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una velada
literaria
Acérquese,
me dijo mi anfitriona, su rostro haciendo sitio
a
una de esas rosadas sonrisas de preámbulo
que
enlazan, como un valle de frutales en flor,
las
faldas de dos nombres.
Haga
usted el favor, murmuró, de comerse al Dr. James.
Tenía
hambre. El Doctor parecía apetecible. Se había leído
el
gran libro de la semana y le había gustado, dijo,
porque
tenía fuerza. Así que me sirvieron
una
buena ración. Su señora, escotada de malva,
no
dejaba de señalarme –muy educadamente, pensé–
los
bocados más tiernos con la punta de su cuchillo.
Comí…
y los atardeceres de Egipto eran geniales;
a
los rusos les iba francamente muy bien;
¿sabía
de un tal Príncipe Poprinsky, a quien había conocido
en
Caparabella, o era en Mentón?
Viajaban
mucho, él y su esposa;
la
afición de ella era la Gente; la de él, la Vida.
Todo
estaba muy bueno y en su punto, pero lo más sabroso
era
su cerebelo, crujiente y con sabor a nuez. El corazón
era
oscuro y brillante como un dátil,
y
amontoné los huesecillos en un extremo de mi plato.
trad.
J. D. / el original, aquí
Otro poema de Vladimir Nabokov, esta vez de
tema mundano y tono satírico. Quien se haya visto obligado alguna vez a
compartir cena con el concejal de turno, su señora esposa y varios de sus
amigos después de una lectura de poemas (es un decir) en alguna remota
localidad que ha vivido muy felizmente sin saber de uno ni de su poesía, sin
duda entenderá el sesgo peculiar de estos versos. Solo que el mundo que
describe el autor de Ada o el ardor
es el de la América patricia de los primeros cuarenta (el poema se publicó en
el New Yorker el 11 de abril de
1942), la América de la Ivy League y los campus opulentos de la costa este en
la que el mundo académico compartía jardines y mantel con una burguesía
acomodada que se alimentaba, en el mejor de los casos, del Harper’s, y en el peor, del Reader’s
Digest. Ese fue el mundo en el que aterrizaron muchos ilustres exiliados
europeos como Auden, Nabokov o el mismo Einstein (que fue de los primeros, en
1933). Aquí aparece esbozado a la perfección en un puñado de versos donde la
comicidad no excluye un toque siniestro, incluso amargo. Por lo demás, la
metáfora de la comida tiene mucho sentido en un escritor tan gourmet como Nabokov, para quien las
palabras tenían textura, sabor, y que se relamía literalmente con cada rima,
cada giro de la sintaxis, cada guiño etimológico.
La foto, en la que se le
ve moreno y algo cansado, con un aire veraniego propio del boyante pensionista
que había llegado a ser, fue tomada en Suiza en 1975, dos años antes de su
muerte. Acostumbrado a verle siempre o casi siempre en blanco y negro, me ha
gustado descubrir este retrato: una figura más cercana, casi contemporánea,
como si me reencontrara con uno de esos mayores distinguidos que sobrevolaban los veranos de
mi infancia.
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