domingo, junio 24, 2012

lo solo del animal


Ayer sábado, gracias a la hospitalidad de Angélica Tanarro, se publicó en La sombra del ciprés, el impecable suplemento cultural de El Norte de Castilla, mi reseña del nuevo libro de Olvido García Valdés, Lo solo del animal (Tusquets, Barcelona, 2012). Un texto necesariamente breve pero en el que he intentado sintetizar algunas de las vetas del libro, quizá el más rico y flexible de los suyos. Muchas de las cosas que aquí se dicen se ensayaron en el coloquio que Marta Agudo y un servidor mantuvimos con Olvido en La Casa Encendida a finales de mayo. Pero luego el ritmo de la escritura introduce su propia lógica, aunque sea en el espacio reducido de un folio y medio. En última instancia, no importa demasiado si queda algo fuera o por decir; lo importante es que lo dicho –lo que queda dentro– se entienda y tenga coherencia. Y que sirva, claro está, para que los demás se acerquen al libro. Ojalá estas líneas lo consigan.




Que acoja y que no niegue

Recordemos la escena: Zaratustra despierta de su letargo después de siete días de postración y los animales, al ver que toma una manzana y es capaz de disfrutar con su olor, se le acercan y le incitan a que se ponga en pie: «Sal de tu caverna: el mundo te espera como un jardín. El viento juega con densos aromas que quieren venir hasta ti y todos los arroyos quisieran seguirte en su carrera… Sal de la caverna. Todas las cosas quieren ser tus médicos». Leo este pasaje y advierto en él una de las raíces de la escritura reciente de Olvido García Valdés (Santianes de Pravia, 1950). La propia autora tituló así, El mundo es un jardín, la lectura comentada de su obra que el Círculo de Bellas Artes publicó hace dos años. El jardín, pues, no sólo como cifra del mundo, sino también, siguiendo a Nietzsche, como espacio de una conciencia que no quiere ignorar nada, que se niega a embellecer con adornos o elisiones interesadas la belleza de lo vivo. Una belleza, desde luego, que no excluye lo terrible. García Valdés ha citado a menudo la frase de John Donne según la cual «el hombre no tiene más centro que la desdicha». Saber vivir pasa por aceptar por igual ambas caras de la moneda, mirar de frente lo que la vida tiene de muerte y viceversa. Es un aprendizaje, un proceso gracias al cual disipamos los fantasmas castradores del narcisismo, esa insistencia nuestra en ser la medida de todas las cosas, cuando ellas mismas deberían ser nuestros «médicos».

Lo solo del animal ahonda sin estridencias en las claves de entregas anteriores y nos entrega una escritura que nunca ha sido más dúctil ni más capaz de acoger la riqueza inexplicable del mundo. En la poesía de García Valdés la percepción está en el origen de un pensar que es también un sentir, una disposición afectiva: los sentidos (el ojo, el oído) proponen y la sangre dispone. Más que nunca, este libro tiene algo de diario que baraja tonos y prosodias: el ensayo, el apunte del natural, el chispazo iluminador, el fragmento enigmático o desgajado de su contexto, la espiral abstraída de la meditación, la estampa narrativa… También las voces se barajan y confunden, como si se quisiera difuminar la presencia del yo y acoger la pluralidad de sujetos, de percepciones, que acompañan su paso por el mundo. Lo que se oye en la duermevela o en una tienda, lo que alguien dijo en un sueño, el ruido del agua o el graznar de un pájaro, todo comparece en un plano de igualdad que completa la visión y la hace más cercana, más inmediata.

Lo solo del animal toma su título de unos versos de su predecesor, Y todos estábamos vivos (2006): «dónde / ocurre la vida y es libre y no / benigna, dónde con su herida / lo solo del animal», y subraya desde el arranque mismo su condición de bestiario cotidiano, de cuaderno de campo donde el animal es una presencia común, obsesiva casi. Como la autora decía en una entrevista reciente, «me parece que el animal es el que viene como es»: en él no hay conciencia que lo desgaje de sí, no hay escisión, nada puede apartarlo del centro en que respira. Pero el animal es también objeto de una piedad –un ponerse en su lugar– que no se hace ilusiones sobre el carácter feroz de la existencia. Si en los versos antes citados se habla de la vida como «no benigna», aquí se dice que «benigna es / la muerte para lo frágil / de piel finísima y huesecillos». Volvemos a lo mismo. Y hay incluso, salpicando estas páginas como aviso a navegantes, un afán deliberado por recordar al lector la «verdad desagradable» que tarde o temprano «asoma»: «a los enfermos e / impedidos diles ea / solos estáis».

Conocemos ya el decir inconfundible de Olvido García Valdés, esa sintaxis que ha ido depurando con cada libro y que es su modo de ser fiel a las complejidades de la percepción y el pensamiento, pero en esta nueva entrega la respiración se ensancha y sutiliza de manera extraordinaria, como si pudiera poner en todo momento el dedo en la llaga, completar la música de lo que ocurre. Lo dice ella misma en versos que son, más que una poética, una lección de vida: «Buscar una mirada, un punto para ver, que acoja y / que no niegue, que vea luz en la noche, y la huella / de la noche en el profundo azul del mediodía».

martes, junio 05, 2012

abc


Más de un año después de sus primeras excursiones, mis perros en la playa han sido invitados a pasearse por la Feria. Cortesía, desde la página virtual del diario ABC, de Manuel de la Fuente, uno de nuestros periodistas culturales con mejor gusto musical; por algo, justamente, cita a Neil Young al final de su artículo.

domingo, junio 03, 2012

regreso / una carta


De pronto me doy cuenta de que ha pasado un mes y no he colgado nada en esta bitácora. Os ruego me disculpéis. Ha sido, sin embargo, un mes literaria y socialmente muy intenso, con muchos viajes, muchos coloquios y presentaciones y no pocas lecturas de poesía; un mes del que salgo distraído y exhausto –no puedo negarlo– pero también confortado por los muchos amigos que he ido (re)encontrando aquí y allá, en Valencia, en Plasencia, en Madrid mismo, y con los que he podido intercambiar opiniones, noticias y hasta cotilleos, todo eso que esponja y hace adictivo el trato social. Es momento, con todo, de replegar velas, de recuperar el equilibrio perdido y reunirme, en soledad, con los libros y la escritura. ¿Soledad? Imposible sustraerse a todo lo que ocurre en los despachos, en las calles, en las casas de tantas familias, esta sensación de que el mundo que conocimos se desmorona poco a poco ante nosotros sin que podamos ofrecer –se diría– otra resistencia que la queja y el pataleo, el ancla del esfuerzo, la rabia ya no tan contenida.

Hace un par de semanas recibí una carta de un poeta estadounidense, un buen amigo, que me conmovió profundamente y que no ha dejado de acompañarme desde entonces. La he traducido y la doy aquí, sin firma, como testimonio lúcido de este presente enfermo que nos ha tocado en desgracia y contra el que es preciso luchar con todas nuestras fuerzas. Hay frases enteras –lo digo sin coquetería– que me habría gustado escribir a mí. Va íntegra, tal cual me llegó:




Lo más duro de vivir en días en los que la dureza es ya de otra especie, tiempos de recesión y sufrimiento social –años duros, de hecho–, es ver cómo los esfuerzos del pasado en nombre de tantas causas humanas admirables comienzan a fracasar, ver que lo que se construyó gradualmente es destruido con rapidez, y ver cómo las realidades del dinero aplastan, como hacen siempre, gran parte de lo que no afecta de manera inmediata a los muy poderosos, los muy ricos.

En lo que a mí respecta, estoy en gran medida aislado de la crisis económica: tengo un trabajo seguro, soy lo bastante mayor como para haber ahorrado algo de dinero. El cambio social es lo que más me duele personalmente: el extremismo de la derecha, las fantasías de la izquierda, la corrupción de la política a manos del dinero, la creación diaria de realidades falsas por los medios de comunicación. Este orden de cosas ha llegado a extremos deplorables en Estados Unidos, y lo peor es precisamente lo que los medios no mencionan, lo que nunca mencionarán. En todo caso, el trauma social de los que son mayores y han perdido sus trabajos, y de los que son más jóvenes y tal vez nunca logren trabajo, creará más estrés social en el plazo de una generación, incluso aquí, por lo que debo asumir que en España esa posibilidad es aún mayor.

Me inquieta, igualmente, lo que es inevitable para todos nosotros: ver cómo la cultura cambia de maneras que me desagradan; hasta la cultura poética ha ido cambiando de una forma que, a mi juicio, los poetas más jóvenes no comprenden (pero que aceptan, porque es el destino de su generación y tienen la ilusión de estar creando algo nuevo, aunque yo no lo crea) y que los poetas mayores perciben como un nuevo abandono postmoderno de la historia.

Dedico cada vez más tiempo a la historia poética más antigua de la que puedo tener vislumbres: la antigua Grecia. Seguramente es un error. Lo siento como un impulso que tiene sentido, pero que tal vez no lo tenga en absoluto. No soy capaz de adentrarme por escrito en esta época, por así decirlo, de hablar de ella tal como es. No puedo captarla por entero.