Ada Salas, Arqueologías, Valencia, Pre-Textos, 2022, 100 págs.
Es una fortuna ser contemporáneo de Ada Salas (Cáceres, 1965) y asistir en primera línea al desarrollo de una poesía que no deja de crecer y ramificarse y que cada poco, con puntual regularidad, nos acerca una muestra cabal de sus virtudes. Desde Esto no es el silencio (2008), y con un jalón decisivo en Limbo y otros poemas (2013), la escritura de Salas se ha movido fuera del minimalismo estricto de sus inicios para sondear el mundo y mancharse con sus texturas, sus accidentes. El poema-nudo se ha ido desovillando con los años, volviéndose más locuaz, más explícito, y ahora es un poema-filamento que se descuelga sin prisa, con una cadencia ensimismada que de pronto se resuelve en quiebro, en latigazo. El movimiento de los versos se parece al zigzag de las gotas de lluvia que bajan por el cristal de una ventana y aceleran de pronto al atrapar nuevas gotas. El rigor métrico convive con la inventiva formal –en forma de encabalgamientos, anáforas, aposiciones y elisiones sintácticas– para crear un tono, un decir propio que es uno de los placeres inmediatos de esta poesía.
Buena parte de Arqueologías se escribió antes o a la par que Descendimiento (2018), su predecesor, que dialogaba con el cuadro homónimo de Rogier van der Weyden para sanar una mente y un corazón trastornados. Las piezas de este nuevo libro insisten en la idea de descenso, de catábasis, de ingreso en «lo oscuro» (la frase reaparece una y otra vez), pero ahora el correlato es el ámbito de los yacimientos arqueológicos y sus hallazgos, sus tesoros, que protagonizan o dan título a muchos poemas: «Cuenco», «Diadema», «Vasija», «Sortija», etc. Dividido en dos secciones más o menos simétricas, «Antiquarium» y «Civitas», con un poema suelto a modo de introducción, este libro está obsesionado con lo oculto, lo que vive bajo tierra, lo que es exhumado y vuelve a la luz. Pero esta realidad material lo es también temporal: se trata de restos y objetos del pasado, presencias («instantes») que hablan de un tiempo que ya no es pero que sigue existiendo a través de ellos; y nos interpela.
Toda la escritura última de Ada Salas toma la forma del soliloquio, de un diálogo con ese «tú» –aprendido en Cernuda y en Valente, entre otros– que es uno mismo, pero que engloba al lector y lo vuelve oyente privilegiado de lo que ahí se dice. La naturaleza forzosamente teatral del soliloquio incluye apartes, momentos de duda o vacilación, acotaciones de orden ensayístico («La arqueología habla de los siglos como si fueran / tiempo. Como si hubiera en ellos / sucesión. Pero esos huesos eran un instante») y también, cada cierto tiempo, la exhalación del verso rotundo, sentencioso: «es preciso cantar / como si el mundo // comenzara de nuevo»; «No hay tumba más profunda que el propio / corazón»; «sólo es puro el silencio». Propio del soliloquio es también el fraseo insistente, la indagación tentativa, como si el poema fuera un rodeo, un merodeo, sin dejar de ser también el camino más corto.
Arqueologías se abre con el verbo «Acceder» y se cierra con la frase «un azul / que nunca has conocido». El viaje de este libro es, en última instancia, un viaje sanador, que salva la atracción por «lo oscuro» (una negrura magnética como en la cacería de Uccello) para llegar a ver la claridad celeste. Por el camino, la quema de rastrojos, las moras dulces de septiembre, el tacto del trébol: formas de la reconciliación.
Muchos de los poemas de Arqueologías son meditaciones sobre el objeto: su don prodigioso para evocar el pasado y así alterar el presente. Otros, como «Moras», «Tiempo» o los trípticos «Pájaros», «La espina» y «Orión» (hermosa elegía al padre), son epifanías, escenas del pasado que exploran el vínculo con la naturaleza y buscan, una vez más, curar la herida del tiempo. Pero Salas deja lo mejor para el final, esto es, los poemas que cierran cada una de las dos secciones del libro y que son la cara y cruz de una misma moneda. Si «Tuffatore» vuelve a dar voz, después de Montale y Valente, al saltador pintado en una tumba de Paestum, «Bañista» es la evocación de un momento íntimo: un baño al amanecer. El primer poema es la cruz mítica y acaba con la muerte de su protagonista («creo / que no quise / despertar de esa noche»); el segundo, más personal, es su reverso afirmativo: el baño como trance purgativo y oportunidad de recomienzo. Tal vez la salvación no esté tan lejos, después de todo.
Publicado en La Lectura de El Mundo, 22 de julio de 2022.
Aljibe
En medio de la tierra algo se abre.
Una rama en el mármol te recibe
viajero. Una rama. La gracia.
El brillo
de algún pez.
El reflejo más puro.
Un agua densa inmóvil un cuerpo
transparencia.
Tú quieres estar viva en esa nada.
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