DESVÍOS Y DIVERSIONES
[John Ashbery, Autorretrato en espejo convexo, traducción, prólogo y notas de Julián Jiménez Heffernan, DVD Ediciones, Barcelona, 2006, 252 páginas.]
Escribía Auden en uno de sus mejores ensayos fragmentarios, «Leer», que «cualquier crítico concienzudo que se ha visto en la obligación de reseñar un nuevo libro de poemas en un espacio limitado sabe que el único proceder honesto sería ofrecer una serie de citas sin comentario, pero que, si lo hiciera, su editor le acusaría de no estar ganándose el pan» (La mano del teñidor, 1948). En el caso que nos ocupa, este proceder debería modificarse ligeramente para acoger, no uno, sino dos libros complementarios, pues Julián Jiménez Heffernan, el responsable literario de este Autorretrato, ha escrito un largo y enjundioso estudio que acota a la perfección y viene a replicar, en el plano de la crítica, el carácter desprendido (derrochador) de la poesía de Ashbery, su jouissance imagística y verbal. Ya lo hizo, con igual fortuna, en su edición de Tres poemas, también editada con esmero por DVD Ediciones hace dos años, y que nos acercaba uno de los momentos más altos de esta obra, un punto de inflexión y crisis textual que sigue estando en el horizonte de todo lo que Ashbery ha escrito luego.
Así pues, si quisiera ser honesto con mi percepción de estos dos libros, haría de este comentario un calidoscopio de citas intercaladas que se alumbraran mutuamente, algo que el propio Jiménez Heffernan ensaya en algunos momentos de su estudio (pp. 21 y 25). Y es que, pese a su carácter elusivo y la torsión escurridiza con que su escritura parece sortear las expectativas ajenas, la obra de Ashbery, como toda hija obediente de la modernidad, no escapa a la tentación de explicitar sus propias claves. De tal forma que si «El nuevo sistema», el primero de los Tres poemas en prosa publicados en 1972, se abría con una exuberante declaración de intenciones: «Pensé que, si podía ponerlo todo por escrito, ésa sería una forma. Y luego se me ocurrió que dejarlo todo fuera sería otra forma, aún más verdadera», los poemas de este Autorretrato en espejo convexo, publicado tres años más tarde, abundan en insinuaciones metapoéticas que actúan a modo de cotas o pointers, permitiendo que el lector reconozca vagamente su entorno: «Lo intenté todo, sólo que algunas cosas eran inmortales y eternas», «una balada / que incluye al mundo entero, ahora, pero levemente, / levemente aún, aunque con amplia autoridad y tacto» («Como uno al que meten borracho en un paquebote»), «Todas las cosas parecen menciones de sí mismas / y los nombres que brotan de ellas se ramifican en otros referentes» («Grand Galop»). Estas citas, y otras muchas que podrían aducirse, dan cuenta de la dimensión, digamos, más intelectual o reflexiva de esta poesía, algo particularmente visible en el largo poema epónimo que cierra este libro y que fue, gracias a los buenos oficios de Javier Marías, lo primero que pudo leerse de Ashbery en nuestro país (Poesía, Invierno 1985-86). (Aunque es tema que daría para un largo ensayo, no quiero dejar de apuntar que la temprana publicación de «Autorretrato en espejo convexo», poema de inhabitual coherencia sintáctica y meditativa dentro del corpus ashberiano, pudo introducir una percepción errada del alcance y virtudes de su escritura. Se agradece por tanto que Jiménez Heffernan haya antepuesto a sus traducciones dos largos ensayos explicativos que, además de sintetizar las conclusiones de la crítica anglosajona, ofrecen su lectura personal.)
Con todo, este elemento meditativo, salvo en el ya mencionado «Autorretrato» y alguna otra pieza aislada, es más gestual que otra cosa. Su inserción en el verso es producto de la fascinación lúdica (casi infantil) de Ashbery por las múltiples modalidades discursivas que le rodean. Lo meditativo convive en términos de igualdad con apuntes del natural dignos del mejor romanticismo, la morosidad impresionista y la pintura de interiores que Ashbery descubrió en Proust y Henry James, la erudición atrabiliaria a lo Thomas de Quincey, pero también con las jergas periodísticas y de la cultura demótica (la televisión, el Reader’s Digest), el lirismo gaseoso y degradado de los seriales y la música popular, la sensualidad atmosférica y el gusto por la frase enigmática y rotunda del cine negro. En Ashbery se dan la mano con extraña naturalidad la tradición de la vanguardia y el ejemplo de cierta modernidad bizarra (de Thomas Lowell Beddoes a Raymond Roussel, del propio De Quincey a Gertrude Stein) con las diversas expresiones de la cultura de masas norteamericana, por la que el poeta siente una fascinación que podríamos tildar de aristocrática, en la medida en que celebra su distancia fatal de la misma, su condición de ser culturizado en una sociedad donde la posesión de cultura es un estigma inocultable. Así, en «Sentimientos encontrados», el hablante convoca una imagen en sepia («cosecha aproximada de 1942») en la que conviven sin esfuerzo el ácido de la ironía y la sonrisa tolerante: «Un olor agradable a salchichas fritas / golpea los sentidos, junto con una antigua fotografía, / casi borrada, de lo que parecen chicas holgazaneando / alrededor de un bombardero (...) / Eh, chicas, ¿qué hacéis en vuestro tiempo libre? Caramba, / podría exclamar una de ellas, no soporto a este tipo. / (...) No me ofende que estas criaturas (ésa es la palabra) / de mi imaginación me tengan en tan poca estima, me presten tan poca atención. (...) / Me gusta el aspecto / que tienen, cómo actúan y sienten. Me pregunto / qué las llevó a ser así, pero no voy a perder / ni un minuto más pensando en ellas».
Lo singular en Ashbery, como en el primer Auden o los mejores poemas de Gil de Biedma, estriba en el tono. Por tono entiendo un clima sonoro, un fraseo que no depende de la música y los ritmos tradicionales, con su tallado obsesivo de cada frase y cada verso, su noción del golpe acentual como cifra de la analogía trascendente. La música de Ashbery es laid-back, inclusiva, sensualista y rococó a la manera de Wallace Stevens pero también, cuando quiere, prosaica y fingidamente desmañada, síntoma de su gusto por la sonoridad del lenguaje coloquial, ese vernacular al que todos los poetas norteamericanos (llámense Whitman o Emily Dickinson) se han adherido alguna vez. Eso sí, sin transgredir nunca, al menos en este libro, los límites de cierto decoro, de una mesura o sentido del equilibrio que pone en armonía los distintos elementos de este collage discursivo. Es un tono peculiar al que no es ajeno, como bien ha señalado Thomas Disch, la omnipresencia de la partícula «it», ese pronombre neutro que tantos quebraderos de cabeza ha dado a los traductores y que encarna a la perfección el natural indefinido de esta poesía, su carencia de contornos exactos y apresables.
El resultado, como lo define el propio poeta en «Autorretrato», es un «carrusel [que] arranca lentamente / y acelera y acelera: mesa, papeles, libros, / fotografías de amigos, la ventana y los árboles / fundiéndose en un solo anillo neutro que me rodea / por todas partes, mire donde mire. / Y no puedo explicar el mecanismo de nivelación, / la razón de que todo haya de reducirse a una sola /sustancia uniforme, un magma de interiores». Esta inquietud por no poder explicar la estrategia de «nivelación» de su propia poesía resulta bastante excepcional en nuestro autor, poco adepto a la duda angustiosa o la melancolía de quien descubre sus límites, pero es lo que singulariza el largo poema final y otorga, en retrospectiva, una pátina otoñal y elegíaca al conjunto. Con todo, este barniz no logra borrar la impresión primera, la de estar escuchando, como afirma Helen Vendler en frase que cita Jiménez Heffernan, una voz «flotante, alusiva, maliciosa, desganada, suave, genial, pusilánime, complaciente, soñadora, confiada, oscilante, diplomática, auto-reprobatoria, cómica, coloquial, desesperada, ingeniosa, educada, nostálgica, evasiva, divertida». Demasiadas alternativas, demasiados saltos y sobresaltos, demasiados desvíos. Pero si recordamos que la traducción inglesa de «desvío» es diversion, pariente etimológico de nuestra «diversión», comprenderemos que leer a Ashbery supone deponer la seriedad alerta que asociamos al género y que tanto ha envarado nuestra poesía. Ashbery nos obliga a replantearnos nuestras estrategias lectoras y a entrar en la página con una suerte de soñolencia activa que replica la suya propia: un ámbito en el que todo puede no ocurrir, y de hecho no ocurre. Haber convertido esta no-ocurrencia en un discurso de inagotable riqueza es tal vez el logro mayor de Ashbery y la prueba más pertinente de su grandeza.
Me parece que con tu glosa y con los intermezzos te ganaste algo más que el pan.
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