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Desde el pasado lunes las máquinas se dedican a echar abajo el viejo edificio de la estación de autobuses. Todos los días, al salir de casa, me sorprende el olor acre y metálico del aire, la humedad oscura, como de fosa enmohecida, de las nubes de polvo que sortean la manguera del operario. Hoy, cuarta jornada de los trabajos de demolición, sólo queda la fachada oeste con sus despachos y pasillos correspondientes: una muralla a medio hacer sobre una pequeña sierra de cascotes, amasijos de hierro y cristales rotos.
Redescubro mi fascinación por las ruinas modernas, aunque la fealdad del edificio original, un poliedro mostrenco en el peor estilo de la arquitectura oficialista de la posguerra, rebaja un poco mi entusiasmo. Hace poco, en Gijón, me pasé casi una hora contemplando la demolición de un edificio de El Muro. Lo mejor era observar, abiertos por un corte transversal y se diría que sujetos por hilos invisibles, los cuartos y dormitorios donde aún quedaba una silla o un cuadro mal colgado: el lugar de la intimidad expuesto a la mirada de los curiosos. La pala, como una mano encorvada y afanosa, iba empujando los muros hacia dentro, rompiendo el canto superior de las fachadas con infinita delicadeza, hundiéndose en la pasta quebradiza de los cascotes. La destrucción, además de cautela, exige una paciencia a prueba de rodeos.
Una casa o un edificio son formas de acrecentar el espacio, de dar forma al aire y hacerlo más holgado. Lo que siempre me intriga, al ver el hueco de un edificio demolido, es lo pequeño que era en realidad, lo poco que ocupaba. Lo plegado era más de lo que ahora, caído, se amontona sin orden. La forma no sólo hace habitable la materia: la amplía, la engrandece por dentro, cava en ella más espacio. En cierto modo, nuestros bloques de apartamentos son como diques contra el aire: prolongan la tierra y abren nichos en ella.
Esta mañana los muros de la antigua estación mostraban su interior cariado: una gruesa lámina de hierro, ladrillos y cemento de mala calidad envuelta en una funda de piedra tiznada. Todo el hollín acumulado a lo largo de medio siglo se ha desprendido del edificio y flota invisible en un radio de dos manzanas. El tiempo exhala su aliento de calavera sobre nosotros.
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La foto es muy expresiva y el texto, contundente. Buen fin de semana.
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