I
El
pilar astillado del ala es una muesca en el hombro maltrecho,
el
ala cuelga como un pendón caído
y
ya no puede usar el cielo eternamente, solo vivir con hambre
y
dolor unos días. Ni gatos ni coyotes
abreviarán
el tiempo de espera de la muerte, su captura sin garras.
Apostado
en mitad del encinar, espera
al
animal tullido que lo salve; o vuela de noche en un sueño
recordando la libertad; despertar es su ruina.
Es
fuerte y el suplicio es peor para los fuertes, la impotencia es peor.
Los
sabuesos del día llegan y lo atormentan
desde
lejos, nadie sino la muerte redentora humillará ese cráneo,
la
intrépida destreza, las terribles pupilas.
El
Dios salvaje del mundo es compasivo a veces con aquellos
que
piden compasión, no con los arrogantes.
Vosotros
no le conocéis, gentes de la comunidad, o le habéis olvidado;
inclemente
y brutal, el halcón le recuerda;
bello
y salvaje, los halcones y moribundos le recuerdan.
II
Antes
mataría a un hombre que a un halcón, salvo por el castigo;
pero al gran
ratonero
no
le quedaba sino el dolor inhábil
de
su hueso quebrado, irreparable, el ala que al moverse
se mecía bajo sus garras.
Lo
cebamos durante seis semanas, le di la libertad,
vagó
por la región del promontorio y a la noche volvió suplicando morir,
no
como un pordiosero, sino con la soberbia despiadada
de
sus viejas pupilas. El regalo de plomo llegó al atardecer.
Cayó tranquilo,
mullido
como un búho, con suaves plumas femeninas; mas lo que
ascendió
planeando: esa feroz urgencia: los martinetes
junto al río desbordado gritaron de temor mientras se
levantaba
hasta
desenfundarse casi del todo de la realidad.
Descubrí la existencia de Robinson
Jeffers (1887-1962) hace algunas semanas, gracias a un ensayo de Robert Hass en
su libro What Light Can Do. Quiero
decir que había leído su nombre en varios manuales y antologías, pero no le
había prestado atención. No sabía nada de su poesía ni tampoco de su leyenda,
pues existe una leyenda Jeffers, una historia que arranca en 1914 con la
llegada del poeta y su mujer, Una, a la costa californiana de Big Sur, y su
asentamiento en las afueras de Carmel, en un promontorio con vistas al
Pacífico. Jeffers, que no encontró su voz característica hasta bien pasada la
treintena, después de varios titubeos y salidas falsas, terminó siendo una
versión literaria del vaquero crepuscular, el hombre hecho a sí mismo que da la
espalda a la sociedad (aunque siempre a una distancia prudente del pueblo más
cercano) y parece regirse por sus propias normas.
Ta vez lo que más ayudó al mito
fue que allí, en el promontorio de Carmel Point, Jeffers levantó con los cantos
de granito del acantilado una casa que bautizó como Tor House. La casa sigue en
pie, al igual que Hawk’s Tower, la torre que construyó para su esposa y sus
hijos y que parece un eco, en la distancia, de Thoor Ballylee. Aunque la torre
de Jeffers no era una reliquia venerable ni cumplía ninguna función simbólica o
esotérica, como en Yeats: la erigió con sus propias manos entre 1920 y 1924, y
tanto la torre como la casa tienen en las fotos ese aire entre caprichoso y
anacrónico que es la marca del aficionado; o dicho en forma de ecuación: como
si un dibujante de Disney hubiera decidido hacer art brut.
Jeffers fue un poeta popular,
mucho más que sus contemporáneos Eliot o Williams (llegaron a darle la portada
de la revista Time), y sus poemas
dramáticos, hechos a la manera de las tragedias griegas y recorridos por la
misma violencia gore (incesto,
asesinato, parricidio), parecen haberse vendido como rosquillas. Hoy se le
recuerda más bien como el autor de un puñado de poemas breves en los que la
naturaleza, the wild, es retratada en
todo su esplendor y belleza impiadosa. Porque la naturaleza, para él, es más
bella cuanto más indiferente hacia unos hombres que se tienen por medida de todas
las cosas y que no asumen –que son incapaces de asumir– su pequeñez, su egoísmo innato.
Uno de esos poemas, quizá el más
antologado de los suyos, es este «Halcón herido», que parece un anticipo de la
escritura de Ted Hughes: hay en los dos una visión casi idéntica de la poquedad del hombre y la grandeza del mundo natural, encarnada en este caso en la figura
de un ratonero con el ala rota que ha de ser sacrificado. Y el ritmo de
Jeffers, ese verso líquido y abrupto a la vez, trufado de arcaísmos y
acotaciones escénicas, es también el de muchos poemas de Hughes. Sólo se
diferencian en que el americano es más didáctico, más dirigiste, y no se resiste a tutelar de vez en cuando al lector. Al
fin y al cabo, quien ha levantado una torre con sus manos tiene derecho a
farolear un poco, sobre todo si hay visitas.
Reveladora entrada, Jordi, otra pista de despegue. Y la traducción, como tuya, otro gran poema en nuestra lengua.
ResponderEliminarGracias por tu traducción. Sentí curiosidad por la foto y el poema. Recordaba tanto a Hughes. Y, como tantas otras veces, acabas dándonos las claves. Un saludo
ResponderEliminarA mí me gusta el verso en el que confiesa su prioridad a la hora de matar... es brutal.
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