[Desde hace algunas semanas el Periódico de Poesía de la UNAM, dirigido
por el escritor Pedro Serrano, incluye en su portada un dossier especial de
homenaje a Nicanor Vélez, el poeta y editor colombiano que fundó la colección
de poesía de Galaxia Gutenberg y editó varias «obras completas» (de Octavio
Paz, de José Ángel Valente) de la editorial hasta su muerte a finales de 2011. El
dossier incluye textos de Antonio Gamoneda, Andrés Sánchez Robayna, Julio
Ortega, José Manuel Blecua, Miguel Casado, Eduardo Milán, Jenaro Talens, Alfonso Alegre y otros
escritores, traductores y amigos. También se incluye un pequeño texto que
escribí para la ocasión y que ahora comparto en esta bitácora. Una versión algo
más breve aparece en el número de febrero de la revista Quimera.]
Lo primero que me viene a la
mente al recordar a Nicanor Vélez es, curiosamente, su sonrisa: una chispa en
los ojos, la curva traviesa de los labios bajo el bigote, algo en el rostro que
lo devolvía por un instante a la niñez. Y digo que me parece curioso este
recuerdo insistente de su sonrisa porque con Nicanor tuve, sobre todo, una
relación telefónica. Nos vimos muchas veces, nos escribimos con abundancia,
pero el teléfono era el espacio donde se dirimía casi en exclusiva el diálogo,
el trabajo en común. Nicanor y el teléfono: su insistencia a destiempo, sus
llamadas bajo el sol de playa de agosto, sus charlas eternas para cerrar los
detalles de un libro, una revisión de pruebas o, simplemente, hablar de
nuestras cosas. El teléfono era el reverso locuaz que le permitía, antes o
después, pasar largas horas en su local de la calle Getsemaní revisando textos,
corrigiendo y ordenando papeles, forjando con paciencia de relojero los libros
a su cargo. Creo que todos los autores, traductores y colaboradores de los volúmenes
de poesía, ensayo y obras completas que produjo Nicanor han tenido la misma
experiencia: la fase final de cualquier proyecto era una larga llamada
intermitente que podía durar semanas y que no se cerraba hasta que dábamos
respuesta a todos y cada uno de los interrogantes de la edición. No he conocido
editor más atento, meticuloso y pertinaz que él. Con ninguno he tenido
conversaciones más aleccionadoras y debates más encarnizados, hasta el punto de
olvidar cuál era el origen de la disputa o preguntarme si de tanto afinar no
estaríamos –escolásticamente– cortando pelos en tres. De ninguno he aprendido
tanto, no sólo por la calidad misma de la conversación (las enseñanzas sobre
cómo resolver este o aquel problema editorial) sino por el ejemplo mismo de su
día a día, la constancia rigurosa con que gradualmente, y sin apenas ruido, fue
levantando un catálogo de poesía contemporánea que no tiene igual en el ámbito
hispanohablante.
Lo que, visto en retrospectiva,
más me admira del trabajo de Nicanor –por encima incluso de su excelencia
correctora, su esmero, la mirada que estudia y coteja y perfila– fue el modo en
que, teniendo muy claras las líneas maestras de la colección y la estructura y
alcance de cada uno de sus títulos, era permeable a los consejos y sugerencias
de sus colaboradores, los autores y traductores que íbamos trabajando con él y
que solíamos quedarnos en la vecindad, sin ganas de marcharnos, satisfechos de
poder ayudar cuando era preciso. Nicanor tenía buen oído no sólo para las
frases que leía en la pantalla o el papel, sino también para acoger y hacer
suyas aquellas propuestas que podían beneficiar a la colección. Era terco, sí,
pero también entusiasta y con una mirada paciente, de largo alcance, que sabía
poner cada proyecto en su sitio y verlo en perspectiva. Sólo así era posible
darle a cada uno su tiempo, su trabajo preciso, y hacer que pudiera engranarse
y dialogar con otros libros de la colección. Esa clase de inteligencia
emocional, fundada en la constancia y una rara capacidad previsora, es la marca
de agua del trabajo de Nicanor. Nada en él es improvisación, ocurrencia. Todo
está planeado y forma parte de un conjunto, una suma global, que infunde un
valor añadido a cada opción particular.
Los caprichos de la memoria, sin
embargo, me devuelven una y otra vez la imagen de su sonrisa en la cafetería
del Círculo de Bellas Artes, charlando con Gustavo Guerrero y un servidor poco
antes de presentarse Conversación con la
intemperie: seis poetas venezolanos (2008), que Gustavo había coordinado
con mano maestra. Por alguna razón, le recuerdo exultante: lejos de la mesa de
trabajo, olvidado por un instante del móvil, no dejaba de hacer bromas y mirar
con ojos expresivos la pendiente de Gran Vía. Esa imagen es el eje al que se
anudan recuerdos algo más borrosos: Nicanor en su despacho de Vall d’Hebron,
bajando las persianas metálicas antes de enseñarme (sorpresa, sorpresa) las
pruebas de un volumen de Octavio Paz revisadas por su autor; o en la
presentación madrileña de Las ínsulas
extrañas, flotando visiblemente entre los invitados como un globo al que le
hubieran quitado lastre (y era así); o saludándome con ojos comprensivos –la sonrisa,
de nuevo– cuando trataba de explicar o justificar mis retrasos de traductor
apurado.
La sonrisa, sí. Pero también la
voz, ese acento difícil de describir o definir en el que se mezclaban tonos de
Colombia, París y Barcelona. Por algo mi última comunicación con él fue telefónica:
una vieja idea que los dos queríamos retomar sin saber muy bien cómo. Lo
siguiente que supe, tres o cuatro días más tarde, es que Nicanor había
ingresado en el hospital. Quedó la conversación pendiente y eso hace aún más
real, más palpable, el hueco de su ausencia: una voz que espera respuesta. Ultimar
la producción de la Obra completa de
Blas de Otero, que él había dejado encarrilada pero inconclusa, fue un modo
nada impertinente de celebrarle y honrar su recuerdo; también de seguir trabajando
con él, de otra forma. Durante los doce años que tuve el privilegio de tratarle
hubo un poco de todo: encuentros, desencuentros y reencuentros. Tenía el don de
pasar página (él, que tantas editó) y de reanudar la charla como si nada, con
los ojos puestos en el camino. Lo sigo echando de menos.
Leí emocionado tu nota sobre Nicanor en Quimera, Jordi. Esperemos que el silencio sea lo que los agradecidos lectores le brindan como ofrenda al repasar las páginas de sus ediciones. Un fuerte abrazo, Martín Rodríguez-Gaona.
ResponderEliminarLeí emocionado en Quimera tu nota sobre Nicanor, Jordi. Espero que el silencio sea el agradecimiento que los lectores de las ediciones de poesía del Círculo le brindan al repasar sus páginas. Un fuerte abrazo, Martín Rodríguez-Gaona.
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