Muchas discusiones, en especial las domésticas –donde afloran con más facilidad emociones de largo alcance, trastornos que han sabido ocultarse hasta entonces y que surgen de una vez, armados de los pies a la cabeza–, no se dirigen tanto a una persona en particular como al espectro, el demonio, que esa persona sabe despertar en nosotros. Ese demonio es nuestro, forma parte de la cuadrilla que nos ha tocado en herencia y que debemos domesticar con mejor o peor fortuna a lo largo de los años: un cajón de sastre de daños y limos mal asentados, de inhibiciones y prejuicios que han conseguido perpetuarse a pesar de las apariencias. Lo que provoca nuestro malestar o incluso nuestra ira no es algo concreto que esa persona haya hecho, sino lo que su hacer despierta en nosotros. El acto en sí puede no tener importancia –horas después nos parecerá trivial, una nimiedad que no explica nuestra furia– pero eso es lo de menos. Se trata de un pretexto, una coartada para que el demonio resucite y se plante de un salto en la escena. Y con el demonio surge el miedo; un miedo antiguo, cerval, que debemos disfrazar de rabia si no queremos que nos anule.
Todo sucede en cosa de segundos,
sin pensar (en realidad es impensable): el demonio se solapa con nuestro
interlocutor, se desliza en él, y desde allí hace lo posible por sacarnos de
nuestras casillas. La persona que hasta hace unos momentos nos hacía compañía
se nos vuelve ajena, impenetrable. Es un caso de posesión como cualquier otro.
Pero aquí somos a la vez agentes y víctimas de esa posesión, pues todo proviene
de nuestra incapacidad para enterrar al demonio de una vez por todas. Por
decirlo con claridad: aquello contra lo cual dirigimos nuestra ira es algo que
no hemos conseguido conjurar o neutralizar en nosotros mismos. Bien es verdad
que hay quienes disfrutan excitando a los demonios de otros, que se entretienen
buscando el punto débil de su compañero y accionándolo a discreción, pero el
orgullo bien entendido consiste precisamente en ser más astuto y evitar caer en
la trampa. De hecho, hay que obligarse
a no caer. Siempre habrá gente manipuladora o adepta al chantaje emocional
–nosotros mismos, admitámoslo, hemos jugado a veces a ese juego–, pero eso no
nos excusa de saber comportarnos. El imperativo aquí es, una vez más, «conócete
a ti mismo», aunque sólo sea para reconocer en todo momento a quienes nos
rodean y no dejar que una sombra, nuestra sombra, los desfigure.
Me parece muy lúcida tu introspección, aunque creo que cargas demasiado las tintas en el aspecto negativo del demonio: de esos conflictos que tan bien diseccionas muchas veces surgen revelaciones muy aprovechabables, incluso auténticas epifanías (no quizás como las sentía Joyce, sino en un sentido más directamente bíblico: mostraciones). Sin llegar a caer en el mero juego de palabras, pero estirando la expresión en su carga de sentidos, en el "demonio" está también el "daimon" y probablemente el "yinn" (AL y sus alumnos magrebíes nos podrían iluminar al respecto) y, finalmente, el "genio": ese ser o habitante interior rebelde que busca revelarse, aunque a menudo se quede solamente (y más en el ámbito doméstico) en fuego fatuo.
ResponderEliminarMi abuela lo decía de otra manera: cuando el demonio no tiene nada que hacer, con el rabo mata moscas. Lo que hay, este es el apunte mío, es mucho matamoscas en estos tiempos de vértigo y de zozobra-
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