Descubrí la poesía de Circe Maia (Montevideo, 1932) hace más de quince
años, en una amplia antología de poesía uruguaya que firmaba con prosa
combativa el escritor Amir Hamed. El libro parece haberse extraviado en el
laberinto de mis múltiples mudanzas, pero recuerdo que era un tomo pequeño,
impreso algo pobremente, y que arrancaba de Julio Herrera y Reissig y Delmira
Agustini para dar cuenta del variadísimo tapiz de una tradición, la uruguaya,
que ha logrado forjarse un sello distintivo más acá de diásporas y
discontinuidades históricas. Hamed define a los poetas uruguayos como orientales y así, en efecto, los imagina
uno: asomados al balcón del Atlántico, mirando al sur, sintiendo en la nuca la
presión combinada de sus dos grandes vecinos sin dejar de escuchar, de reojo,
la llamada de una Europa que ha estado siempre en sus venas desde los tiempos
de Isidore Ducasse.
Entre los poetas
estrictamente contemporáneos (y recuerdo también que me alegró encontrar, a
modo de confirmación o prueba del nueve, dos admirados nombres familiares:
Eduardo Milán y Rafael Courtoisie) brillaba con luz propia una poeta entonces
para mí desconocida. Su nombre era Circe Maia y su obra, escueta y pudorosa,
contrastaba con el tono más o menos exuberante del resto. Bastaba con ir
pasando las páginas de la antología para detectar al instante sus poemas: islas
de palabras rodeadas de blanco, pequeñas esculturas flexibles que introducían
una cuña de sosiego en un libro pródigo en versículos y espesuras verbales. Se
incluían ahí, no sé, doce o catorce piezas breves que me atrajeron de inmediato
y que siguen estando entre mis favoritas, quizá porque fueron las primeras que
me llevé a los ojos: un tono reticente y a la vez cordial, la herencia del
simbolismo tamizada por la lección de la oralidad y los ritmos
conversacionales, frescura y elegancia, interés por el mundo natural y el
tiempo secreto de las cosas, Vermeer y Morandi, el misterio de los arrabales y
de la penumbra hogareña pero también el esplendor laborioso de las estaciones.
Para entendernos, como si la llaneza y la «palabra en el tiempo» de Antonio
Machado se hubieran aliado con la precisión y el detallismo sensoriales de
Jorge Guillén. O, por retomar la comparación que hice entonces en mi fuero
interno: como si la claridad diamantina de un Charles Tomlinson se hubiera
hecho más suave y maleable, como si el verso se hubiera impregnado de cadencias
domésticas, propias de la vida familiar. Hay en Circe Maia la misma obsesión
fenomenológica que en el poeta inglés, pero su sintaxis es otra, más suelta,
más humilde, como en este poema característico de su libro De lo visible (1998):
El lenguaje de las
asimetrías
El placer de seguir, punto por punto,
lo que los ojos ven: el placer cierto
de desviarse un medio milímetro
–la mirada guiada por la mínima
torcedura del tallo–
y enderezar después y seguir paso a paso
las ramas dobles casi paralelas
una a cada lado del delgado tronco.
Casi iguales… El «casi» se siente entre los
dedos
la finísima trama de las asimetrías
casi como un lenguaje.
¿Y qué dice esta lengua tan compleja?
Dice que como nada es idéntico a nada
lo que se dice aquí vuelve a decirse en otro
tono, otro matiz, otra distancia
pero jamás enteramente uno
ni enteramente ajeno.
Solemos asociar la modernidad a sus
movimientos más lenguaraces o excesivos, pero olvidamos que una de las vetas
más productivas del movimiento moderno es justamente su reivindicación de una
nueva «objetividad», una mirada nueva o limpia sobre el mundo, despojada de
prejuicios y retóricas fosilizadas: ahí entra tanto la pulsión geométrica o
constructiva como la influencia del arte y la poesía orientales, el deseo de brevedad
y condensación, la búsqueda de líneas claras y formas tangibles, la lectura
depurada de los signos de la naturaleza. Circe Maia representa, en la poesía en
lengua española, la vigencia de ese ideario, cercano por un lado a Michaux,
William Carlos Williams y el Pound imagista
y por otro a poetas griegos como Yannis Ritsos o Yorgos Seferis, a los que ha
traducido y comentado con lucidez en su colección de ensayos La casa de polvo sumeria (2011). Sólo
que a esa lectura esencializadora Maia superpone, como ya apunté antes, una
mirada hechizada por las superficies del mundo (así, Superficies, se llama uno de sus libros mayores, de 1990), los
procesos y fenómenos naturales, el constante trasiego de las cosas –piedras,
plantas, animales– en su avance o discurrir por el tiempo. A sus ojos, que son
los nuestros al leerla, un camino de tierra es tierra que camina, el destello
del sol en una hoja de fresno da lugar a un ejercicio de contemplación que
pondera cada sutil gradación de la luz, cada cambio apenas perceptible. El
mundo gira a nuestro alrededor y su mudanza perpetua es fuente de asombro pero
también de preguntas, de duda y perplejidad. Lo ha recordado ella misma en la
entrevista con que cierra Obra poética (Montevideo,
Rebeca Linke, 2010):
.
.
Creo que el gesto primario de la vida es un
abrirse al exterior, comunicarse con algo que no es ella misma y asimilarlo.
También ocurre en el gesto elemental de la mirada: hay un irse hacia fuera,
hacia el mundo. La poesía es entonces también una mirada que nos lleva hacia la
realidad externa, sin dejar de irradiar desde un centro íntimo.
Son muchos quienes se han
referido a la voluntad reflexiva o abiertamente filosófica de esta poesía, sin
duda influidos por los datos biográficos que conocemos de su autora (estudios
de Filosofía en el Instituto de Profesores Artigas, trabajo como profesora de
esta materia en un centro de secundaria de la ciudad de Tacuarembó). Pero es
preciso advertir que esta dimensión filosófica tiene una raíz netamente
vitalista: nace, como en Jorge Guillén, del asombro y la maravilla ante el
simple existir de las cosas; y nace también de la experiencia personal, del
trato cotidiano con las figuras de la existencia. De ahí que no descarte –no
pueda descartar– los aspectos más sombríos o negativos de lo real, la mano
disgregadora del tiempo, el muro negro de la muerte. Una presencia, la del
tiempo, que ha ido cobrando intensidad con los años («las fauces invisibles / dan
cada vez más veloces / dentelladas», se lee en «Velocidad creciente») y que Maia
ha conjurado aceptándola con naturalidad, amasando con ella una escritura cada
vez más dúctil y abierta al mundo, a los demás, hasta el punto de incluir en su
campo de visión una actualidad mediática que en «T.V.», el poema final de Obra poética, es «mancha / de […]
crueldad» que «camina a grandes pasos / y oscurece la tierra». Pocos escritores
han imaginado o concebido la hora final, la hora de la muerte, con la sencillez
y la ecuanimidad comprensiva de Maia en dos poemas que no me resisto a citar
por entero y que parecen complementarse, pues si el primero, «Traición»,
describe la visita de una muerte que no avisa, que no tiene anuncios ni
heraldos (algo de lo que también habla uno de sus mejores ensayos, «La (el)
visitante»), el segundo, «Imagen final», le concede al moribundo un último
deseo, el don de revivir, en la cámara oscura de la conciencia, una imagen
veraz o salvadora de lo real.
El último sol no le dijo: soy el último sol.
Nada le previnieron.
El agua resbaló sobre su cuerpo y él no supo
que era el modo en que el agua
decía: adiós. No supo.
Nadie le dijo nada.
Cuando llegó la noche, llegó para quedarse.
Y él no lo supo nunca.
*
A la hora final
cada uno tendrá su pequeño paisaje
para borrar con él esa penumbra
de habitación de enfermo.
Este trozo de río no está mal, por ejemplo,
para guardarlo así: las costas verdes
rodeándolo, brillante, silencioso.
Y son dos movimientos:
mientras el bote avanza
sin ruido, hacia delante,
la imagen, al contrario,
va hacia atrás, silenciosa,
abriendo el pensamiento
y ancla profundamente.
Cuando toque soltar amarras
de una vez para siempre
el viajero no habrá de ver los muros
–frascos, cama, remedios–
sino este río inmóvil
bajo la luz del sol, resplandeciente.
Dos notas, sin embargo, distinguen la poesía de Circe Maia y hacen de su lectura una experiencia seductora, una de las más hospitalarias en nuestro idioma. Por un lado, el correlato mítico o literario, préstamo de sus amados poetas griegos que asoma de manera ocasional para dar profundidad (temporal, imaginativa) a la reflexión del poema. Así «Visita del arcángel Gabriel» o «Prometeo (de un cuento de Kafka)», donde el mito, además, se lee al trasluz de su reelaboración contemporánea. Por otro, el tono suelto, casi conversacional de los poemas, esas «palabras de familia» con que se desgranan y envuelven al lector. Digo «envuelven» porque, en efecto, algo tienen de confidencia, de palabras que dan vueltas en torno a un núcleo vacilante, hecho de preguntas y breves apartes que simulan el compás del monólogo interior: hay exclamaciones, comienzos elípticos o in medias res, interpelaciones que buscan, tal vez, la complicidad del lector…
El resultado es una poesía que habla como ninguna otra en nuestro
idioma. Una aleación en la que resuena el legado del simbolismo, de Juan Ramón
en adelante, y el metal afectuoso, abierto y hasta algo didáctico de una voz
familiar que sabe, con Teresa de Jesús, que Dios anda entre fogones: el hogar,
los niños, los afectos cercanos y las rutinas domésticas son otros tantos espacios
de la iluminación que comparecen en sus poemas y propician el salto meditativo.
A lo largo de los nueve libros que componen
su Obra poética desde la publicación
de En el tiempo en 1958 (si
descontamos el juvenil Plumitas e
incluimos Destrucciones, libro de poemas en prosa editado en
1986 que tiene algo de viga maestra del conjunto), la poesía de Circe Maia es
un ejemplo de naturalidad, mesura expresiva y percepción lúcida. También de
raro decoro: no hay aquí confesiones no pedidas ni exabruptos subjetivos; las
pocas veces que habla de sí misma lo hace casi en tercera persona, con una
impersonalidad que nunca es huraña o distante. Muy al contrario. Sentimos que eso que se nos cuenta con palabra
cordial nos incumbe aunque sea misterioso, o elusivo, o difícil de entender por
nuestra parte. Se cumple así la «Invitación» al lector silencioso que ella
formula en su último libro y que es también deseo, como expresa en «El medio
transparente», uno de sus mejores poemas, de que las palabras no se impongan en
exceso, de que hagan del poema un lugar habitable y no estorben el encuentro:
Lo mejor sería no pensar demasiado
en ellas, las palabras. Ellas vienen
así o de otro modo y no es tan importante.
Vidrios, ventanas son y habría que limpiarlas
con cuidado, por eso. No pintarlas
–¿qué verías detrás?– y no adornarlas […]
*
[…] Si tu voz irrumpiera
y quebrara esta misma
línea… ¡Adelante!
Ya te esperaba. Pasa.
Vamos al fondo. Hay algunos frutales.
Ya verás. Entra.
[Publicado en el número 28 de la revista Palimpsesto, Carmona (Sevilla), primavera 2013. Incluido en el libro de próxima publicación Las formas disconformes, Libros de la Resistencia, Madrid, 2013]
¡Qué difrute leerte y aprender!
ResponderEliminarY qué admirable Circe Maia.
Gracias por mostrarla.
Un descubrimiento.
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