Creo que si tuviera que definir a John Ashbery con una sola frase, echaría mano de Wallace Stevens y su famoso poema «The Emperor of Ice-Cream». Ashbery es, en efecto, el emperador de los helados, el que «lía gruesos cigarrillos […] y bate / en tarros de cocina las concupiscentes cuajadas»; el que deja que «ser rime con parecer». Si hay algo que me gusta de sus poemas últimos es su tono otoñal, crepuscular, el modo en que se tiñen de una nostalgia inconcreta que nunca cede a la sensiblería, que nunca depone su fundamental escepticismo. Una melancolía irónica y hasta lúdica, por decirlo en pocas palabras. La tercera estrofa de este poema es explícita a ese respecto, con su lamento por «esa meritocracia que […] / había puesto comida en la mesa y leche en el vaso». Y su capacidad para celebrar la poesía de las afueras, de los barrios residenciales, un paisaje urbano tanto visual como mental que es también, para qué negarlo, un homenaje perverso a los Estados Unidos de su juventud. Y una imagen que no deja de ser un sueño, como dejan entrever los últimos versos («la sombra que llega cuando esperas que amanezca»). Un sueño transmutado en poema, registrado en el poema. De ahí la vaguedad, la fluidez de las transiciones, esa forma que tiene Ashbery de mover la tierra bajo nuestros pies y marear nuestras expectativas. Aunque quizá el error, leyendo su poesía, sea esperar fundamentos estables o conclusiones de ningún tipo.
Desconocer la ley no es eximente
Nos alertaron sobre las arañas y la ocasional hambruna.
Bajamos en coche al centro a ver a nuestros vecinos. Ninguno estaba en casa.
Encontramos refugio en patios diseñados por la municipalidad,
y al hablar evocamos otros lugares, lugares diferentes…
Pero ¿lo eran de veras? ¿No los conocíamos ya de antes?
En viñedos donde el himno de las abejas ahoga la monotonía
dormimos en busca de tranquilidad, sumándonos a la estampida.
Él se me acercó.
Todo seguía igual que de costumbre,
excepto por el peso del presente,
que arruinó el pacto que hicimos con el cielo.
En verdad, no había motivo para alegrarse,
ni tampoco necesidad de dar la vuelta.
Sólo por estar de pie ya nos habíamos perdido,
escuchando el zumbido de los cables encima de nosotros.
Guardamos luto por esa meritocracia que, llena de salvaje vitalidad,
había puesto comida en la mesa y leche en el vaso.
Con maneras descuidadas, barriobajeras,
volvimos caminando al cristal de roca primitivo en que él se había convertido,
todo preocupación, todo miedo por nosotros.
Descendimos con calma
hasta el último peldaño. Allí puedes lamentarte y respirar,
enjuagar tus posesiones en la fuente helada.
Ten cuidado tan sólo con los osos y lobos que la frecuentan
y la sombra que llega cuando esperas que amanezca.
Trad. J. D.
Magnífico poema, Jordi, y supongo que magnífica versión... Me parece muy oportuna, y divertida, la comparación con el emperador de los helados de Stevens (expresión que por cierto, me recuerda el orgulloso nombre que ostentaban los pobres carritos de helado de Nueva Delhi: "Ice Cream Palace"... una caprichosa asociación de la memoria).
ResponderEliminarGracias, José Luis... Veo que los dos hemos estado con Ashbery este fin de semana. Buen remedio contra este frío polar. Un abrazo, J12
ResponderEliminarUna lectura superinteresante. Tal vez el poema más conocido de este autor un tanto correoso, pero que me influyó en su momento sea "Autorretrato en espejo convexo", para mí una gran obra, larga, dificil pero de necesaria lectura.
ResponderEliminarUn saludo.
EXCELENTE POEMA MAS FACIL DE LEER QUE LOS POEMAS DELIRANTES DE GALEONES DE ABRIL.
ResponderEliminarHENRY HINESTROZA
El poema es una tomadura de pelo, y no porque sea malísimo, no, lo siguiente.
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