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Los relojes que importan, los que miden el ir y venir de nuestras inquietudes y asombros y afanes más o menos íntimos, sólo avanzan cuando los llevamos puestos y tienen poco que ver con la hora que marcan las manecillas. Pero cada vez estoy más convencido de la importancia de ciertos rituales que nos ayudan a cerrar o pasar ciertas páginas y abrir otras nuevas. Rituales colectivos a los que no viene mal asentir para hacernos la ilusión de que limpiamos la pizarra o el libro de cuentas antes de consignar nuevos asientos. Tal vez algo se filtre, después de todo, a esa intimidad donde todo sucede un poco a distancia del calendario oficial. Una sensación de cumplimiento, o de posible renuevo, o simplemente el alivio del corredor de vallas que ve despejado el camino inmediato antes del siguiente obstáculo.
El libro de la vida también contiene divisiones y subdivisiones, como las líneas que separan las viñetas de una página de cómic. Hoy cruzamos una de esas fronteras. Nos tomaremos un instante de la mano, cerraremos los ojos y pasaremos en un instante, sin movernos, de un lugar a otro. El tiempo nos arrastra en su cinta transportadora. Sirvan estas palabras como trasunto de un guiño cómplice o una inclinación de cabeza antes de pasar al otro lado. Comienza un nuevo año. Me alegra inmensamente verlo arrancar en vuestra compañía.
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BITÁCORA DE JORDI DOCE. Mis últimos poemarios son En la rueda de las apariciones. Poemas 1990-2019 (Ars Poetica, 2019) y No estábamos allí (Pre-Textos, 2016). Además de traducir la poesía de William Blake, Anne Carson, T.S. Eliot y Charles Simic, entre otros, he publicado los cuadernos Hormigas blancas y Perros en la playa, y los libros de artículos y de crítica Imán y desafío, Curvas de nivel y Las formas disconformes. He reunido mis versiones de poesía en Libro de los otros (Trea, 2018).
viernes, diciembre 31, 2010
lunes, diciembre 27, 2010
leyendo a x
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En nuestra relación con los maestros hay siempre un cupo de temor reverente, pues sacan a la luz todas nuestras carencias. Hay una forma, sin embargo, de hacerles frente o de esquivar su abrazo irrespirable, y es tomar un camino (ese, precisamente) que revele las suyas.
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En nuestra relación con los maestros hay siempre un cupo de temor reverente, pues sacan a la luz todas nuestras carencias. Hay una forma, sin embargo, de hacerles frente o de esquivar su abrazo irrespirable, y es tomar un camino (ese, precisamente) que revele las suyas.
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miércoles, diciembre 22, 2010
d. h. lawrence / poema
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Somos los transmisores
Mientras vivimos somos transmisores de vida.
Y cuando no logramos transmitir vida, la vida
Es parte del misterio del sexo, es un flujo que avanza.
Las gentes asexuadas jamás transmiten nada.
Y cuando al trabajar logramos transmitir vida a nuestro trabajo,
la vida, ya más vida, corre a nosotros para compensarnos,
Ya sea una mujer haciendo un pastel de manzana
y bueno el taburete,
contenta estará ella, ondeando de vida fresca,
contento estará él.
Da y te será dado,
ésta es aún la verdad de la vida.
Pero dar vida no es tan fácil.
No significa dispensarla a cualquier necio
incluso si es tan sólo en la blancura de un pañuelo recién lavado.
Trad. J. D.
Confieso mi debilidad por los poemas de D. H Lawrence (1885-1930). Sé bien que muchos de ellos están malogrados en parte o del todo por la prisa, la impericia técnica y cierto didactismo del que tiene muy claro lo que quiere decir y no pierde el tiempo en formulismos ni reglas de etiqueta. Fuera de las espléndidas piezas que dedicó a plantas y animales (como ese «Gato montés» que publiqué en esta bitácora hace año y medio), el verso es uno de los medios preferidos por Lawrence para divulgar de manera más o menos explícita su credo vital y literario. Así, por ejemplo, las reflexiones y ortigas epigramáticas que le ocuparon hacia el final de su vida y en las que volcó todo el odio y la ironía furiosa que había acumulado contra el establishment cultural de su país, lleno de reprimidos bienpensantes y críticos con almas de burócrata…
Supongo que es precisamente este sentimiento (intuitivo, casi infantil) de rebeldía el que me hace simpáticos los poemas de Lawrence. Pueden estar mejor o peor hechos técnicamente, pero siempre están vivos, tienen fuerza, rebullen y patalean como niños impacientes. Y nada de lo que dicen sobra, sino que exige ser escuchado y pensado y hasta memorizado como un aviso a navegantes. Así este poema, «We Are Transmitters» («Somos los transmisores»), que pertenece a Pansies (1929), su penúltimo libro publicado en vida, y que traduje (el poema, no el libro) hace como cuatro o cinco años mientras releía Hijos y amantes, una de sus novelas que más me acompañan. No se me ocurre mejor mensaje para estas fiestas, para este nuevo final de año, que esta invitación a «transmitir vida», este llamamiento urgente a dar («Da y te será dado, / ésta es aún la verdad de la vida») que me recuerda una frase de una entrevista a Alberto García-Alix: «Artista es el que da». Según este lema, tenemos el deber de ser un poco artistas en nuestra vida, cuidar de los detalles y volcarnos en cada mínima cosa que hacemos. Todo un señor programa, en efecto, aunque rara vez podamos o sepamos cumplirlo. Supongo, al menos, que basta con tenerlo en cuenta o no perderlo de vista mientras avanzamos por el laberinto de los días. Lawrence lo formula con versos claros y rotundos que hacia el final me recuerdan aquella idea liberadora de William Blake:
No premio al enemigo con gestos generosos. […]
Quien con el enemigo es generoso
promueve sus asuntos, y se vuelve
enemigo y traidor de sus amigos.
Esto es, no basta con dar: también hay que saber a quién se da, dejar fuera del reparto al «enemigo» o al «muerto viviente», como lo llama Lawrence. Aquí no hay buenismos ingenuos ni incitaciones a poner la otra mejilla, sino puro y simple control de fuerzas, que el camino es largo (cada vez más, aunque se acorte) y no conviene malograrlo con gente de poco fiar. Lawrence (y Blake) lo sabían mejor que nadie, precisamente porque eran reos de entusiasmos episódicos que los agitaban en todas direcciones y les llevaban a creer en esto o aquello casi a su pesar. En ambos, la fe en la vida fue siempre más fuerte que el diente de roedor del escepticismo.
En fin, lo dicho. Muy felices fiestas a todos, y que sigamos mucho tiempo al abrigo del árbol de la vida.
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Somos los transmisores
Mientras vivimos somos transmisores de vida.
Y cuando no logramos transmitir vida, la vida
ya no logra fluir a través de nosotros.
Es parte del misterio del sexo, es un flujo que avanza.
Las gentes asexuadas jamás transmiten nada.
Y cuando al trabajar logramos transmitir vida a nuestro trabajo,
la vida, ya más vida, corre a nosotros para compensarnos,
para estar preparada
y ondeamos vivientes a través de los días.Ya sea una mujer haciendo un pastel de manzana
o un hombre un taburete,
si la vida penetra en el pastel, bueno será el pastely bueno el taburete,
contenta estará ella, ondeando de vida fresca,
contento estará él.
Da y te será dado,
ésta es aún la verdad de la vida.
Pero dar vida no es tan fácil.
No significa dispensarla a cualquier necio
ni dejar que los muertos vivientes te devoren.
Significa encender el principio de vida allí donde no estaba,incluso si es tan sólo en la blancura de un pañuelo recién lavado.
Trad. J. D.
Confieso mi debilidad por los poemas de D. H Lawrence (1885-1930). Sé bien que muchos de ellos están malogrados en parte o del todo por la prisa, la impericia técnica y cierto didactismo del que tiene muy claro lo que quiere decir y no pierde el tiempo en formulismos ni reglas de etiqueta. Fuera de las espléndidas piezas que dedicó a plantas y animales (como ese «Gato montés» que publiqué en esta bitácora hace año y medio), el verso es uno de los medios preferidos por Lawrence para divulgar de manera más o menos explícita su credo vital y literario. Así, por ejemplo, las reflexiones y ortigas epigramáticas que le ocuparon hacia el final de su vida y en las que volcó todo el odio y la ironía furiosa que había acumulado contra el establishment cultural de su país, lleno de reprimidos bienpensantes y críticos con almas de burócrata…
Supongo que es precisamente este sentimiento (intuitivo, casi infantil) de rebeldía el que me hace simpáticos los poemas de Lawrence. Pueden estar mejor o peor hechos técnicamente, pero siempre están vivos, tienen fuerza, rebullen y patalean como niños impacientes. Y nada de lo que dicen sobra, sino que exige ser escuchado y pensado y hasta memorizado como un aviso a navegantes. Así este poema, «We Are Transmitters» («Somos los transmisores»), que pertenece a Pansies (1929), su penúltimo libro publicado en vida, y que traduje (el poema, no el libro) hace como cuatro o cinco años mientras releía Hijos y amantes, una de sus novelas que más me acompañan. No se me ocurre mejor mensaje para estas fiestas, para este nuevo final de año, que esta invitación a «transmitir vida», este llamamiento urgente a dar («Da y te será dado, / ésta es aún la verdad de la vida») que me recuerda una frase de una entrevista a Alberto García-Alix: «Artista es el que da». Según este lema, tenemos el deber de ser un poco artistas en nuestra vida, cuidar de los detalles y volcarnos en cada mínima cosa que hacemos. Todo un señor programa, en efecto, aunque rara vez podamos o sepamos cumplirlo. Supongo, al menos, que basta con tenerlo en cuenta o no perderlo de vista mientras avanzamos por el laberinto de los días. Lawrence lo formula con versos claros y rotundos que hacia el final me recuerdan aquella idea liberadora de William Blake:
No premio al enemigo con gestos generosos. […]
Quien con el enemigo es generoso
promueve sus asuntos, y se vuelve
enemigo y traidor de sus amigos.
Esto es, no basta con dar: también hay que saber a quién se da, dejar fuera del reparto al «enemigo» o al «muerto viviente», como lo llama Lawrence. Aquí no hay buenismos ingenuos ni incitaciones a poner la otra mejilla, sino puro y simple control de fuerzas, que el camino es largo (cada vez más, aunque se acorte) y no conviene malograrlo con gente de poco fiar. Lawrence (y Blake) lo sabían mejor que nadie, precisamente porque eran reos de entusiasmos episódicos que los agitaban en todas direcciones y les llevaban a creer en esto o aquello casi a su pesar. En ambos, la fe en la vida fue siempre más fuerte que el diente de roedor del escepticismo.
En fin, lo dicho. Muy felices fiestas a todos, y que sigamos mucho tiempo al abrigo del árbol de la vida.
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jueves, diciembre 16, 2010
caminos / melquiades álvarez
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Hay oportunidades que no se pueden dejar pasar; son trenes a los que hay que subirse sin dudarlo. Eso es lo que pensé cuando el fundador y director de Ediciones Trea, Álvaro Díaz Huici, me invitó a escribir un texto de acompañamiento a la serie de cincuenta dibujos que el pintor y dibujante Melquiades Álvarez (Gijón, 1958) ha agrupado bajo el título de Caminos. Dibujos que se expondrán a partir del próximo domingo 19 de diciembre en el Museo Evaristo Valle de Gijón y que aparecen de manera simultánea en un hermoso volumen editado con esmero y elegancia por Trea.
No siempre tiene uno la posibilidad de colaborar con grandes artistas, y Melquiades Álvarez lo es: un dibujante impecable, capaz de recoger y condensar una atmósfera con unos pocos trazos de lápiz. Lo digo en mi epílogo: Caminos es el trabajo de un solitario, de un paseante, que tan pronto es capaz, al modo oriental, de fijarse en detalles casi imperceptibles como de recoger la poesía de la provincia, de las afueras, o percibir la cualidad metafísica de ciertos paisajes tocados por la luz y el abandono. Pero este libro es mucho más que el trabajo de un artesano, por diestro y experimentado que sea; es el fruto de una disposición que sólo puedo calificar de espiritual. Grandes palabras, sin duda, pero justas y adecuadas en este caso. La mirada de Melquiades es la de un gran lector, aficionado también a pasear por los libros y subrayar aquellos pasajes que le sorprenden o en los que se reconoce. Estos fragmentos aparecen en Caminos acompañando los dibujos, formando como un relato paralelo que los ilumina y complementa. Y aparecen –esto es importante– escritos en su mano, convertidos ellos mismos en dibujos.
Recuerdo el primer encuentro que tuve con Melquiades, este pasado verano, en el sobrio y tranquilo jardín de su casa en las afueras de Gijón. Una larga tarde de charla en la que fuimos descubriendo afinidades y puntos de contacto, los lugares donde nuestras miradas parecían converger. Acabé yéndome con las últimas luces, ya bien entrado el anochecer, con la sensación de haberme reencontrado con un viejo amigo. Antes de marchar, Melquiades me enseñó con orgullo una zona de su jardín convertida en huerto. Lo bello y lo práctico, o lo utilitario (que era también bello), convivían sin fisuras ni discordias. Así, pensé, podría definirse también su lectura del mundo, su trabajo pictórico. Una forma también de crecer, de aprender, de dejar que el trato con el mundo nos complete y afine, nos haga más sabios.
Si queréis más información sobre Caminos, podéis pulsar sobre las imágenes de esta entrada o ir a la página de Trea, aquí. Por cierto, que el poeta y crítico Juan Carlos Gea (responsable de la bitácora de arte Materia parva) ha publicado hoy una lúcida y pertinente reseña de esta obra en el suplemento cultural de La Nueva España..
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Hay oportunidades que no se pueden dejar pasar; son trenes a los que hay que subirse sin dudarlo. Eso es lo que pensé cuando el fundador y director de Ediciones Trea, Álvaro Díaz Huici, me invitó a escribir un texto de acompañamiento a la serie de cincuenta dibujos que el pintor y dibujante Melquiades Álvarez (Gijón, 1958) ha agrupado bajo el título de Caminos. Dibujos que se expondrán a partir del próximo domingo 19 de diciembre en el Museo Evaristo Valle de Gijón y que aparecen de manera simultánea en un hermoso volumen editado con esmero y elegancia por Trea.
No siempre tiene uno la posibilidad de colaborar con grandes artistas, y Melquiades Álvarez lo es: un dibujante impecable, capaz de recoger y condensar una atmósfera con unos pocos trazos de lápiz. Lo digo en mi epílogo: Caminos es el trabajo de un solitario, de un paseante, que tan pronto es capaz, al modo oriental, de fijarse en detalles casi imperceptibles como de recoger la poesía de la provincia, de las afueras, o percibir la cualidad metafísica de ciertos paisajes tocados por la luz y el abandono. Pero este libro es mucho más que el trabajo de un artesano, por diestro y experimentado que sea; es el fruto de una disposición que sólo puedo calificar de espiritual. Grandes palabras, sin duda, pero justas y adecuadas en este caso. La mirada de Melquiades es la de un gran lector, aficionado también a pasear por los libros y subrayar aquellos pasajes que le sorprenden o en los que se reconoce. Estos fragmentos aparecen en Caminos acompañando los dibujos, formando como un relato paralelo que los ilumina y complementa. Y aparecen –esto es importante– escritos en su mano, convertidos ellos mismos en dibujos.
Recuerdo el primer encuentro que tuve con Melquiades, este pasado verano, en el sobrio y tranquilo jardín de su casa en las afueras de Gijón. Una larga tarde de charla en la que fuimos descubriendo afinidades y puntos de contacto, los lugares donde nuestras miradas parecían converger. Acabé yéndome con las últimas luces, ya bien entrado el anochecer, con la sensación de haberme reencontrado con un viejo amigo. Antes de marchar, Melquiades me enseñó con orgullo una zona de su jardín convertida en huerto. Lo bello y lo práctico, o lo utilitario (que era también bello), convivían sin fisuras ni discordias. Así, pensé, podría definirse también su lectura del mundo, su trabajo pictórico. Una forma también de crecer, de aprender, de dejar que el trato con el mundo nos complete y afine, nos haga más sabios.
Si queréis más información sobre Caminos, podéis pulsar sobre las imágenes de esta entrada o ir a la página de Trea, aquí. Por cierto, que el poeta y crítico Juan Carlos Gea (responsable de la bitácora de arte Materia parva) ha publicado hoy una lúcida y pertinente reseña de esta obra en el suplemento cultural de La Nueva España..
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domingo, diciembre 12, 2010
el gato de ted hughes
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Ted Hughes (1930-1998) fue el primer poeta cuyo trabajo intenté traducir, y quizá por ello es el poeta que menos he traducido, o que más me hace dudar al hacerlo. Es cierto que traduje Cuervo hace como quince años, pero Cuervo es una excepción en su obra, un libro en el que las marcas habituales de su estilo (el lenguaje brusco, violento, la aliteración, el uso de palabras compuestas, de vocales oscuras y consonantes explosivas, la fascinación por los animales…) pasan a un extraño y momentáneo segundo plano. Traduje «El gato de Esther» («Esther’s Tomcat», de su segundo libro, Lupercal, editado en 1960) hace casi veinte años, en 1991, pero nunca quedé contento con la versión; volví a ella a finales de la misma década, pero el resultado fue el mismo. Lo cual demuestra, supongo, que cada trabajo tiene su momento, que los textos encuentran su enunciación final cuando quieren o les resulta conveniente.
«Esther’s Tomcat» es uno de los poemas más célebres y apreciados del primer Ted Hughes. Solía estudiarse en los colegios (como prueba el enlace donde aparece el texto original) y aparece en casi todas las antologías de poesía inglesa contemporánea. Un ejemplo transparente del buen hacer del poeta, capaz de convertir una mascota en una bestia mítica, surgida de los fondos de la historia. Un poema construido a la perfección, en rígidas estrofas que ascienden, peldaño a peldaño, hacia el oscuro escenario de unos tejados de ciudad.
El gato de Esther
Día tras día el gato yace sobre su vientre
como un felpudo viejo, sin ojos y sin boca.
Interminables guerras y esposas son lo que
rasgaron sus orejas e hirieron su cabeza.
Como un montón de hierro y viejas cuerdas
dormita hasta la noche azul. Luego sus ojos,
verdes gemas, regresan. Bosteza largo, rojo,
y las finas agujas de sus colmillos brillan.
Un gato sorprendió una vez a un jinete
y deslizó en su cuello una soga de garfios
mientras el caballero luchaba por su vida.
Muchos siglos después la mancha sigue ahí,
en la piedra donde cayó abatido:
tuvo lugar en Barnborough. El gato sigue aún
destripando en secreto al perro ocasional,
arrancando cabezas de pollo de un mordisco.
Imposible matarlo. De la furia del perro,
del tiro de escopeta a bocajarro, el gato
saca intacta su piel, la saca entera
de sus noches de cópula entre contenedores
bajo lunas solemnes. Salta, y con ligereza
camina sobre el sueño, su cabeza en la luna.
Noche tras noche, sobre la esfera de los hombres,
por los tejados van sus ojos y protesta.
Trad. J. D.
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Ted Hughes (1930-1998) fue el primer poeta cuyo trabajo intenté traducir, y quizá por ello es el poeta que menos he traducido, o que más me hace dudar al hacerlo. Es cierto que traduje Cuervo hace como quince años, pero Cuervo es una excepción en su obra, un libro en el que las marcas habituales de su estilo (el lenguaje brusco, violento, la aliteración, el uso de palabras compuestas, de vocales oscuras y consonantes explosivas, la fascinación por los animales…) pasan a un extraño y momentáneo segundo plano. Traduje «El gato de Esther» («Esther’s Tomcat», de su segundo libro, Lupercal, editado en 1960) hace casi veinte años, en 1991, pero nunca quedé contento con la versión; volví a ella a finales de la misma década, pero el resultado fue el mismo. Lo cual demuestra, supongo, que cada trabajo tiene su momento, que los textos encuentran su enunciación final cuando quieren o les resulta conveniente.
«Esther’s Tomcat» es uno de los poemas más célebres y apreciados del primer Ted Hughes. Solía estudiarse en los colegios (como prueba el enlace donde aparece el texto original) y aparece en casi todas las antologías de poesía inglesa contemporánea. Un ejemplo transparente del buen hacer del poeta, capaz de convertir una mascota en una bestia mítica, surgida de los fondos de la historia. Un poema construido a la perfección, en rígidas estrofas que ascienden, peldaño a peldaño, hacia el oscuro escenario de unos tejados de ciudad.
El gato de Esther
Día tras día el gato yace sobre su vientre
como un felpudo viejo, sin ojos y sin boca.
Interminables guerras y esposas son lo que
rasgaron sus orejas e hirieron su cabeza.
Como un montón de hierro y viejas cuerdas
dormita hasta la noche azul. Luego sus ojos,
verdes gemas, regresan. Bosteza largo, rojo,
y las finas agujas de sus colmillos brillan.
Un gato sorprendió una vez a un jinete
y deslizó en su cuello una soga de garfios
mientras el caballero luchaba por su vida.
Muchos siglos después la mancha sigue ahí,
en la piedra donde cayó abatido:
tuvo lugar en Barnborough. El gato sigue aún
destripando en secreto al perro ocasional,
arrancando cabezas de pollo de un mordisco.
Imposible matarlo. De la furia del perro,
del tiro de escopeta a bocajarro, el gato
saca intacta su piel, la saca entera
de sus noches de cópula entre contenedores
bajo lunas solemnes. Salta, y con ligereza
camina sobre el sueño, su cabeza en la luna.
Noche tras noche, sobre la esfera de los hombres,
por los tejados van sus ojos y protesta.
Trad. J. D.
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domingo, diciembre 05, 2010
william carlos williams / 2 poemas
jueves, diciembre 02, 2010
demolition man
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Desde el pasado lunes las máquinas se dedican a echar abajo el viejo edificio de la estación de autobuses. Todos los días, al salir de casa, me sorprende el olor acre y metálico del aire, la humedad oscura, como de fosa enmohecida, de las nubes de polvo que sortean la manguera del operario. Hoy, cuarta jornada de los trabajos de demolición, sólo queda la fachada oeste con sus despachos y pasillos correspondientes: una muralla a medio hacer sobre una pequeña sierra de cascotes, amasijos de hierro y cristales rotos.
Redescubro mi fascinación por las ruinas modernas, aunque la fealdad del edificio original, un poliedro mostrenco en el peor estilo de la arquitectura oficialista de la posguerra, rebaja un poco mi entusiasmo. Hace poco, en Gijón, me pasé casi una hora contemplando la demolición de un edificio de El Muro. Lo mejor era observar, abiertos por un corte transversal y se diría que sujetos por hilos invisibles, los cuartos y dormitorios donde aún quedaba una silla o un cuadro mal colgado: el lugar de la intimidad expuesto a la mirada de los curiosos. La pala, como una mano encorvada y afanosa, iba empujando los muros hacia dentro, rompiendo el canto superior de las fachadas con infinita delicadeza, hundiéndose en la pasta quebradiza de los cascotes. La destrucción, además de cautela, exige una paciencia a prueba de rodeos.
Una casa o un edificio son formas de acrecentar el espacio, de dar forma al aire y hacerlo más holgado. Lo que siempre me intriga, al ver el hueco de un edificio demolido, es lo pequeño que era en realidad, lo poco que ocupaba. Lo plegado era más de lo que ahora, caído, se amontona sin orden. La forma no sólo hace habitable la materia: la amplía, la engrandece por dentro, cava en ella más espacio. En cierto modo, nuestros bloques de apartamentos son como diques contra el aire: prolongan la tierra y abren nichos en ella.
Esta mañana los muros de la antigua estación mostraban su interior cariado: una gruesa lámina de hierro, ladrillos y cemento de mala calidad envuelta en una funda de piedra tiznada. Todo el hollín acumulado a lo largo de medio siglo se ha desprendido del edificio y flota invisible en un radio de dos manzanas. El tiempo exhala su aliento de calavera sobre nosotros.
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Desde el pasado lunes las máquinas se dedican a echar abajo el viejo edificio de la estación de autobuses. Todos los días, al salir de casa, me sorprende el olor acre y metálico del aire, la humedad oscura, como de fosa enmohecida, de las nubes de polvo que sortean la manguera del operario. Hoy, cuarta jornada de los trabajos de demolición, sólo queda la fachada oeste con sus despachos y pasillos correspondientes: una muralla a medio hacer sobre una pequeña sierra de cascotes, amasijos de hierro y cristales rotos.
Redescubro mi fascinación por las ruinas modernas, aunque la fealdad del edificio original, un poliedro mostrenco en el peor estilo de la arquitectura oficialista de la posguerra, rebaja un poco mi entusiasmo. Hace poco, en Gijón, me pasé casi una hora contemplando la demolición de un edificio de El Muro. Lo mejor era observar, abiertos por un corte transversal y se diría que sujetos por hilos invisibles, los cuartos y dormitorios donde aún quedaba una silla o un cuadro mal colgado: el lugar de la intimidad expuesto a la mirada de los curiosos. La pala, como una mano encorvada y afanosa, iba empujando los muros hacia dentro, rompiendo el canto superior de las fachadas con infinita delicadeza, hundiéndose en la pasta quebradiza de los cascotes. La destrucción, además de cautela, exige una paciencia a prueba de rodeos.
Una casa o un edificio son formas de acrecentar el espacio, de dar forma al aire y hacerlo más holgado. Lo que siempre me intriga, al ver el hueco de un edificio demolido, es lo pequeño que era en realidad, lo poco que ocupaba. Lo plegado era más de lo que ahora, caído, se amontona sin orden. La forma no sólo hace habitable la materia: la amplía, la engrandece por dentro, cava en ella más espacio. En cierto modo, nuestros bloques de apartamentos son como diques contra el aire: prolongan la tierra y abren nichos en ella.
Esta mañana los muros de la antigua estación mostraban su interior cariado: una gruesa lámina de hierro, ladrillos y cemento de mala calidad envuelta en una funda de piedra tiznada. Todo el hollín acumulado a lo largo de medio siglo se ha desprendido del edificio y flota invisible en un radio de dos manzanas. El tiempo exhala su aliento de calavera sobre nosotros.
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