sábado, 25 de abril
Hoy
es día de aniversario. Y lo he celebrado, una vez más, haciendo sonar «Grândola
vila morena» en la versión de José Afonso, que es la que se escuchaba en casa.
Con su percusión de pasos terrestres y su urgencia coral. O povo é quem mais
ordena… Como si la tierra misma de la hermandad fuera desplegándose con
solo enunciarla.
Vuelve
el aire mortecino de los fines de semana. El aire desnutrido de las calles sin
nadie, de las ventanas inmóviles. Pero fuera el sol bulle y empuja tempranamente
y las hormigas se afanan, veloces, sobre los márgenes de tierra de los caminos.
Diez de la mañana. El mundo gira y nosotros con él, sin excepción, aunque a
veces nos hagamos los distraídos.
Volviendo
del quiosco, mientras bordeo con Layla las inmediaciones del Templo de Debod,
oigo un jaleo de voces y risas juveniles. Son voces chillonas, impropias del
momento, pero sobre todo son varias, tres o cuatro; algo que una vez fue normal
y ahora, seis semanas más tarde, me sobresalta. Me cuesta localizar a sus
dueños: dos parejas de muchachos, escondidos entre un grupo de grandes arbustos
y el ramal izquierdo de la escalera que lleva al Templo. No es fácil verlos.
Saben cuál es el lugar idóneo para pasar desapercibidos y por dónde puede venir
el peligro. Otra cosa son sus voces, pero a estas edades eso es más difícil de
controlar. Uno de ellos, un joven barbado con aires de cantante indie,
se asoma a la escalera para hacer de vigía: desde ahí controla la llegada de
los coches desde Pintor Rosales y puede avisar si pasa una patrulla. Se ve que
conocen el terreno. Una de las chicas, la que más habla, es rubia y gesticula
con entusiasmo. Otro mastica un bocadillo y mira sin prisa a su alrededor. No
me han visto, parece, y eso que llevo un rato observándolos. Me hace gracia
este picnic furtivo, aunque sospecho que acabará mal. No son tiempos para desayunos
al aire libre, y además la policía aprovecha los fines de semana para redoblar
su vigilancia. Raro sería que algún vecino no diera parte. Pero, comparada con
la tensión hastiada que llevo percibiendo toda la semana, la visión de estos
chicos tomando el sol sobre la hierba me ha parecido benéfica. Será imprudente,
no lo niego, pero alivia saber que la chavalería cumple con su papel. A estas
alturas, la excepción hace algo más que confirmar la regla: la vuelve
soportable.
Me
hago cargo de que estas páginas son puro escapismo. Pero un escapismo hacia dentro,
por los espacios de una intimidad elocuente y –ojalá– compartida. Dan una
visión sesgada que habría que completar con otras muchas, empezando por la de
quienes están fuera, batiéndose el cobre, trabajando en condiciones precarias o
con los medios justos. Pienso en el poeta Basilio Sánchez, por ejemplo, que es también
jefe de la UCI de los hospitales de Cáceres. Acabo de leer en una entrevista
que entre sus obligaciones no estrictamente clínicas está la de informar a las
familias sobre el estado de los pacientes. En su caso, la palabra que sabe y la
que acompaña –la que alumbra– van de la mano. Sería mucho pedir que, además,
llevara un cuaderno de notas, pero yo quisiera leer esas páginas conjeturales,
conocer de primera mano sus impresiones, estar ahí, en la inmediatez del día a
día, como la «mosca en la pared» de los documentales. Escribe hoy Alberto
Manguel que «de aquí a un mes o un año, descubriremos en el fango, entre los
cadáveres de restaurantes, teatros y librerías, miles y miles de Diarios del
Año de la Peste en busca de lectores imaginarios, impacientes por entender qué
ha sucedido». Touché. Con el agravante de que esos diarios, tal vez, no
sean los necesarios para (empezar a) comprender. Somos tan solo espectadores
tras la barrera y nuestras crónicas, parciales o incompletas, huelen a penumbra
de almacén. Nuestra fecha de caducidad está cerca.
25 de abril siempre. Abrazo grande, Jordi. Ellos siguen. Sigamos también nosotros.
ResponderEliminar