El mundo no se acaba esta Semana Santa, aunque nadie lo diría por la ansiedad con que esperamos estas brevísimas vacaciones. Cuatro días que saben a gloria después de un largo y muy trabajoso trimestre. También esta bitácora se toma un descanso hasta el lunes que viene. Entretanto, os dejo con cinco poemas (salen a uno por día, por si queréis racionarlos) de, esta vez sí, El mundo no se acaba [The World Doesn’t End], el libro de poemas en prosa con que el poeta norteamericano Charles Simic obtuvo el Premio Pulitzer en 1990. Espero que os gusten. Y descansad cuanto podáis, que mayo y junio se presentan peleones.
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Soy el último soldado napoleónico. Han pasado casi doscientos años y sigo batiéndome en retirada de Moscú. El camino está flanqueado por abedules blancos y el barro me llega hasta las rodillas. La mujer tuerta quiere venderme una gallina, y ni siquiera tengo con qué vestirme.
Los alemanes van en una dirección; yo, en la contraria. Los rusos van por otro lado mientras se despiden. Tengo un sable de gala. Lo uso para cortarme el pelo, que tiene metro y medio de largo.
Fui secuestrado por los gitanos. Mis padres me rescataron. Luego los gitanos volvieron a secuestrarme. Esto duró un tiempo. Un minuto estaba en la caravana, mamando de la oscura teta de mi nueva madre, y al minuto siguiente estaba sentado a la mesa imperial del comedor, tomando mi desayuno con una cuchara de plata.
Era el primer día de primavera. Uno de mis dos padres cantaba en la tina; el otro pintaba un gorrión vivo con los colores de un pájaro tropical.
Es una tienda especializada en porcelana antigua. Ella va de un lado a otro con un dedo en los labios. ¡Chist! Hay que guardar silencio cuando nos acercamos a las tazas de té. Ni un suspiro junto a los azucareros. Una mota de polvo diminuta se ha posado en un platillo tan fino como una oblea. Ella deja escapar un «oh» de su boca de mochuelo. En los pies lleva zapatillas acolchadas en torno a las cuales corretean los ratones.
Ella me alisa suavemente con una plancha de vapor, o desliza su mano en mi interior como si fuera un calcetín que necesita un zurcido. El hilo que usa es como el gotear de mi sangre, pero lo punzante de la aguja es todo suyo.
«Te vas a arruinar los ojos con esa luz tan mala, Henrietta», le advierte su madre. ¡Y tiene razón! Nunca desde que empezó el mundo ha habido tan poca luz. Se sabe que nuestras tardes de invierno han durado a veces cien años.
Éramos tan pobres que tuve que hacer de cebo en la ratonera. A solas en el sótano, podía oírles moverse por el piso de arriba o dar vueltas en la cama. «Vivimos malos tiempos, tiempos oscuros», me decía el ratón mientras me mordisqueaba la oreja. Pasaron los años. Mi madre llevaba puesto un cuello de piel de gato, que acariciaba hasta que las chispas alumbraban el sótano.
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El mundo no termina pero a veces el cansancio parece terminarlo todo. Aún así, el mundo sigue y nosotros también... Y después de mayo y junio, llegará julio y las ansiadas y prolongadas vacaciones.
ResponderEliminarGuao, qué maravilla. No conocía este autor, me ha puesto los pelos de punta, de pura emoción.
ResponderEliminarBien comenzar el día con poemas como estos-
saludos
fantástico simic. ponerle voz a la voz interior que una escucha cuando le lee, fue algo cercano a lo extrasensorial
ResponderEliminarEsplándidos poema, sí señor.
ResponderEliminarManuel Moya
Magnífico, el poema de Simic. El primero: "soy el último de los soldados napoleónicos...". Gracias por estos regalos
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