viernes, mayo 08, 2020

cuaderno del encierro / 38

viernes, 8 de mayo

Contaminábamos ayer… Se terminaron las tertulias de sobremesa en el balcón. El tráfico ha vuelto a su viejo ser y el ruido y los humos suben hasta nosotros con ganas acumuladas. También para ellos se acabó la reclusión. Y todo apunta a que muchos optarán más que nunca por el coche para desplazarse: el coche como la burbuja o la escafandra perfecta en el mar del virus (y también, acaso, como símbolo del nuevo libertario ante las intromisiones del estado, ese «ogro filantrópico» según la lectura torticera que hacen algunos de la vieja expresión de Paz). De momento, la crecida del tráfico nos ha echado del balcón y nos obliga a tomar ese café en la sala de estar, junto a la cocina, donde la tarde no tiene tantos alicientes. Aquí no hay más pájaros que los que andan por los libros, y algunos son muy exóticos y cantan con maestría, pero echo de menos el vuelo codicioso de las urracas o el chillido –el clamor, más bien– con que las cotorras van echando a sus vecinas. Pero la charla no decae. Nos hemos vuelto menos ensimismados y (algo) más charlatanes, igual que las cotorras. Bien está. Como si viviéramos en el poema de Circe Maia, creo que inédito, que leí el otro día en la red: «Hablarte, hablarme. Es tiempo, / es tiempo ahora / de voces entre voces apoyadas». Esa necesidad.


Tengo el patio olvidado. O quizá es al revés, y es el patio el que ha vuelto en sí y se ocupa de sus cosas, como debe. Allá abajo –en uno de los pisos con azotea de la corrala interior– tiene su estudio Javier Pagola, al que no he podido ver aún desde que se mudó al barrio. Me entero por un amigo común de que ha decidido abrir su estudio a los visitantes y enseñar la obra nueva. La fecha prevista –este lunes 11– parece prematura, así que nada está decidido aún. Pero saberlo trabajando ahí, en algún lugar del patio que no logro ubicar con precisión, me reconforta. No todo está perdido. Y siento un hilo de fraternidad laboral que cuelga por encima de los tejados y nos vincula en un mismo empeño: dar sentido a estos días por el camino más largo. Es decir, a deshora, que es como llegan las cosas que no esperamos.


No hay duda, estoy necio. Llevo tantos días viendo patrullar a la policía que hoy, en el parque, he creído oír un silbato admonitorio. Era el canto de un pájaro.


Cuando vivía en Inglaterra –fueron ocho cursos seguidos en la isla–, casi lo primero que me sorprendía al volver a España era constatar nuestra incapacidad para formar una cola ordenada. Habituado al modo escrupuloso con que los ingleses se alineaban para esperar el autobús, el pajareo distraído y astuto del español medio me sacaba de quicio. Era una reacción ridícula, desde luego, y yo mismo me daba cuenta en el momento. Así que pronto me olvidaba de escrúpulos y al tercer día ya estaba como uno más en la acera, mirando al tendido y girando sobre mis talones. No sé por qué recuerdo esta tontería. Quizá porque esta primera semana de «desescalada» tiene algo de variante a gran tamaño de aquellos pocos días de adaptación: el mismo desconcierto, la misma inquietud pueril. Y la sospecha de que este malestar poco edificante proviene de la mitad ridícula de uno.


Correos ha despertado, como el resto del mundo, pero a su modo, caprichoso y algo espasmódico. El miércoles, después de un largo silencio, me llegaron cinco envíos: libros, una revista, una carta. Hoy viernes, otros tres. Algunos sobres y dedicatorias llevan fecha de mediados de abril, así que quiero pensar que Correos los ha tenido guardados en su vientre de animal bíblico hasta que alguien decidió echarlos fuera. Son libros, claro, escritos y concebidos mucho antes de la pandemia, en un tiempo que ahora casi parece ingenuo, libre de amenaza, pero que ha sido el nuestro hasta hace nada. Es como si quisiéramos olvidar los aspectos negativos del pasado y no interferir con nuestra afición a la nostalgia. Está bien que así sea, supongo, pero sin exagerar. Y eso que no escasean las voces bienvenidas que denuncian la miopía brutal de esa vieja «normalidad» y proponen enmiendas y remedios. De momento, me basta con leer estos libros, que levantan un puente entre febrero y hoy por el que avanzo sin sobresalto. También yo puedo hacer como Correos y fingir que abril, the cruellest month, nunca existió.

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