Ayer sábado, gracias a la
hospitalidad de Angélica Tanarro, se publicó en La sombra del ciprés, el impecable suplemento cultural de El Norte de Castilla, mi reseña del
nuevo libro de Olvido García Valdés, Lo
solo del animal (Tusquets, Barcelona, 2012). Un texto necesariamente breve
pero en el que he intentado sintetizar algunas de las vetas del libro, quizá el
más rico y flexible de los suyos. Muchas de las cosas que aquí se dicen se
ensayaron en el coloquio que Marta Agudo y un servidor mantuvimos con Olvido en
La Casa Encendida a finales de mayo. Pero luego el ritmo de la escritura
introduce su propia lógica, aunque sea en el espacio reducido de un folio y
medio. En última instancia, no importa demasiado si queda algo fuera o por
decir; lo importante es que lo dicho –lo que queda dentro– se entienda y tenga
coherencia. Y que sirva, claro está, para que los demás se acerquen al libro. Ojalá
estas líneas lo consigan.
Que acoja y que
no niegue
Recordemos
la escena: Zaratustra despierta de su letargo después de siete días de
postración y los animales, al ver que toma una manzana y es capaz de disfrutar
con su olor, se le acercan y le incitan a que se ponga en pie: «Sal de tu
caverna: el mundo te espera como un
jardín. El viento juega con densos aromas que quieren venir hasta ti y
todos los arroyos quisieran seguirte en su carrera… Sal de la caverna. Todas
las cosas quieren ser tus médicos». Leo este pasaje y advierto en él una de las
raíces de la escritura reciente de Olvido García Valdés (Santianes de Pravia,
1950). La propia autora tituló así, El
mundo es un jardín, la lectura comentada de su obra que el Círculo de
Bellas Artes publicó hace dos años. El jardín, pues, no sólo como cifra del
mundo, sino también, siguiendo a Nietzsche, como espacio de una conciencia que
no quiere ignorar nada, que se niega a embellecer con adornos o elisiones
interesadas la belleza de lo vivo. Una belleza, desde luego, que no excluye lo
terrible. García Valdés ha citado a menudo la frase de John Donne según la cual
«el hombre no tiene más centro que la desdicha». Saber vivir pasa por aceptar
por igual ambas caras de la moneda, mirar de frente lo que la vida tiene de
muerte y viceversa. Es un aprendizaje, un proceso gracias al cual disipamos los
fantasmas castradores del narcisismo, esa insistencia nuestra en ser la medida
de todas las cosas, cuando ellas mismas deberían ser nuestros «médicos».
Lo solo del
animal
ahonda sin estridencias en las claves de entregas anteriores y nos entrega una
escritura que nunca ha sido más dúctil ni más capaz de acoger la riqueza inexplicable
del mundo. En la poesía de García Valdés la percepción está en el origen de un
pensar que es también un sentir, una disposición afectiva: los sentidos (el
ojo, el oído) proponen y la sangre dispone. Más que nunca, este libro tiene
algo de diario que baraja tonos y prosodias: el ensayo, el apunte del natural,
el chispazo iluminador, el fragmento enigmático o desgajado de su contexto, la
espiral abstraída de la meditación, la estampa narrativa… También las voces se
barajan y confunden, como si se quisiera difuminar la presencia del yo y acoger
la pluralidad de sujetos, de percepciones, que acompañan su paso por el mundo.
Lo que se oye en la duermevela o en una tienda, lo que alguien dijo en un sueño,
el ruido del agua o el graznar de un pájaro, todo comparece en un plano de
igualdad que completa la visión y la hace más cercana, más inmediata.
Lo solo del
animal toma
su título de unos versos de su predecesor, Y
todos estábamos vivos (2006): «dónde / ocurre la vida y es libre y no / benigna,
dónde con su herida / lo solo del animal», y subraya desde el arranque mismo su
condición de bestiario cotidiano, de cuaderno de campo donde el animal es una
presencia común, obsesiva casi. Como la autora decía en una entrevista reciente,
«me parece que el animal es el que viene como es»: en él no hay conciencia que
lo desgaje de sí, no hay escisión, nada puede apartarlo del centro en que
respira. Pero el animal es también objeto de una piedad –un ponerse en su
lugar– que no se hace ilusiones sobre el carácter feroz de la existencia. Si en
los versos antes citados se habla de la vida como «no benigna», aquí se dice
que «benigna es / la muerte para lo frágil / de piel finísima y huesecillos».
Volvemos a lo mismo. Y hay incluso, salpicando estas páginas como aviso a
navegantes, un afán deliberado por recordar al lector la «verdad desagradable»
que tarde o temprano «asoma»: «a los enfermos e / impedidos diles ea / solos
estáis».
Conocemos
ya el decir inconfundible de Olvido García Valdés, esa sintaxis que ha ido
depurando con cada libro y que es su modo de ser fiel a las complejidades de la
percepción y el pensamiento, pero en esta nueva entrega la respiración se
ensancha y sutiliza de manera extraordinaria, como si pudiera poner en todo
momento el dedo en la llaga, completar la música de lo que ocurre. Lo dice ella
misma en versos que son, más que una poética, una lección de vida: «Buscar una
mirada, un punto para ver, que acoja y / que no niegue, que vea luz en la
noche, y la huella / de la noche en el profundo azul del mediodía».