miércoles, marzo 30, 2022

wenzel

 


a Álvaro Valverde

 

 

Un nombre,

un oficio:

Wenzel la mensajera.

Entre Weimar y Jena,

de pueblo en pueblo,

es ella quien reparte bultos,

paquetes de alimento y provisiones.

El correo ducal no es de fiar

y las sillas de posta

van muy lentas.

En invierno, la nieve

y las heladas,

cuando no el barro,

vuelven impracticables los caminos.

Entre Schiller y Goethe

es ella quien despacha cartas,

versos,

obsequios imprevistos,

–una piedra de colección, tal vez,

o pliegos de revistas.

Ahora debe esperar

a que el gran consejero

termine su respuesta

y medite el regalo más idóneo

para el poeta amigo.

Sentada en la cocina,

la mensajera Wenzel

bebe un poco de caldo

y deja que las llamas la cortejen

con su olor a comida, a leña seca,

a niñez.

La sangre ha vuelto a sus mejillas

y las manos sostienen el cuenco sin urgencia,

como acunándolo.

Fuera

queda una marcha de seis horas

y el canasto que ha de llevar a hombros

pesa cincuenta kilos.

 

jueves, marzo 24, 2022

a este lado del paraíso

 


 

María Victoria Atencia, Una luz imprevista. Poesía completa, ed. Rocío Badía Fumaz, Madrid, Cátedra, 2021, 562 págs.

 

 

A lo largo de todas sus diversas etapas, la poesía de María Victoria Atencia (Málaga, 1931) se mantiene admirablemente leal a un puñado de obsesiones y estrategias compositivas. Después del hiato de quince años que sigue a la aparición de sus primeros libros –en especial Arte y parte, publicado en Adonais en 1961–, que revisten de factura clásica el dibujo de una educación más sensitiva que sentimental, la publicación de Marta & María en 1976 establece las constantes de su mundo: elipsis, brevedad, reticencia emocional y preciosismo expresivo; pero también los estímulos del viaje y del arte, el diálogo sostenido con los objetos y las presencias cotidianas, la lección de equilibrio del mundo natural, las iluminaciones del sueño… También algo más, que confiere a esta poesía su coloración afectiva: el latido del tiempo, su espesor, sus pérdidas, que es también la capacidad de la autora para reconocerlas y asumir el rasgón –el hueco– que abren en el tejido de la existencia.

 

Una luz imprevista. Poesía completa recoge más de sesenta años de escritura, precedida por un estudio minucioso de Rocío Badía Fumaz que nos da sus claves y sigue muy de cerca su desarrollo. Inscrita por edad en la llamada generación del 50, es evidente que Atencia se siente más cómoda dialogando con ciertas vetas de la poesía novísima –cercanas al barroco y el modernismo españoles y a su gravitación sobre el grupo Cántico– y también con los poetas de los ochenta y posteriores que han asumido de manera natural, sin estridencias, la lección del culturalismo. El lugar literalmente excéntrico que ocupa (al que contribuye su gusto por las ediciones artesanales, casi invisibles) la ha convertido en una presencia seductora cuyo magisterio se renueva porque no es impuesto ni llama la atención sobre sí. Le basta con el poder irradiante de su palabra.

 

Dije antes modernismo, y es verdad que la omnipresencia del alejandrino en los poemarios de la década de 1970 –asociado a una estructura bimembre de dos sextetos–, que ha seguido siendo el metro preferido de Atencia, ha llevado a algunos críticos a poner el énfasis en la hechura y el acabado clásicos de sus poemas; en su elegancia, en suma. Pero más determinante que el metro –que en ella nunca ha sido una horma mecánica– es la sutileza del decir, la capacidad de la sintaxis para tomar el hilo de la frase y extenderla barrocamente, sometiéndola al ir y venir del pensamiento. Son numerosos los poemas que se componen de una sola frase que se desovilla verso a verso, apoyándose en encabalgamientos, subordinadas, repeticiones (de estructuras, de palabras, de sonidos incluso). Y esta diástole sintáctica convive con la sístole de versos rotundos, memorables y sonoros como aforismos: «una lágrima puede / comprometer el curso de las constelaciones»; «los arrebatos tienen sus regresos de frío»; «como si yo estuviera aún muerta de ti».

 

Todo un libro, El puente (1992), dedica María Victoria Atencia a la ciudad de Praga, en el que se incluye un homenaje al poeta Holan y su traductora española, la poeta Clara Janés. Pero otro río, el Tormes, comparece desde «el pretil romano» en un emocionante poema que habla, como al sesgo, de las injurias del tiempo: «El río, / herido en su mitad, proseguía ignorándonos».

 

Tan crucial como lo que se dice es aquí lo que se oculta, lo que se escamotea, en un ejercicio de condensación que ha ido haciéndose más hondo y esencial con los años. Significativo es el diálogo constante con el arte, en poemas que van más allá de la écfrasis y remiten a la vida, como lo hacen los poemas surgidos del viaje y el trato con ciudades (europeas casi siempre: Praga, Londres, Salamanca, Venecia). En todo caso, las texturas del mundo son la espuela de un impulso introspectivo que nunca se muestra complaciente ni enfático. Muy al contrario: los versos finales de muchos poemas son como una puerta abierta tras la cual la sentimos escabullirse, sabia y serena, la confirmación de su amor por el misterio y el secreto. Un secreto, el de su poesía, que este libro nos acerca en toda su singular belleza.

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 11 de marzo de 2022.

 

 



domingo, marzo 20, 2022

ensayos sobre el simio parlante


 

 

Sandra Santana, La parte blanda, Valencia, Pre-Textos, 2022, 58 págs.

 

 

Ensayista, profesora universitaria y traductora –de la poesía de Karl Kraus y Peter Handke, entre otros–, Sandra Santana (Madrid, 1978) tiene a su nombre una breve pero exigente obra poética. Ocho años después de Y ¡pum! un tiro al pajarito llega este nuevo libro, La parte blanda, que cabe leer como un solo poema extenso. Y es que sus 35 «piezas», la mayoría de corta extensión, configuran un todo unitario que se ordena según criterios no sólo rítmicos y tonales, sino también conceptuales.

 

La voluntad teórica del libro se manifiesta muy pronto, desde la cita inicial de Roland Barthes. «La parte blanda» es, en efecto, la lengua, «molusco sin concha», «animal [que] / que despierta en la guarida / de la boca», y Barthes contrapone esa «lengua visceral» al «habla civilizada», aquella que necesita la articulación de lengua y dientes, la corrección del hueso, la parte dura. Surge así la palabra, el signo que denota la cosa y la suplanta, forzando un desplazamiento. Surge también una asepsia que nos vuelve ciegos a nuestra propia condición animal, los deseos y compulsiones que nos atraviesan sin apenas darnos cuenta. Todo el libro viene a explorar esta suplantación, esta ceguera, con una escritura sobria, pegada a su trama, que fluye sin estorbos y distribuye con astucia las repeticiones, los encabalgamientos, las elipsis: «Porque si el brazo / sacude violento / la correa, la correa / también tira fuerte. Es, / en definitiva, su propia rabia / el animal / que muerde al dueño».

 

Y todo el libro, por lo mismo, está escrito en una voz que interpela a un «vosotros» que es el lector, que somos todos: «Lo habéis visto», «os pensáis libres», «así aprendisteis»… Es una voz, una lengua, que nos habla desde el arriba del tiempo y parece juzgarnos sin impaciencia, con piedad. También con tristeza objetiva, la que merecemos.

 

El libro sabe que nuestra fragilidad de «especie desprotegida» es indisociable del don para referir lo que no está, decir mañana o mentir. Lo sabe y lo expone con una escritura que no agota sus sentidos e invita, más que nunca, a la relectura.

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 25 de febrero de 2022.

 




viernes, marzo 11, 2022

palabras para decir el vértigo

  

 


 

José Luis Gómez Toré, El territorio blanco, Sevilla, La Isla de Siltolá, 2022, 96 págs.

 

 

La de José Luis Gómez Toré (Madrid, 1973) es una de las voces más radicalmente líricas de nuestra poesía. Su delicadeza, que no fragilidad, oscila entre el ancla de un ritmo sereno, austero, asociado a la pérdida («para quién tocas, corazón, / tu tambor de ceniza»), y el afán de vuelo, de ingravidez: «piedra, sé ala, / una puerta en el aire». En sus momentos más altos, esta poesía logra algo tan difícil como rebajar el peso de las palabras y hacer más llevadera su carga de sentido, de vida padecida, de memoria. Lo dice a las claras en «Zúrich»: «si todavía hablamos, / si escribimos en una lengua que arde, / es porque no queremos dejar rastro».

 

Gómez Toré deja el tono crítico, incluso político, de Hotel Europa, su anterior libro, para volver al territorio de una meditación personal teñida de vislumbres, de recuerdos, de sondeos. Hay en El territorio blanco una cierta sensación de repliegue que remite al diálogo con la propia infancia, hijos mediante, pero también a un grado supremo de atención, de percepción alerta y casi alucinada, en el que cualquier signo –cualquier paso– resulta decisivo. Y lo es porque el lugar al que se vuelve no es nunca el lugar del que se sale. Las dos puertas que el hijo del poeta descubre en el cuarto amarillo de Van Gogh la convierten en «habitación de paso» entre dos intemperies y cifran el carácter precario, inestable, siempre fugitivo, de la existencia.

 

Gusta el autor de romper la secuencia poemática con textos que juegan a disfrazarse de otros géneros. Si Hotel Europa incluía un «interludio grotesco», «El teatro anatómico del doctor Cirlot», aquí las trece viñetas de «Melusina (novela)» narran en clave simbólica el descubrimiento de la desnudez y el deseo, también del asombro y el temor que inspiran: «Es un rito vulgar, pero el deseo es empujar un límite».

 

Hay una obsesión en esta escritura por la idea de preludio, de umbral, de inminencia. Gómez Toré reivindica una poética del hambre que es la del niño, que «prueba el mundo con la boca», porque el mundo finalmente se hace así, «con la boca», diciéndolo, masticándolo; royendo la pared de la celda de cada día.

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 25 de febrero de 2022.

 


lunes, marzo 07, 2022

poemas para cuidar el fuego del mundo

 

 


 

María Ángeles Pérez López, Incendio mineral, epílogo de Julieta Valero, Madrid, Vaso Roto, 2021, 90 págs.

 

María Ángeles Pérez López (Valladolid, 1967) ha hecho de la diversidad formal uno de los rasgos distintivos de su poesía. Es, en realidad, una estrategia –un reto– que le permite abordar una y otra vez el mismo territorio y así obtener mapas distintos pero complementarios, o que acaban formando un mapa mayor. Si en Atavío y puñal y Fiebre y compasión de los metales la horma generadora era el endecasílabo blanco, usado con ductilidad y maestría, en Diecisiete alfiles fue el haikú, impregnado ahí de subjetividad y anhelo, «con su vocación de relámpago que todo lo ilumina».

 

Los quince poemas en prosa de este Incendio mineral parecen moverse en el extremo contrario, fruto de un deseo –cumplido– de articulación que toma recursos del ensayo, la viñeta descriptiva o la reflexión íntima para plasmar y hacer visible la red que une todas las cosas, la sustancia común que aflora en sus manifestaciones incesantes: lo vivo y lo mineral, lo animado y lo inerte. Lo apunta Julieta Valero en su esclarecedor epílogo: esa «necesidad de la voz de hacerse transitiva con todos los habitantes y materiales del mundo». Pero también la poeta desde el minuto cero: «Mi cuerpo choca contra los pronombres […] No es cierto que sean cáscaras vacías: son vísceras y plasma en la transfusión que cede cada uno de nosotros».

 

El diálogo con otros poetas y voces afines vuelve a estar en la raíz de esta escritura, que es también «esta extrañeza que llamaron vivir». Lejos de ella las proyecciones del yo ensimismado o la inclinación a ver en los demás un reflejo de lo propio: «Porque tú no eres suficiente para ti».

 

Hay algo muy seductor en este libro que surge no sólo de su coherencia tonal, sino de la convicción con que rastrea y atesora, «en ti, partículas lejanísimas de estrellas y otros parientes, piedras, peces, patronímicos […] todos ellos te bendicen y completan». Lo cantaba Joni Mitchell: «somos polvo estelar, somos de oro». Y Pérez López lo remacha con palabras atentas, tan precisas como elásticas.

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 18 de febrero de 2022.

 

 


 

jueves, marzo 03, 2022

la función ya se acabó

 



 

Albert Balasch, Un hombre llega tarde, prólogo de Andreu Jaume, selección de Aníbal Cristobo, traducción del catalán de Sílvia Galup, Barcelona, Kriller71, 2022.

 

 

Confieso que desconocía la poesía de Albert Balasch (Barcelona, 1971). Muy joven para ser incluido en Sol de sal (2001), la muestra de «nueva poesía catalana» de Jordi Virallonga, tampoco está en la posterior Medio siglo de oro (2014), de Eduardo Moga. Ahora ve la luz esta amplia antología bilingüe, Un hombre llega tarde, traducida con esmero por Sílvia Galup, y su lectura me deslumbra y perturba por igual. Se recogen aquí poemas de cuatro libros, todos editados en menos de una década (2002-2009), más una breve coda de «Inéditos y rarezas» que incluye la obra radiofónica «Grava».

 

«Tú / escribes esto, el nombre de Nada, cansado / de ti mismo. No tienes placer ni ninguna / derrota», leemos en «Tos». Y toda la escritura de Balasch transita en esta clave austera, casi sonámbula, como de quien está más allá del mundo, en un ámbito de cansancio y desencanto que sin embargo no le impide hablar. O, mejor, donde lo único que puede hacer es hablar, decir frases entre rotundas y enigmáticas («como golpes de hacha», dice Andreu Jaume en su prólogo) en las que resuena el absurdo beckettiano, pero también cierto gusto por la fábula negra y el desmarque irónico. Para entendernos, y ya que estamos en el centenario de La tierra baldía, el Eliot con el que enlazaría esta poesía sería el de sus «hombres huecos», «hombres de trapo / unos en otros apoyados / con cabezas de paja»; pero hombres que subsisten después de que el mundo se haya terminado, «no con una explosión sino con un sollozo». Con todo, los poemas crecen y se adensan con los años, pasando del yo/tú inicial al «nosotros» de Las ejecuciones y de ahí al poema extenso en La caza del hombre.

 

«Escribo porque ya no puedo rezar»; «seguramente soy un ronquido que declina, / un viejo con frío y olor de perro». En este excepcional poema-libro el páramo castigado del rey Lear se puebla de gestos animalescos y soledad cósmica, sí, pero también de una rara y digna y estremecedora elocuencia que abre la puerta, por sí sola, a la posibilidad de la redención: «contando, sorbiendo, un perro esperaría a un hombre».

 

 

Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 18 de febrero de 2022.