Lo dijo Miguel
Hernández con timbre de canción popular: «Con tres heridas yo: / la de la vida,
/ la de la muerte, / la del amor». Si la poesía, entre otras cosas, es un
viaje, una búsqueda de sentido, en el origen ese viaje fue un descenso a las regiones
donde moran los muertos para reencontrarse con la figura amada y devolverla a
nuestro mundo: a Gilgamesh no le basta con llorar la muerte de Enkidu, debe
emprender una marcha a los confines de la tierra para encontrar la inmortalidad;
Orfeo baja al inframundo para recuperar a Eurídice, conmoviendo al mismo Hades
con su canto. Pero la prohibición de no volver los ojos es, en el fondo, un
aviso: que tu canción mire atrás y se ocupe del pasado es la confirmación misma
de la pérdida. La elegía certifica el destino del amigo muerto, aunque el poeta
se afane en «minar la tierra hasta encontrarte / y besarte la noble calavera / y
desamordazarte y regresarte».
Mientras el mundo
estuvo bien hecho y contenido en el edificio de los credos religiosos y las
visiones de totalidad, la muerte era el cimiento mismo del edificio, el mar al
que van a parar los ríos de la vida. La elegía era un panteón funerario, el
relato celebratorio de las virtudes y logros del difunto, y acaso también una vía
de consuelo moral y de aprendizaje de la propia muerte. Todo estalló con la
modernidad. Cuando muere su hijo Anatole, Mallarmé intenta escribir «una tumba
poética», un memorial. Como explica Paul Auster, «quiere transmutar a Anatole
en palabras y de ese modo prolongarle la vida». Su empresa es la de quien
acepta la muerte moderna, «o sea, la muerte sin Dios, la muerte sin esperanza
de salvación», y trata de que la poesía haga el trabajo de la fe religiosa. Su
fracaso, los 202 fragmentos de Para una tumba de Anatole, es un aviso a
navegantes, pero también algo más: un signo de los tiempos.
Desde entonces, el
fragmento ha sido el modo en que el poeta ha registrado la presencia de la
parca: astillas de frases y palabras, rebabas de un trabajo incesante de gubia
y formón sobre la página. Y siempre, donde estaba el cielo, una campana de
silencio, como la que parece flotar sobre el Paisaje con pájaros amarillos
de Valente. Uno de los primeros en romper este impasse fue el
norteamericano Donald Hall con Without (1998), libro deslumbrante
dedicado a la muerte de su esposa, la también poeta Jane Kenyon. Hall conoce
bien la tradición moderna, pero prefiere enlazar con otros linajes: el
oriental, por ejemplo, o el suyo propio con su gusto por lo concreto, lo
doméstico, los pequeños detalles, la naturaleza. Por ahí, viene a decirnos, hay
una salida, un comienzo de salvación: en la humildad y el cuidado, en romper
con los espectros tiránicos del yo deseante, en no pedirle al mundo lo que no
puede darnos.
Un año y tres
meses sigue visiblemente
la estela del libro de Hall, pero a la manera de su autor, más visiblemente
retórica, menos ligada a las hechuras del mundo. En sus 25 poemas, Luis García
Montero registra la presencia de la muerte en el día a día de sus protagonistas,
signado por los ritmos de la ciudad, el trabajo cotidiano y los afectos
domésticos. Es el cuaderno de bitácora de un combate sostenido con la
enfermedad y la muerte que no termina en derrota, porque esos días finales, afirma,
son «ahora, recordados, / los más felices de mi vida». La emoción de estos
versos es sincera y el resultado, por momentos, conmovedor. Nos apiadamos del
hombre, sentimos con él; mala cosa seríamos si el dolor ajeno dejara de impresionarnos.
Y sin embargo… Lo peor que le puede pasar a un poema es que un exceso de barniz
retórico nos haga dudar de la veracidad de los sentimientos, y eso es justo lo
que ocurre aquí. Extraña, en efecto, la insistencia del versificador experto en
dar al material el acabado de costumbre. Es como si el libro estuviera escrito
por dos manos, dos voces que se turnan sin fundirse del todo: el hombre en
carne viva; el poeta que se obstina en vestir u ocultar su desnudez sin
lograrlo.
En «De Madrid a
Lima», por ejemplo, el avión se convierte en un barco fantasma, una nave de
muertos: «Noche rígida y muda de pasillos, / una hilera de cuerpos / hacia
ningún lugar». Es una visión del espanto que el poeta conjura en pocos versos,
con la fuerza de una pesadilla. Ahí está el núcleo emocional del libro: la
muerte llega y todo pierde sustancia, la vida se vuelve irreal y parece que no
hacemos pie; chapoteamos en el «agua negra» de la que habla en otro poema. Surge
así la tentación consoladora: «Llamaré / cuando llegue al hotel para decirte /
[…] que todo está tranquilo, / que tengo ganas de volver a casa». La imagen de
partida es pánica, visceral, intuitiva; el cierre es voluntarioso y
sentimental, pero su carácter postizo no borra ese miedo primero, que es donde tocamos
hueso, y que vuelve innecesaria toda continuación. «La poesía no importa», dijo
Eliot, subrayando tal vez que a ciertas verdades íntimas se llega por caminos –y
con palabras– que recelan de ser poema.
Versión
ampliada del artículo publicado el 9 de diciembre de 2002 en La Lectura.