Están jugando al fútbol en la
plaza, no muy lejos de la fuente. El balón sale disparado del pequeño
rectángulo de juego y uno de los niños echa a correr tras él. Pasa por debajo de
un par de bancos laterales y el niño los sortea con agilidad. Rebota en el zócalo de la fuente y el niño corrige el rumbo sobre la marcha sin dejar de correr.
Pasa por debajo de un tercer banco y el niño improvisa otro salto de gacela.
Por fin, cuando el balón está a punto de escurrirse bajo la marquesina de la
parada del autobús y salir al asfalto, el niño extiende la pierna, tuerce el
tobillo para atraparlo y se da la vuelta con pose triunfal, todo en un rotundo
paso de ballet… para nadie, porque ninguno de sus compañeros seguía su carrera
y sólo yo, desde el otro lado de la fuente, me he dado cuenta de su maña. No he
visto decepción en su rostro; con el balón en los pies, ha vuelto con sus amigos
dando voces, tratando de que el juego no perdiera ritmo. Pero algo en su
carrera le delataba: una leve rigidez de los hombros al ponerse de medio lado, el contoneo chulesco de
los brazos mientras arrastraba, más que empujaba, la pelota. Ese punto donde el descaro todavía no se ha convertido en fanfarronería. Ese descubrir que ciertas satisfacciones no requieren testigos.
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