viernes, enero 17, 2014

edwin muir / los caballos


Al final de la tarde, apenas un año después
de la guerra de siete días que hizo dormir al mundo,
los extraños caballos regresaron.
Por entonces ya habíamos sellado nuestro pacto con el silencio,
pero aquellos primeros días todo estaba tan quieto
que el sonido de nuestra propia respiración nos asustaba.
Al segundo día
las radios se estropearon; movíamos el dial; ningún sonido.
Al tercer día un barco de guerra pasó ante nosotros en dirección norte,
sembrado de cadáveres en cubierta. Al sexto día
un avión cayó al mar sobre nosotros. A partir de ese instante,
nada. Las radios mudas;
y ahí siguen, en un rincón de nuestras cocinas,
y siguen encendidas, tal vez, en un millón de habitaciones
de todo el mundo. Pero ahora, si rompieran a hablar,
si de pronto les diera por hablar,
si al dar las doce una voz nos hablara,
no le haríamos caso, dejaríamos fuera
ese mundo maligno que devoró a sus hijos
de un bocado. No habría vuelta atrás.
A veces pensamos en las naciones que duermen,
arropadas ciegamente en un dolor impenetrable,
y la extrañeza de esta idea nos confunde.
Los tractores descansan en los campos; cuando se pone el sol
parecen acecharnos y esperar como monstruos marinos.
Están bien donde están, cubriéndose de herrumbre:
«Que acaben de pudrirse, nos servirán de abono».
Hacemos que los bueyes tiren de los viejos arados,
los mismos que juntaban polvo. Hemos vuelto
para ensanchar la tierra de nuestros padres.
                                                                    Entonces esa noche
al final del verano los extraños caballos regresaron.
Oímos un lejano retumbar en el camino,
un traqueteo cada vez más violento; se detuvo, luego empezó de nuevo
y al doblar el recodo se transformó en un clamor vacío.
Cuando vimos las cabezas
como una gran ola salvaje tuvimos miedo.
Habíamos vendido los caballos en época de nuestros padres
para comprar tractores nuevos. Y nos eran extraños
como corceles fabulosos en antiguos escudos
o ilustraciones de un libro de caballerías.
No nos atrevíamos a acercarnos. Sin embargo esperaron,
testarudos y tímidos, como si tiempo atrás
hubieran recibido la orden de encontrarnos
y revivir el lazo arcaico que dábamos por perdido.
En un primer momento no pensamos siquiera
que aquellos seres se dejaran domar o utilizar.
Había en la manada media docena de potrillos
paridos entre ruinas, en terreno salvaje,
y aun así frescos como si hubieran emergido de un edén propio.
Desde entonces arrastran los arados y llevan nuestras cargas,
pero esa libre servidumbre nos sigue traspasando el corazón.
Nuestra vida ha cambiado; en su venida está nuestro comienzo.



trad. J.D. / el original, aquí




Hace tiempo que quería hablar de Edwin Muir (1887-1959) y publicar alguno de sus poemas, empezando por este maravilloso «The Horses» [Los caballos]. Muir es uno de esos rara avis cuya grandeza casi nadie discute, y que sin embargo siempre ocupan un lugar ligeramente marginal en los recuentos académicos y las antologías. Esa marginalidad es inicialmente de orden biográfico: Muir nació en Deerness, un pequeño pueblo de las Orcadas, el archipiélago situado justo encima de la costa norte de Escocia (suena mucho mejor en inglés: The Orkneys). Si ya es un lugar remoto ahora, imagínense lo que sería a finales del siglo diecinueve: Muir, que vivió allí hasta los catorce años, lo recordaría siempre como un paraíso, el Edén del que fue tristemente arrancado cuando su padre perdió la granja y hubo de trasladarse con toda su familia a Glasgow para buscar trabajo en la industria (un poco, salvando las distancias, como nuestro Rafael Alberti al verse desterrado del mar gaditano de la infancia para acabar en las calles de Madrid). Muir habló de esta experiencia de dislocación –tan espacial como temporal– en una nota de diario escrita a finales de los años treinta, cuando ya su paso por Glasgow era una pesadilla borrosa:

Nací antes de la Revolución Industrial, y tengo ahora doscientos años. Pero me he saltado tres cuartas partes de ese lapso de tiempo. En realidad nací en 1737, y hasta mis catorce años no sufrí ningún percance temporal. Entonces, en 1751, me trasladé de las Orcadas a Glasgow. Cuando llegué descubrí que no era 1751, sino 1901, y que en un viaje de dos días había consumido en realidad ciento cincuenta años. Pero yo seguía en 1751, y ahí permanecí mucho tiempo. Toda mi vida ha sido un intento de salvar esa grieta. No es extraño que esté obsesionado con el Tiempo.

La vida en Glasgow fue una catástrofe. En pocos años perdió a sus padres y a sus dos hermanos, y Muir encadenó una serie de trabajos humildes y deprimentes de los que emergió a base de esfuerzo y voluntad, y con una fe renovada en el arte y en su propia vocación literaria. En 1919 se casó con Willa Anderson («Mi matrimonio fue lo mejor que me pudo pasar en la vida»), y juntos se ganaron la vida traduciendo a numerosos autores de lengua alemana. Suyas, por ejemplo, fueron las primeras traducciones de Kafka al inglés, que siguen contando con el favor de muchos lectores, y que tuvieron una influencia perdurable en su propia escritura.

Durante años llevaron una existencia itinerante, y justo después de la Segunda guerra Muir fue director del British Council en Praga y luego en Roma. En 1955 llegó a dar las conferencias de la Cátedra Norton de poesía en la Universidad de Harvard. El niño de las Orcadas había llegado lejos… Uno de sus mejores y más atentos lectores fue T. S. Eliot, que en 1965 preparó una antología de su obra poética.

Muir escribió tres novelas, varios estudios y ensayos, y una autobiografía que sigue reeditándose y que debe leerse como una variación o reescritura del mito clásico de la caída y posterior redención terrenal del ser humano. Él mismo creyó en esa «fábula», quizá porque toda su juventud fue un largo remar contracorriente en condiciones sociales y laborales adversas. A veces me lo imagino en esos años de Glasgow como un trasunto escocés del infortunado Leonard Bast de Howard’s End a quien las hermanas Schlegel tratan de ayudar, no siempre de la manera más sensata.

«Los caballos» es la quintaesencia del estilo de Muir: una poesía sobria y sencilla en apariencia pero cruzada de misterio, de inminencias alegóricas y símbolos arquetípicos (fue un jungiano convencido y practicante). Algunos de sus poemas retoman en inglés el mundo alienado y paradójico de Kafka, sus imágenes de laberintos, interrogaciones eternas y sin motivo, callejas eliotianas que se suceden como «un debate tedioso / de intensión insidiosa», ciudades en ruinas… Pero «Los caballos», que es claramente un poema post-apocalíptico, un poema escrito bajo la espada de Damocles de la bomba atómica, mira también hacia el Edén de su infancia, esas Orcadas que siguieron vivas en su imaginación. La imagen de los caballos que vuelven misteriosamente al final del verano son su modo de celebrar el vínculo con el mundo natural, de religarse a él y recordarnos de dónde venimos, pero creo que al hacerlo él mismo se sentía volver a la granja de Deerness para reencontrarse con su padre y honrar su memoria. Él ya había tenido un apocalipsis en su vida: si no era posible volver a ese mundo, al menos podía celebrarlo en forma de imágenes, hacer del poema un talismán sanador.



4 comentarios:

  1. Muchas gracias, Jordi, por hacerle justicia a Edwin Muir, un poeta excepcional y, como bien decís, en cierta forma marginal al sistema de la poesía británica de su tiempo. Ojalá este poema que tradujiste sea el anticipó de la antología que le haga justicia en castellano.

    PD: En un orden totalmente distinto, para los aficionados a los poemas con caballos, resulta interesante leer éste en serie con "Caballos en la Camargue", del sudafricano Roy Campbell.

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  2. Gracias por tus palabras, anónimo. Muir tiene varios poemas excepcionales, como "The Interrogation" y "The Good Town", un retrato de la Praga post-bélica realmente conmovedor.

    Buscaré sin falta el poema de Campbell. Gracias por la recomendación... saludos, J12

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  3. Qué poema tan limpio.

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  4. Gracias Sr. Doce por recordarme a este poeta cuyo poema no leo desde mis no tan lejanos años universitarios. Gracias también al primer Anónimo por su recomendación.

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