta (vi entonces que el logo estaba medio borrado) y marcharon calle abajo, hacia Paseo del Rey. Todo en menos de un minuto. La lluvia, ella sí, no hace distingos.


A mí, en cambio, la presencia constante de la policía me ha permitido desarrollar la visión y el sexto sentido de un apache. El miércoles pasado contabilicé hasta cuatro patrullas en el cuarto de hora que duró la salida de la perra. Los tenemos en todos los formatos: en coche, en moto, incluso a caballo (de lo cual nos enteramos, muchas veces, por las muestras nada discretas que dejan a su paso). Va uno sobre ascuas, oteando el horizonte como un vigía en su cofa. Con razón me parecía ver más pájaros que de costumbre. Si la evolución sigue su curso, me crecerán ojos en el cogote.


Paso la mañana poniéndome al día con la correspondencia: mensajes, acuses de recibo, encargos pendientes. El mundo sigue su curso por debajo del ruido erizado de las noticias. Hay libros por hacer, revistas que alimentar, y luego están los amigos más o menos cercanos que dan noticias, que las piden o que simplemente escriben para dejar constancia de su cercanía. Son intercambios relajados y algo teatrales, en los que fingimos una normalidad que no sentimos. ¿Y por qué no? De vez en cuando se cuela una expresión de inquietud, de alarma, pero nos corregimos al momento. Basta con ese apunte para que el otro se haga cargo. Mejor adjuntar esto o aquello, desearnos lo mejor y despedirnos hasta la próxima. Ahora mismo, es un alivio –un consuelo, dentro de lo que cabe– pensar que algunas de esas revistas saldrán en mayo, como está previsto.


Ha sido una semana extraña. Si miro atrás, percibo una sensación cada vez mayor de extrañamiento, no sé si porque no terminamos de acostumbrarnos al encierro o porque, en muchos aspectos, ya se ha convertido en rutina. Un poco de cada cosa, supongo. Las pautas del sueño han empezado a trastocarse y cuesta mucho dormirse a la hora habitual, ni siquiera bajando las dosis de cafeína o agotando el cuerpo con más ejercicio (un par de amigas me recomiendan melatonina, pero aún no he podido salir a la farmacia, y en todo caso no estoy seguro de la dosis). La otra noche, después de casi dos horas en la cama –una dando vueltas estérilmente y la otra releyendo con ojos picajosos las memorias inglesas de Canetti–, me levanté para ir al baño. Fui de puntillas, cuidando de abrir la puerta sin ruido, tanteando en la oscuridad, pero ni modo. Fue poner el pie en el pasillo y oír las voces convergentes de Marta y de Paula. ¿Todo bien? ¿Estás despierto? Eran las dos y diez de la madrugada y allí estábamos los tres, desvelados como lechuzas. Ellas se fueron al salón y terminaron viendo una película, creo. Yo opté por volver a la cama. Cuando logré dormirme, lo hice como un galeote: boca abajo, agarrado a la almohada y con todo el peso del cuerpo contra el colchón. Como si hubiera llegado al sueño a testarazos.

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