sábado, enero 04, 2014

hotel insomnio


La niña de los vecinos sufre algo parecido a terrores nocturnos. No se explica si no que dos o tres noches a la semana las pase llorando: un llanto violento, insistente, que percute al otro lado de la pared hasta despertarnos. Son sacudidas que duran quince o veinte minutos y que terminan en un silencio tenso, indeciso, que vuelve a romperse al poco con nuevos sollozos. La primera vez que me desperté lo hice con la sensación, la certeza, de que algo importante se me escapaba de los dedos: un aura lustrosa, la explicación que lo aclaraba todo, la llave maestra que haría encajar las piezas (¿de qué? Quizá del sueño mismo). Pasé la media hora siguiente dando vueltas en la cama y persiguiendo con angustia vicaria el cabo del sueño. Inútil: zarandeado por el lamento de la niña, el cuarto se movía bajo mis pies y alejaba la llave, la espantaba de mí con violencia, cada vez que la tenía a mano. El llanto se convirtió en un gimoteo exhausto y terminó por apagarse. Pero al fondo, muy al fondo, parecía seguir oyéndose un eco pospuesto de su queja, pequeños relieves que respiraban en sordina bajo el lienzo del insomnio. Como un equivalente aural de la imagen remanente, una secuela que se resistía a dejar el caracol del oído. ¿Por cuánto tiempo? Solo sé que cada vez que lograba adormilarme la niña volvía a estallar en llanto. Y así durante cerca de tres horas. Tumbado boca abajo, envidié la impavidez del faquir. Y, en efecto, el aire del dormitorio parecía una cama de pinchos que hurgaba y se entrometía con insolencia en mi búsqueda de sueño. El pequeño caracol ya era una espiral envolvente. Y lo siguió siendo hasta arrojarme, por uno de sus toboganes abruptos, a la arena manchada del amanecer.

1 comentario:

  1. Un apunte escrito con el pulso firme y suelto de un buen micro. Excelente (y sugestiva) la imagen , literal, del caracol. Confío en que al otro año del tabique la realidad se haya vuelto clemente.

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